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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano III. Juegos funerarios (60 page)

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Sátiro jadeaba tumbado en la arena, todavía con una soga en las manos. Se caía de sueño, pero una voz interior le dijo: «Todavía no has acabado, chico.» Se obligó a ponerse de pie y caminó hasta donde yacía Peleo. El timonel había muerto durante la última maniobra. Sátiro cerró los ojos y susurró una plegaria.

Luego se levantó y se envolvió con su clámide bajo la lluvia.

—¿Oficial Jenofonte? —llamó—. Atad a los prisioneros. Montemos una vela a sotavento de… —Miró en derredor. No había sotavento que valiera. Estaban en una playa que se extendía hasta ambos horizontes, y sólo los altos acantilados que se alzaban unos cuantos estadios tierra adentro prometían algún resguardo.

Melita le tocó el brazo.

—Hay cuevas —dijo, señalando.

—Una vela para cubrir la entrada de la cueva; Melita os conducirá allí. Que se cobijen los heridos primero.

Las órdenes manaban de él como el agua de una fuente. Como si las estuviera dando Peleo.

Kalos estaba poniendo en marcha a sus hombres.

Kleitos, arrodillado en la arena, meneaba la cabeza. Diocles lanzó una mirada a Sátiro, puntuada por un relámpago, y el joven asintió.

—¡Muy bien, muchachos! —gritó Diocles.

Sátiro permaneció plantado en la playa hasta que el último hombre estuvo cobijado en las cuevas. Debajo de sus pies la arena estaba seca, y las hogueras de troncos y tablas que el mar había arrastrado hasta la playa rugían. Se sentía incapaz de hablar. La clámide empapada pesaba y el viento aullaba, y si las olas subían un poco más perderían el trirreme; no podía hacer nada al respecto. Necesitaba seguir haciendo cosas, seguir dando órdenes, porque ahora que disponía de tiempo para pensar, sólo tenía ganas de llorar.

Permaneció allí, de cara a la tormenta, con el rostro y la clámide chorreantes. Los relámpagos partían el cielo y los truenos rugían más fuerte que cien espolones destrozando otros tantos cascos.

Kalos se acercó a él.

—¡Adentro, señor! —gritó, haciéndose oír por encima del viento y los truenos.

Tiró a Sátiro del brazo y entraron en la cueva apartando la ondeante vela de trinquete que tapaba la entrada. En el interior hacía calor. Sátiro tropezó y poco faltó para que se cayera. La cueva estaba llena de hombres, tendidos tan juntos que parecían las ánforas del cargamento de un barco mercante. La fogata, que no era la primera que se había encendido en aquel lugar, y el calor de más de trescientos cuerpos permitieron a Sátiro quitarse la clámide.

—Prueba esto, chaval —dijo Kalos.

Diocles se acercó y le puso un pesado tazón de arcilla negra entre las manos. Estaba muy oscuro para ver qué había dentro, de modo que Sátiro bebió un sorbo: ciceón, lleno de queso y vino. El vino le atravesó el cuerpo como una descarga eléctrica. El dulzor de la miel y la acidez del vino fueron lo mejor que había tomado jamás.

—Acábatelo —dijo Diocles, con su áspera voz. Sonrió brevemente, como si le costara un gran esfuerzo, y volvió a adoptar una expresión perdida.

Sátiro se desplomó en un espacio libre junto a la boca de la cueva y se quedó dormido con el tazón en la mano.

Más hacia el fondo de la cueva, Melita estaba entrelazada con Jenofonte, pegada a él para que le diera calor y por la protección emocional que le proporcionaba un cuerpo conocido. Quería dormir, pero los pensamientos le daban vueltas y más vueltas en la cabeza igual que un niño agotado. Chillando.

Vio que su hermano entraba en la cueva y, a la luz titilante de la fogata, supo qué aspecto tendría Sátiro a los treinta años, o quizás a los cincuenta.

—Me has salvado la vida —dijo Jenofonte en la oscuridad. Su voz sonó diferente, y no lo dijo como un aserto, sino como si tratara de descifrar un rompecabezas.

—Y tú a mí —contestó ella, encogiéndose de hombros.

—Pero… era un combate hombre a hombre —repuso Jeno—. Él era mejor que yo.

Melita se retorció, intentando sacarse una piedra de debajo de la cadera.

Jeno malinterpretó el movimiento y se arrimó más a ella.

—No, no lo era —replicó Melita—. Tenías que enfrentarte al timonel, que llevaba armadura, y al mercenario y a un puñado de marineros. O sea que era una acción general. He disparado porque era mi deber.

—Ha sido un tiro fantástico —dijo Jeno. Esta vez fue él quien se encogió, y ella quien lo interpretó como un estremecimiento, que la llevó a estremecerse a su vez—. Estaba tumbado boca arriba, aguardando la muerte… ¡Parecía una obra de Homero! Y al ver la flecha que se clavaba en su muslo justo encima de mi cabeza, he pensado: «ha sido Melita».

Aquél era el elogio que Melita deseaba. Había sido el mejor tiro de su vida.

—Hoy he matado a unos cuantos hombres —declaró, a medio camino entre la jactancia y el sollozo. No sabía cómo asimilar aquellas muertes.

—Yo también —dijo Jenofonte. Se volvió para ponerse de cara a ella.

Al cabo de un momento, ella hizo lo mismo.

Y en un momento dado, cuando la mayoría de los remeros roncaba, sus retorcimientos de incomodad y sus abrazos de consuelo cambiaron de ritmo y devinieron otra cosa. No fue el idilio romántico que Melita había imaginado, con las nalgas atrapadas contra una piedra y trescientos posibles testigos, pero, sin embargo, sucedió.

—No deberíamos hacer esto —dijo Jenofonte, cuando ya era demasiado tarde para cambiar de parecer.

Parte V
El bruñido
19

312 a. C

El trirreme ateniense había sucumbido y no había noticias de su costoso consorte fenicio, pero éste remaba con brío ante los cimientos del nuevo faro y a su armador se le podría haber perdonado que se sintiera orgulloso. Llevaba dos semanas aguardando aquel barco y ahí lo tenía, una pieza más que encajaba en su sitio.

Estratocles se apoyó en el muro de piedra que bordeaba su jardín alquilado, acariciando el tejido de la herida que tenía en la punta de la nariz cortada mientras contemplaba la familiar silueta ateniense, que guardaba sus remos para recibir al práctico del puerto. Asintió complacido. El barco había pasado suficiente tiempo en el mar para curtir a los remeros, y ahora respondían como profesionales. Llamó a sus esclavos, se puso una clámide sencilla, mandó avisar a Lucio y sus guardias y salió hacia los muelles.

«Necesito un poco de suerte.» El problema de espiar, con casi toda suerte de subterfugios, era que resultaba difícil confiar en alguien, y más difícil aún encontrar a una persona de confianza que además fuera lo bastante inteligente para ejecutar órdenes. Lucio, el capitán de su guardia, era un luchador competente, pero no un pensador. Al menos no la clase de pensador capaz de competir con León o Diodoro.

«Necesito noticias.» Precisaba saber que el chico olbiano estaba muerto. Ya había pasado por situaciones semejantes con anterioridad, cuando un asunto secundario de un plan cobraba vida propia. Sátiro se había convertido en uno de esos asuntos. Estratocles meneó la cabeza porque consideraba que la cuestión de los niños carecía de importancia.

«Necesito a Ifícrates.» Estratocles había dedicado largas jornadas a negociar con los macedonios, hombres duros que despreciaban a Tolomeo sólo un poco más de lo que despreciaban a Casandro o a Antígono
el Tuerto
. También despreciaban profundamente a Estratocles, y no siempre disimulaban su desdén. «Ifícrates sabrá cómo tratarlos. Ni siquiera tendría que haberme reunido con ellos.» Mientras caminaba, Estratocles hizo un gesto con la mano, una especie de signo campesino para conjurar el mal fario pero que en su léxico particular significaba que era consciente de haber cometido un error.

«Odio a los macedonios.» Ifícrates podía ser hosco y reservado, pero era un magnífico combatiente y un hombre al que los macedonios aceptarían como negociador; eran un atajo de idiotas y matones. Y necesitaba que Ifícrates contraatacara a León y a sus adláteres.

«Ese negro cabrón lo tiene todo —pensó Estratocles—. Buenos subordinados, tiempo, dinero… Que se joda. Yo soy más listo, y sacaré esto adelante aunque tenga que hacerlo con mis propias manos.»

Estratocles había soportado un mes de humillaciones. Habían dado caza y apaleado a sus sirvientes, le habían robado esclavos, habían destrozado su casa. Una incursión punitiva de los mercenarios de León había liquidado a uno de los socios criminales que tenía en nómina, y ahora sólo un puñado de hombres desesperados aceptaba su moneda.

«No te ablandes, nariguilla», se dijo a sí mismo.

Los constantes tropiezos de la misión estaban acabando con él, y se detuvo en el embarcadero para respirar profundamente y mirar en derredor. Se hallaba cerca, muy cerca, de sobornar a los oficiales veteranos de Tolomeo. Ahora no había lugar para la autocompasión. Su plan y el futuro de Atenas requerían que manejara el timón con mano firme. Y no había por qué ser pesimista. Pese a las crecientes fricciones entre Casandro y Tolomeo, había tranquilizado a la corte con sus cuentos sobre una campaña de verano contra el primero por parte del Tuerto y logrado convencer al señor de Egipto para que enviara un
taxeis
entero de sus veteranos a Macedonia. También había solicitado, y obtenido, una declaración de independencia para las ciudades estado de la antigua Grecia, una maniobra política que enturbiaría las aguas en la patria y ayudaría a Atenas de cincuenta maneras distintas. Demetrio de Falero, el hijo de puta oligárquico, sonreiría encantado.

«¡Atenas, al final te liberaré!», pensó con una sonrisa.

—Atenas, te liberaré aunque tenga que sacrificar a todos estos cabrones para conseguirlo —dijo en voz alta, y se sintió mejor.

Había llegado la hora de resarcirse de Casandro tras dos años de desaires y vejaciones; la hora de jugar su mano por su propio bien y el de Atenas. Casandro estaba perdiendo habilidad, y no iba a estar en el bando vencedor. Estratocles necesitaba que Atenas estuviera en el bando vencedor, que fuese poderosa en el bando vencedor, para conseguir lo que él quería y devolverle la libertad. Por eso había comenzado, prudentemente, a mantener correspondencia con Antígono
el Tuerto
, asegurándole un nido mullido cuando él diera el salto, cuando Atenas diera el salto. Ocuparía una satrapía, preferiblemente la de Frigia. Ese sería un buen trampolín para Atenas, un aliado capaz, un mercado para sus artículos. Y ya había echado el ojo a la esposa perfecta para el sátrapa de Frigia. Una chica estupenda, la única heredera de la segunda o tercera ciudad más poderosa del Euxino: Amastris de Heráclea. Lo único que le faltaba era un último golpe de mano y un astuto secuestro; en muchos sentidos, una misión más fácil que jugar a tres bandas con Casandro, el Tuerto y Tolomeo.

El motín de los macedonios: eso paralizaría a Tolomeo tanto si el médico tenía éxito como si no. «Siempre hay que tener un segundo plan —pensó Estratocles mientras se acariciaba la barba—. E incluso un tercero, si es posible.»

Luego subiría a bordo de aquel barco y se marcharía, antes de que Tolomeo descubriera hasta qué punto lo habían utilizado como moneda de cambio. El ateniense sonrió y volvió a pensar en su empleado, el médico. Si Casandro estaba pagando al galeno, Estratocles consideró que haría bien en prescindir de él aunque fuese su subordinado. Pues Casandro no tardaría en darse cuenta de que Estratocles había cambiado de caballo, y entonces el médico iría a por él.

De pronto se le ocurrió el golpe maestro que arrasaría con todos los premios. De hecho se detuvo en medio del Posideion y se quedó plantado, maravillado por la idea que acababa de tener.

«Nariguilla, eres el cabrón más listo de todo el mundo.»

Estratocles llegó antes que su barco al pantalán y aguardó con fastidio a que el trirreme se abarloara. Llegado a aquel punto, no podía permitirse llamar la atención de la guardia; no le importaba que la gente relacionara su barco con la muerte del chico olbiano, pero tampoco quería que el vínculo fuese demasiado evidente. Sintió la frustración propia de un hombre que, estando al borde del éxito, tenía que depender de los caprichos del destino.

Pero los guardias del puerto estaban ocupados comprobando listados de carga o cobrando sobornos de los mercaderes. Ninguno reparó en él.

Finalmente, el trirreme ateniense abrazó el pantalán como si fuese un viejo amigo, sin apenas hacer ruido. Ifícrates nunca había manejado el barco con tanta… elegancia. O sin soltar un montón de tacos.

—Algo va mal —dijo Estratocles a sus guardias. Se dirigió aprisa hacia la punta del pantalán, donde estaba la popa del barco—. ¿Ifícrates? —llamó—. ¡Asómate!

Aguardó un momento mientras los marineros ponían una pasarela apoyada en la borda.

—¡Volved a vuestro sitio! —gritó.

—Será mejor que suba yo primero —dijo Lucio.

—No —dijo Estratocles—. Tengo que saber qué está pasando. Si Ifícrates está herido… —Meneó la cabeza—. Mierda. —Saltó a la pasarela—. ¿Quién está al mando aquí?

El ímpetu le hizo dar dos pasos hacia popa después de llevarse un buen susto. Aquéllos no eran sus oficiales. Empuñó la espada. Y aquel chico…

Saltó de nuevo al muelle, rodó por el suelo enredándose en su clámide y se puso de pie.

—¡Apresad a ese hombre! ¡Jenofonte! —gritó el chico.

Estratocles salvó la vida porque los hombres de su barco, ¡su barco!, estaban tan perplejos como él. Reunió a sus guardias y huyó, y los infantes lo perdieron de vista.

Durante todo el trayecto de regreso a su casa, Estratocles intentó comprender cómo era posible que hubiese sucedido aquello y qué consecuencias tenía. La pérdida de su barco era un duro golpe. Aquella nave significaba movilidad y libertad y un último refugio si las cosas se ponían muy feas.

Poco antes de llegar a la verja de su jardín, Estratocles meneó la cabeza como si hubiese estado conversando con otro hombre. Levantó la mano y detuvo a sus guardias.

—Lucio, espera. —Estratocles señaló hacia la casa—. No sabemos si es seguro entrar. —Se rascó el mentón—. No, todavía no pueden haber mandado aviso. Hay que actuar deprisa. Reúne a todos los esclavos, coge el dinero y todos los arcones, y que carguen con ellos. Tan rápido como puedas. ¡Ya!

Lucio era un hombre acostumbrado a obedecer, y se puso manos a la obra de inmediato, gritando órdenes a los demás guardias, casi todos celtas e íberos.

No tardaron en sacar de la casa el dinero y las pertenencias de Estratocles, organizaron una reata de esclavos y algunos porteadores contratados presurosamente, y desaparecieron camino de su refugio; es decir, de uno de sus refugios.

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