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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (58 page)

BOOK: Titus Groan
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PROLEGÓMENOS DE VIOLENCIA

EL CICLO DE DOCE MESES había concluido. Titus acababa de entrar en su segundo año, un año que, aunque apenas salido del cascarón, pronto iba a engendrar violencia. Había algo enfermizo en la atmósfera.

Titus nada sabía de todo este recelo y desasosiego; y no tendrá ningún recuerdo de ese entonces. No obstante, las consecuencias de todo lo que estaba ocurriendo pronto le caerían encima.

La señora Ganga observaba quejumbrosa cómo el niño se bamboleaba tratando de mantenerse en equilibrio. Titus casi había aprendido a andar.

—¿Por qué no sonríe? —lloriqueaba la señora Ganga—. ¿Por qué su pequeña señoría nunca sonríe?

El ruido de la muleta de Bergantín resonaba en los pasillos huecos. La pierna atrofiada golpeaba blandamente el suelo y los harapos de arpillera roja aleteaban en ráfagas ardientes. Bergantín profería sus edictos como si fueran juramentos.

La rueda del lúgubre ritual continuaba girando. Dentro de aquellas paredes, el fermento del corazón era burlado por sombras dormidas, largas o breves. No mayores que la llama de una vela, las pasiones titilaban en el bostezo del Tiempo, pues Gormenghast, inmenso y oscuro, todo lo aplasta. El verano estaba pesado, con un color azul grisáceo en el cielo, aunque en realidad no
en
el cielo, pues no parecía haber cielo sino sólo aire, una impalpable sustancia azul grisácea, aletargada por el peso de su propia temperatura, de su propio color. El sol, por muy brillantemente que se reflejara sobre la piedra o el campo o el agua, en el aire espeso y caliente de este verano no era más que un disco sin rayos, un círculo enfermo, abrasador y distante.

Los vientos de otoño e invierno, la azotadora lluvia y aun el frío de estas estaciones, tenían a pesar de su barbarie una melancolía que era como la voz del corazón. Las pasiones de los elementos estaban emparentadas con las pasiones humanas, sus gritos con los gritos de los hombres.

Pero no ocurría lo mismo con esta lenta pulpa de verano, este arrastrado calor, el indiferente ojo amarillo que flotaba dentro con una monotonía abrumadora, día tras día.

A orillas del río, el agua escasa apestaba, y nubes de insectos más finos que agujas pululaban sobre la espuma, entretejiendo lamentos de mundos olvidados.

Los sapos eructaban en el cieno verde. En el seno del río, el reflejo de la montaña de Gormenghast colgaba como una estalactita, y en el movimiento casi imperceptible del agua parecía desmoronarse un instante, pero la imagen no disminuía ni se desintegraba. Al otro lado del río, un largo campo de escasas hierbas verduscas y polvo gris paloma yacía como amodorrado entre bajos muros de sílex.

Un pequeño caballo moteado, montado por un hombre envuelto en una capa, levantaba con cada pisada unas nubecillas de polvo fino. A cada cinco pasos de la pata izquierda, el jinete se erguía sobre los estribos y ponía la cabeza entre las orejas del caballo. El río serpenteaba junto a ellos, los campos ondeaban y se desvanecían en un borrón de calor. El caballo moteado y el jinete embozado seguían avanzando cada vez más pequeños. En el extremo norte, la Torre de los Pedernales flotaba verticalmente en la bruma como una regla de celuloide, o como la acuarela de una torre que habían dejado al aire libre y a la que un aguacero había lavado los pigmentos.

La distancia lo dominaba todo, una sensación de lejanía, de separación. Lo que hubiera podido tocarse con el brazo extendido también parecía distante, replegado en el cuerpo azul grisáceo del aire cargado de polen, mientras arriba flotaba el círculo inhumano. El verano se había tendido sobre los tejados de Gormenghast. Inerte, como una criatura enferma, yacía con los miembros extendidos. Tomaba la forma de lo que sofocaba con su abrazo. Las piedras sudaban y estaban horriblemente silenciosas. En los castaños blancos de polvo colgaban miríadas de manazas con las muñecas destrozadas.

La poca agua que aún quedaba en el foso era como sopa. Una rata la atravesaba medio nadando, medio andando. En la insalubre costra de espuma, allí donde las patas habían quebrado la superficie verde, quedaban unas espesas manchas de color sepia.

Los patios estaban blandos de polvo, posado también en las ramas de los árboles cercanos. Las pisadas dejaban huellas profundas hasta que volvían las ráfagas de viento seco. La diferente longitud de los pasos del doctor, de Fucsia, de la condesa, de Vulturno, todas podían medirse aquí, cruzándose y recruzándose como a un mismo tiempo, aunque horas, días y semanas las separaban.

De noche, los murciélagos, esos fabulosos ratones alados, viraban cambiando de rumbo y se deslizaban por la caliente penumbra. Titus crecía.

Habían pasado cuatro días desde el sombrío Almuerzo. Había pasado un año y cuatro días desde que naciera en la habitación de cera y de alpiste. La condesa no quería ver a nadie. Desde que rompía el día hasta el anochecer, daba vueltas a sus pensamientos como si fueran cantos rodados. Los disponía en largas hileras. Volvía a ordenarlos una y otra vez mientras pensaba en el Incendio. Desde su ventana observaba a las figuras que pasaban por debajo. Pesadamente, escudriñaba sus propias impresiones. Meditaba sobre todos los que pasaban. Pirañavelo pasaba ocasionalmente cuando ella estaba asomada a la ventana. El conde se estaba volviendo loco. Nunca lo había amado, y tampoco ahora lo amaba, pues, sólo los pájaros y los gatos blancos despertaban en ella alguna ternura. Pero aunque no lo amaba por él mismo, el irreflexivo pero arraigado respeto que tenía por la tradición, y el orgullo mudo de haber dado un heredero al castillo, se habían reforzado desde el momento en que descubriera la enfermedad del conde. Excorio se había ido, como ella había ordenado, fuera de la gran muralla. Se había ido, y aunque la idea de volverlo a llamar le hubiera parecido más disparatada que la de dejar de cuidar al gato que él había lastimado, se daba cuenta de que había arrancado una parte de Gormenghast, como si una de las torres del horizonte habitual hubiera sido derribada. Excorio se había ido… pero no del todo. Por un cierto tiempo, no completamente.

Las cinco noches que siguieron a su destierro, el día del primer aniversario de Titus, había regresado de incógnito aprovechando la oscuridad.

Se había movido como un insecto a través de la grisácea noche de verano, constelada de estrellas, y como conocía todas las bahías, ensenadas y promontorios de la gran isla de piedra de los Groan, los riscos escarpados y los ruinosos afloramientos, había recorrido sin vacilación el trayecto zigzagueante. No tenía más que apretarse contra la pared del acantilado para fundirse con ella. Había venido las últimas cinco noches, después de largos y bochornosos días de espera entre los árboles del Bosque Retorcido, introduciéndose en el ala oeste del castillo por una brecha en la muralla. Durante su destierro había experimentado la soledad de una mano segada que ya no pertenece al brazo y al cuerpo a los que estaba destinada a servir, y en la que aún late el corazón. No obstante, era todavía demasiado pronto para que sintiera todo el horror de su ostracismo. Advertía sólo la presencia de un vacío, como un cráter. Las ortigas urticantes no habían tenido tiempo de llenar el gran agujero. Era una soledad sin dolor.

Su lealtad al castillo, demasiado profunda para que él la cuestionara, era el fondo qué le alimentaba el corazón, una lealtad a todo lo que implicaba el horizonte quebrado de las torres. Sentado al pie de un afloramiento de roca entre los árboles, con las rodillas levantadas hasta la barbilla, miraba absorto ese horizonte. Tenía junto a él la larga espada que había afilado. El sol descendía. Tres horas más y ya estaría en camino, por sexta vez desde su destierro, hacia el claustro que había conocido por primera vez en días juveniles. Hacia el claustro en cuyas sombras septentrionales se encontraba la escalera que bajaba a las bodegas y las cocinas. Un millar de recuerdos estaban ligados a este claustro. Acontecimientos repentinos, la gestación de ideas que habían dado fruto o que se habían marchitado enseguida, recuerdos de juventud, incluso de infancia, pues una viñeta brillantemente coloreada de rojo, oro y gris emergía a veces en el fondo de su cráneo sombrío. No recordaba quién lo llevaba de la mano, pero sí que al pasar entre dos de las arcadas meridionales, él y su protector se habían detenido…, que el aire se había llenado de sol…, que un gigante (eso le pareció entonces), un gigante vestido de oro le había dado una manzana…, el globo rojo que la mano empírica de su mente nunca había soltado, así como tampoco podía olvidar el gris de la larga cabellera que caía sobre la frente y los hombros de su primer recuerdo.

Pocos de los recuerdos de Excorio eran tan vivos. Los primeros años en el castillo habían sido duros, dolorosos y monótonos. Las imágenes del pasado estaban asociadas con miedos, problemas y privaciones. Recordaba que bajo las arcadas del claustro hacia el que pronto iba a encaminarse, había recibido, en ceñudo silencio, insultos e incluso violencia, aunque también punzadas de placer. Se había apoyado allí, en el cuarto pilar, al salir del estudio de lord Sepulcravo, aquella tarde en que lo llamaron inesperadamente para anunciarle su promoción: lo habían nombrado criado personal del conde, pues Sepulcravo había advertido y apreciado el comportamiento silencioso y taciturno de Excorio, y quería recompensarlo. Se había apoyado allí, con el corazón golpeándole el pecho, y recordaba haber pasado por un momento de debilidad, deseando tener un amigo a quien poder decirle lo feliz que era. Pero esto había ocurrido mucho tiempo atrás. Chasqueando la lengua, alejó estos recuerdos.

Se estaba levantando una luna gibosa, y unas lentas manchas móviles, negras y nacaradas jaspeaban y rayaban la tierra y los árboles de alrededor. Como una ostra resplandeciente, la luna se desplazó por encima de él. Alzó los ojos, y al verla entre los árboles la observó con gesto ceñudo. No era una noche para que brillara la luna. La maldijo, pero con un aire un tanto infantil a pesar del torvo aspecto de sus huesos, estirando las piernas, sobre cuyas rodillas había apoyado la barbilla.

Pasó el pulgar por el filo de la espada y luego desenvolvió un paquete informe que tenía al lado. No había olvidado traer algunas provisiones del castillo, y ahora, cinco noches más tarde, hizo una comida con todo lo que quedaba. El pan estaba seco, pero después de un día de abstinencia le supo a gloria, con el queso y las zarzamoras que había recogido en el bosque. No dejó más que unas migajas sobre los pantalones negros. No había ningún motivo racional para que al acabar las zarzamoras sintiera que habría un intervalo de horror entre este último bocado y la comida siguiente, cuando quiera que fuese y como quiera que pudiese procurársela.

Quizás el motivo era la luna. En sus cinco incursiones nocturnas al castillo no había habido luz. Unos espesos nubarrones le habían proporcionado una cobertura perfecta. Acostumbrado a la adversidad, tomó la luna como un signo de que se acercaba la hora. En verdad, le parecía normal tener a la naturaleza como enemigo.

Se incorporó lentamente. De debajo de un montón de helechos, sacó a la luz de la luna unas largas tiras de tela; luego inició una peculiarísima operación. Agachándose, se enrolló la tela alrededor de las rodillas, concentrado como un niño, una y otra vez, hasta cubrirlas con unas vendas de cinco pulgadas de espesor, flojas en las articulaciones, y algo más prietas a medida que se enroscaban por arriba y por debajo, donde el vendaje se hacía más grueso. Esta tarea le llevó casi una hora, pues era tan escrupuloso que desenrolló varias veces las vendas para ajustar y facilitar la flexión de las rodillas.

Al fin pareció satisfecho y se puso de pie. En actitud de quien escucha algo, dio un paso hacia adelante, luego otro. ¿No se oía ningún ruido? Dio tres pasos más, con la cabeza inclinada hacia abajo y los músculos en tensión, detrás de las orejas. ¿Qué era eso que acababa de oír? Como si un reloj hubiera emitido tres apagados tictacs y luego se hubiera detenido. Parecía muy distante. Sonaba muy lejano. Puesto que todavía le quedaban unos trozos de tela, añadió otra media pulgada. Dio unos pasos como prueba y esta vez el silencio era absoluto.

Aún podía moverse con cierta libertad. Tenía las piernas tan largas, que se había acostumbrado a usarlas como zancos, y cualquier flexión de la rodilla sonaba como una detonación.

La luz de la luna se había posado como un velo de gasa blanca sobre el techo del Bosque Retorcido. El aire caliente era espeso y la noche estaba avanzada cuando Excorio se puso en marcha. Aunque se diera prisa, necesitaría una hora para llegar al claustro. La larga espada le destellaba en el puño. El rojo de las zarzamoras le manchaba las comisuras de la boca sin labios.

Dejó atrás los árboles y las largas pendientes donde las matas de enebro se agazapaban en la oscuridad como animales o figuras deformes. Había bordeado el agua y encontró una bruma viscosa tendida como una amante a lo largo del río, adaptándose a las curvas y abrazada a un cuerpo que no dejaba de croar, pues las ranas habían dado voz al aire de la noche. La luna flotaba por detrás de los efluvios miasmáticos, y se combaba en ese espejo deformante. El aire era nauseabundo como consecuencia del calor canicular, y estaba tan viciado como si hubiera sido respirado antes, y exhalado tres veces, ya rancio. Sólo en los pies notaba Excorio cierta frescura. Hundiéndolos hasta los tobillos en el rocío, le parecía que estaba vadeando su propio sudor.

A cada paso, crecía en él la impresión de que se acercaba a algo horrible. A Cada paso, el claustro avanzaba a saltos hacia su encuentro, y el corazón le martilleaba. Fruncía la piel entre los ojos. Seguía avanzando a grandes trancos.

Tenía la muralla exterior del castillo encima. Se desmoronaba bajo la luna, y brillaba donde las colonias de lagartos se aferraban a la desmenuzada superficie.

Pasó bajo una arcada. La yedra indomable que la tapizaba se encontraba casi en el centro de la abertura; agachando la cabeza, Excorio se abrió paso a través de una fisura en el follaje. Una vez dentro, los terrenos de Gormenghast se desplegaron funestamente ante él, con una intimidad distante, como un rostro familiar que después de limitarse a mostrar durante años una veintena de expresiones habituales, presentara de pronto un aspecto por completo desconocido.

Manteniéndose todo lo posible al resguardo de las sombras, Excorio avanzó rápidamente por el suelo irregular hacia el ala de la servidumbre. Estaba pisando terreno prohibido. La condesa lo había excomunicado, y cada paso que daba era una nueva ofensa.

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