Tirano III. Juegos funerarios (62 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Sátiro no quiso que le impidieran hablar.

—Señor, luchamos y apresamos la galera ateniense. Cualquiera de los presentes en esta sala la reconocerá cuando la vea en el puerto. Si esto no es prueba suficiente, tenemos a su capitán de remeros, a sus infantes de marina y también a los remeros. —Puesto que la sala seguía sumida en el silencio, agregó—: Allí donde iba mi barco, me seguía.

Tolomeo abrió mucho los ojos, asintiendo.

—Tú no me mentirías, ¿verdad, chico? —preguntó con sumo cinismo.

—Lo juro sobre la tumba de mi padre y… y por la piel de león de Heracles, mi señor.

Sátiro se preguntó qué lo había impulsado a decir aquello; confió en que hubiese sido el dios.

—Traedme al ateniense —ordenó Tolomeo, volviéndose hacia sus guardias—. Veamos qué tiene que decir.

—Apuesto una lechuza de plata contra un óbolo a que se ha ido, con sus pertenencias, su equipaje y sus esclavos —declaró Diodoro dando un paso al frente.

Filocles comenzó a ponerse inquieto, y León hizo una mueca y aguardó. Transcurrió un largo rato. Diodoro bostezaba cada dos por tres.

—¡Para de una vez! —le espetó Tolomeo, bostezando también. Se rio al decirlo, y la tensión bajó un poco.

Dos guardias regresaron al
megaron
y hablaron en susurros con Gabines, que le habló a Tolomeo al oído.

—Vaya —dijo Tolomeo. Se rascó el mentón—. Se ha ido. Tal como predecías, a no ser que lo hayas escondido tú. No me digas que no serías capaz de hacerlo, Ulises.

Tolomeo miraba a Diodoro, que asintió.

—Lo soy —admitió—, pero no lo he hecho.

—Mierda —dijo Tolomeo, en una salida no muy regia. Recorrió la estancia con la vista—. Despeja la sala —dijo a Gabines—. Ellos se quedan, y tú, y Seleuco.

—¿Seleuco? —susurró Sátiro a León.

—Otro participante en los juegos fúnebres de Alejandro —explicó León en voz baja—. Perdió su ejército en Babilonia luchando contra Antígono y vino aquí a ofrecerle su espada a Tolomeo.

Entró el hombre que se llamaba Seleuco y se situó al lado del sitial de Tolomeo en lo alto del estrado. Dos soldados de los Compañeros de Caballería —los
hetairoi
, las tropas en las que más confiaba Tolomeo—, llegaron desde el cuartel y se apostaron a ambos lados del sitial. Sátiro los conocía a ambos; eran hombres que Diodoro apreciaba.

—Bien —dijo Tolomeo. Miró en derredor—. Demetrio está en camino. Caballeros, no estamos preparados.

Nadie puso en causa esta aseveración.

—Gabines, ¿hasta qué punto son de confianza mis tropas macedonias? —preguntó Tolomeo.

—Yo no arriesgaría un campo de batalla —contestó el mayordomo—. Aunque, si se me permite el atrevimiento, señor, es ese tal Demetrio, un joven desconocido, no el viejo Tuerto en persona, quien supondría una amenaza mayor, como general y como líder.

Seleuco asintió. Era un hombre bajo con piernas de jinete y acento de noble macedonio.

—El tuerto tiene al rey; es decir, al joven Heracles; y Casandro tiene al suyo, a no ser que lo haya asesinado. La mayor parte de tus macedonios no se enfrentaría a Heracles ni a Alejandro IV en una batalla, pero Demetrio no tiene a ninguno de los dos reyes.

—¿Con qué contingentes contará Demetrio? —preguntó Tolomeo.

—Con veinte mil soldados de infantería y cuarenta elefantes —contestó Seleuco—. Y buena caballería.

—O sea que si logramos que nuestra infantería combata, podríamos aventajarlo —dijo Tolomeo. Miró a Diodoro—. Estás muy silencioso, para ser tú.

Diodoro volvió a bostezar.

—Es la edad, Tolomeo. Pero a mí me parece que, si lanzamos a nuestro ejército contra Demetrio, nosotros echamos los dados. Si aguardamos aquí, en Alejandría, los echa él.

Seleuco asintió.

—Estoy de acuerdo.

—La desaparición de Estratocles hará que cunda el pánico entre los extremistas de la facción macedonia —intervino Gabines—. Habrá defecciones.

Tolomeo meneó la cabeza como para aclarar sus ideas.

—¿Casandro me ha estado haciendo doble juego? Todavía me cuesta aceptarlo. Si me derrotan, Antígono y su hijo se adueñan de Egipto. ¿Cómo diantres beneficia esto a Casandro?

—Yo no perdería el tiempo preocupándome demasiado por lo que piensa un hombre como Casandro —dijo Seleuco, encogiéndose de hombros—. Demetrio está aquí y ahora. Si mantenemos unido a tu ejército, tal vez cometa un error. ¿Cómo lo conseguimos?

—Fingiendo que no ha sucedido nada —dijo Diodoro—, y dando sólo la noticia de que Demetrio marcha hacia aquí. Esto, por sí mismo, debería acallar cualquier otra voz en el ágora.

—¿Dónde está León? —preguntó Tolomeo.

—Haciéndose a la mar para vigilar la flota de Demetrio —respondió Filocles.

El rey asintió bruscamente y se levantó.

—Y tú, chico —dijo, señalando a Sátiro—. Mantén la cabeza gacha. ¿Entendido?

—Tengo trabajo para él en la falange —terció Filocles.

—Me parece muy bien —asintió Tolomeo. Miró en derredor—. Que nadie diga ni una palabra de esto. Si Estratocles reaparece, nos encargaremos de él. De lo contrario, dejemos que los conspiradores cumplan su cometido, ¿eh? Cuando cualquiera de ellos esté listo para defeccionar, quiero saberlo.

Gabines asintió y Tolomeo los miró a todos.

—Muy bien. Supongo que intentaremos combatir contra ese niño mimado y sus cuarenta elefantes. ¡Atenea de las victorias, sé con nosotros! —Se volvió hacia Seleuco—. Preparados para marchar en diez días. Corre la voz. Y a ver cómo reaccionan.

Diodoro y Coeno saludaron como militares.

Sátiro durmió un día entero, y luego comenzó a reaccionar. La masacre, la lucha, le había dejado un inmenso vacío, y se sentía como un extraño. Su cuerpo le parecía extraño. Sus pensamientos, o la ausencia de ellos, le parecían extraños. El logro de haber capitaneado un barco se le antojaba poca cosa, mientras que la muerte de Peleo le ocupaba la mente.

Su hermana iba y venía. Parloteaba sobre salir a montar y le dijo algo a propósito de Jeno, como si el encaprichamiento de Melita con el mejor amigo de Sátiro fuese tema de conversación. El joven la escuchaba sin oír una sola palabra, decía lo que esperaba fuese la respuesta correcta y la muchacha volvía a marcharse.

La tercera mañana no se sentía mejor, de modo que bebió un poco de vino, que pareció animarlo. No hacía más que revivir las decisiones que había tomado; cuándo virar el barco, cuándo luchar. Veía muchas otras formas de enfrentarse a la situación. Las decisiones tomadas de improviso se revelaban como bravuconerías juveniles.

Su hermana se acercaba y él la escuchaba, y luego bebía más vino, que siempre le reconfortaba. Calisto fue hasta él, cerró la cortina de su puerta y le dio un beso.

Sátiro tuvo una erección de inmediato y la joven le agarró el pene con mano diestra.

—¿Me prestas atención? —preguntó la hetaira.

—¿Humm? —contestó Sátiro.

Calisto no se derretía en sus brazos.

—Filocles ha venido varias veces preguntando por ti, y toda la casa se prepara para la guerra, y tú aquí enfurruñado como Aquiles. —Retiró la mano de la entrepierna.

Sátiro quiso retenerla y la muchacha se zafó de él riendo antes de salir de la habitación. Sintiéndose como un niño, Sátiro se sentó en el suelo, deprimido y avergonzado de todas sus numerosas debilidades, y enseguida encontró otra ánfora de vino.

En ese momento entró Filocles.

—Levántate —le ordenó. Era más alto de lo normal, al menos visto desde el suelo. Tenía el pecho más musculado y la barriga casi había desaparecido.

—Estoy un poco borracho —dijo, arrastrando las palabras, pero de todas formas obedeció—. Seguro que lo entiendes.

—Hay trabajo que hacer —añadió Filocles con amabilidad.

—Lo… lo siento. —Sátiro no podía mirar a Filocles a los ojos.

—¿El qué? ¿Haber sobado a Calisto? ¿O haber llevado a Peleo a la muerte? —Filocles iba limpio y estaba sobrio—. Casi todos los hombres le tocarían las tetas a Calisto, si pudieran, y cualquier hombre cabal reflexionaría después de haber ordenado a sus hombres que murieran. Es como debe ser. Sin embargo, tu tiempo para pensar en ello ha terminado. Deja de lamentarte. Levántate. El mundo se está yendo al infierno y tenemos trabajo que hacer.

—¡Tú eres el filósofo, Filocles! Y el
hoplomachos
, el mejor lancero de Alejandría. Yo sólo soy un niño.

Ahí lo tenía, ya lo había dicho. Se sintió mejor y bebió un sorbo de vino.

Filocles fue a sentarse en la cama. Llevaba sandalias militares y un
kitoniskos
, el quitón corto que se ponía debajo de la armadura. Iba vestido para la guerra. Se acarició la barba y luego asintió.

—He venido a sacarte de este atolladero. Resulta tentador decirte un par de mentiras y alegrarte otra vez el corazón. —Se encogió de hombros y enarcó una ceja—. Pero eres un adulto, no un niño.

—Murieron veinte hombres. Peleo y otros diecinueve. Quiero… —Sátiro se mordió el labio—. Yo apenas luché —dijo.

—¿Quieres ser perdonado? —El rostro de Filocles era la máscara de Ares—. No hay perdón, Sátiro. Ninguno. Sólo la siguiente tarea. Eres todo lo valiente que necesitas ser y tus temores acerca de tu coraje son sandeces. Pero puedes demostrarte que eres valiente, si quieres. Ven y defiende tu terreno en la falange. A mi lado. En primera línea.

—¡Sí! —exclamó Sátiro, deseoso de intentarlo. Suspiró—. De acuerdo —agregó, fingiendo más entusiasmo del que sentía—. ¿Cuál es la siguiente tarea?

—Contaba con que así fuera, pues no me pareces un ingrato y además eres ciudadano.

»No cabalgarás con los
hippeis
. Francamente, no eres un jinete consumado. Pero tienes amigos, docenas de amigos. Jóvenes que van al gimnasio, luchan en la palestra, participan en carreras. Los necesito.

—¿Los necesitas? ¿Eres el comandante? —Sátiro siempre había pensado que Filocles sería perfecto para ese cargo.

—Hummm. Soy el verdadero comandante, junto con una docena de viejos mercenarios. Ahora mismo, una parte de la facción macedonia se las ha arreglado para poner a un hombre por encima de mí. Necesito a tus amigos. Necesito dos filas de atletas briosos y valientes. Tienes una semana. —Filocles sonrió—. Algunos morirán —agregó.

—¿Cuántos? —preguntó el chico con un suspiro.

—¿Cuántos morirán? —Filocles adoptó una expresión desdeñosa—. Pregunta a un profeta.

—¿Cuántos necesitas? —rectificó Sátiro.

—Un centenar, más o menos.

Sátiro se rio.

—Eso equivale a todos los helenos prósperos de Alejandría. ¡Toda la pandilla que frecuenta la casa de Cimon!

—En realidad esperaba que comenzaras por el gimnasio —adujo el espartano.

—¿Y los infantes de marina de León?

—Serán nuestros en cuanto regresen. Están vigilando las rutas de acceso por mar a la ciudad. De ahí es de donde espero sacar a mis oficiales de flanco.

Sátiro, interesado, abrió un baúl de cedro para coger su
kitoniskos
.

—¿Marineros?

Filocles se rascó la mejilla. En ese momento no parecía en absoluto la máscara de Ares.

—¿Qué pasa, eres una especie de demócrata?

—Tienes egipcios, ¿verdad?

Sátiro cogió una esponja de un aguamanil e intentó lavarse. Todavía estaba un poco ebrio, pero tenía la impresión de que si dejaba de moverse volvería a caer en el pozo.

—Unos cuantos marineros —contestó el preceptor, encogiéndose de hombros—. Pero ahora mismo todos los barcos con espolón de combate están en el mar, vigilando al Tuerto y a su hijo.

Sátiro se desenredó el pelo, dando fuertes tirones con el cepillo de crin como para castigarse por sus excesos. Se calzó unos botines tracios, se puso una clámide, se cubrió la cabeza con un sombrero de paja y cogió una lanza de caza.

—Primero tengo que pedir disculpas a Calisto.

—Eso sería un acto virtuoso —admitió el espartano—. Hacemos instrucción todo el día junto a la muralla del mar. Tampoco es que consigamos gran cosa. A los egipcios los han despojado de todo espíritu de combate. Obedecen como meros esclavos. —Filocles se adelantó y dio un súbito abrazo a Sátiro. Se apartó de él dejando las manos apoyadas en los hombros del muchacho—. Luchar en la falange es un asunto turbulento. Todo depende de las dos primeras filas. Todo.

—¿Yo estaré ahí?

—Justo a mi lado. ¿Sabrás cubrirme el lado de la lanza? —preguntó Filocles, apartándose.

—Tú me entrenaste, espartano —contestó Sátiro sonriendo. El gesto puso en movimiento músculos que llevaba días sin usar.

—Pues entonces procura no avergonzarme.

Sátiro entró en las habitaciones de su hermana, anunciado por Dorcus. Abrazó a Melita y se disculpó sin más dilación.

—No he escuchado una sola palabra de lo que me has dicho estos días —declaró. Melita presentaba un aspecto lamentable, estaba pálida y preocupada, pero aun así le sonrió.

—Soy tu hermana, estúpido. No tienes por qué disculparte.

No obstante, le dio un abrazo. Sátiro la besó, y permanecieron un momento con las frentes juntas.

—Gracias a los dioses —dijo Melita—. La verdad, pensaba que estabas perdido, que no saldrías del pozo negro de la desesperación.

—Una parte de mí sigue allí —murmuró Sátiro—. Pero Filocles me ha dado algo que hacer. Actuar es mucho más fácil que pensar.

Confió en no haber parecido demasiado amargado.

—Todos los actos tienen consecuencias —declaró Melita, más animada—. Me alegra que Filocles haya encontrado algo para ti. Yo me quedaré aquí encerrada y coseré o lo que sea.

—No estás mucho mejor que yo —observó su hermano.

—No, no lo estoy. Y ahora que has vuelto del país de los muertos, quizá sea yo quien vaya allí. ¿Vendrás a hablar conmigo? ¿Lo prometes?

—Estaré encantado de ayudarte —susurró Sátiro; y luego, en voz más alta, preguntó—: ¿Dónde está Calisto?

Ya olía su perfume.

—Aquí mismo —dijo el avatar de Afrodita. Vestida de blanco y perfumada era casi demasiado guapa para mirarla. Hizo ademán de abrazar a Sátiro, pero éste le tomó una mano, se la llevó a la frente e hizo una reverencia.

—Mis disculpas, Calisto. He sido débil y me he comportado mal.

—¡Bah! —Calisto lo atrajo para abrazarlo—. ¡Hombres! —Sonrió y le dio un beso muy poco fraternal—. Cualquier día de éstos, muchacho.

Sátiro se sonrojó, pero ella volvió a abrazarlo y luego lo apartó con delicadeza y le puso una concha de ostra en la mano.

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