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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (62 page)

BOOK: Titus Groan
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Vulturno, en cuanto la habitación dejó de girar a su alrededor y recobró el sentido del equilibrio, atravesó la sala con una determinación mortífera, aunque el machete le temblara en la mano. El sonido de sus pisadas sobre la madera sobresaltó a Excorio, que echó una rápida ojeada por encima del hombro al claro de luna. La lluvia había cesado, y salvo el melancólico susurro de los techos goteantes de Gormenghast, había un gran silencio.

Excorio había comprendido de pronto que el golpe final, el golpe decisivo, el golpe mortal no podía ocurrir en la Sala de las Arañas. Sin esta convicción hubiera atacado a Vulturno mientras se apoyaba en la pared del fondo, todavía aturdido. Pero se quedó de pie junto a la abertura de luz de luna, una escuálida figura con las rodillas deformadas por los gruesos vendajes de tela, y aguardó a que el chef se acercase mientras se frotaba las vértebras del cuello dolorido con los dedos largos y huesudos. Y entonces vino la embestida. Vulturno arremetió contra él con el machete en alto, el lado izquierdo de la cabeza y el hombro izquierdo relucientes de sangre, dejando detrás una estela roja. Justo delante de la abertura había un zócalo de seis pulgadas en el que terminaba el suelo. Más allá la pared caía en vertical unos tres pies hasta un terrado amurallado y rectangular. Esta noche no había tal caída, pues un gran lago de agua de lluvia subía hacia el suelo polvoriento de la sala. Alguien que desconociera el lugar, podría pensar que el lago iluminado por la luna tenía una gran profundidad. Excorio pasó de espaldas por encima del zócalo, y al bajar el pie por el otro lado, levantó una fuente de espuma de color amarillo limón. Casi enseguida, retrocedía con sus largas patas de araña por un agua tibia como té. El aire, a pesar del aguacero, seguía siendo tan opresivo como siempre. El terrible peso del calor no se había dispersado.

Entonces ocurrió algo horrible: Vulturno, que lo seguía a toda velocidad, tropezó con el zócalo, e incapaz de frenar su ímpetu, se precipitó como una avalancha en el agua tibia. El machete se le escapó de la mano, y girando a la luz de la luna cayó como un tizón encendido en el lejano y dorado silencio del agua. Vulturno, boca abajo y revolcándose como un monstruo marino, intentaba ponerse de pie. Excorio llegó junto a él en el preciso momento en que el chef, con un titánico esfuerzo, retorcía el tronco y encontraba un punto de apoyo momentáneo; pero enseguida volvió a perderlo, y contorsionándose alrededor, cayó otra vez, ahora de espaldas en el agua, y allí se quedó flotando mientras agitaba furiosamente brazos y piernas en medio de remolinos que se propagaban en todas direcciones hasta los bordes más alejados. Durante un momento, consiguió respirar, pero sólo él hubiera podido decir si esta ventaja compensaba tener que ver el elevado y oscuro cuerpo de su enemigo con los brazos en alto, agarrando con ambas manos la empuñadura de la espada, y apuntándole a la base de las costillas. El agua de alrededor estaba enrojeciendo, y los ojos del chef, como dos canicas de cartílago, rodaron a la luz de la luna cuando la espada se hundió profundamente. Excorio no se molestó en retirarla. La espada quedó allí como un mástil de acero cuyas velas hubieran caído sobre la cubierta, como si tuvieran vida propia, independiente de la marea o el viento, y brincaran y se agitaran en una desagradable turbulencia. En lo alto del mástil, en la empuñadura circular, como un nido de cuervos, no había ningún vigía pirata. Excorio, apoyado contra el muro exterior de la Sala de las Arañas, con el agua hasta las rodillas, observaba entornando los ojos los últimos estertores de la muerte cuando oyó un sonido por encima de él. Con un escalofrío de carne de gallina, apartó la mirada y se encontró delante de una cara, una cara que sonreía en la luz plateada de las profundidades de la sala. Los ojos eran circulares y la boca se abría, y cuando el silencio lunar descendió como para siempre en una vasta sábana blanca, el prolongado grito de un búho de la muerte la desgarró como si fuera de calicó, de extremo a extremo.

DESAPARECIDOS

EN LOS AÑOS VENIDEROS, Excorio se sobrecogería casi todos los días al recordar lo que ocurrió inmediatamente después. Volvía a él como recurren los sueños, de repente y sin que nadie los llame. El recuerdo era siempre fantasmagórico, pero no menos que las horas que siguieron a la muerte de Vulturno; horas que parecían salir de un monstruoso reloj sobre cuya esfera, como en la cara de un tambor, estuviese estirada la piel del cocinero muerto, un reloj cuyas manecillas dejaban un rastro de sangre a través de los largos minutos mientras se movían en un trance circular. Excorio se movía con ellas.

Recordaba al conde, despierto en la ventana; sostenía en la mano el bastón de pomo de jade, y se metía en el lago de lluvia. Al tocar al chef con la puntera, el cadáver se había retorcido un instante y luego se había estirado como si estuviera vivo y quisiera quedarse allí contemplando la luna. El conde le había cerrado los ojos, moviendo los pétalos de pulpa sobre los respectivos globos sanguinolentos.

—Excorio —había dicho lord Sepulcravo.

—¿Señoría? —contestó el criado con voz ronca.

—No ha respondido a mi saludo.

Excorio no entendía. ¿Saludo? El conde no le había hablado. Luego recordó el grito del búho. Se estremeció.

Lord Sepulcravo golpeó con el bastón la empuñadura de la espada-mástil.

—¿Cree que lo disfrutarán? —dijo, separando los labios lentamente—. Habrá que llevarlo hasta ellos. Es lo menos que podemos hacer.

Sobre la pesadilla que siguió entonces baste decir que las largas horas de esfuerzos culminaron en la Torre de los Pedernales, a la que habían arrastrado el cuerpo después de hacerlo pasar por una brecha en las almenas. A través de esta brecha se vaciaba el lago, y Vulturno había descendido a la luz de la luna por una centelleante cascada de doscientos pies de altura; habían encontrado el cuerpo en la grava húmeda como un pellejo reventado y borboteante del tamaño de una sábana. Consiguieron una cuerda y un gancho y llevaron a cabo la interminable tarea.

El blanco silencio era aterrador. La luz de la luna era una capa de escarcha sobre la Torre de los Pedernales. El casco de la biblioteca brillaba en la lejanía, más allá de la larga hilera de salas ruinosas, pabellones y estructuras abovedadas. A la derecha, los iluminados bosques de pinos estaban atravesados por líneas de medianoche. Esparcidas en el suelo, alrededor, había unas cuantas piñas, como tallas de marfil, que las sombras sujetaban a la tierra pálida.

Lo que antaño fuera Vulturno relucía.

Y el conde había dicho:

—Excorio, ha llegado mi hora. Tiene que marcharse de aquí, Excorio. Tiene que alejarse. Ha llegado la hora de mi reencarnación. Tengo que quedarme a solas con él. La gloria de usted es haberlo matado. La mía será entregárselo a
ellos
. Adiós, mi vida comienza. Adiós…, adiós.

Se había ido, sujetando todavía la cuerda, y Excorio se había alejado hacia el castillo medio corriendo medio andando, mirando atrás por encima del hombro, temblando de pies a cabeza. Cuando se detuvo, el conde estaba junto a la abertura devorada por el tiempo, al pie de la torre, arrastrando el reluciente regalo.

Un momento más tarde, había desaparecido, y el peso aplastado onduló al deslizarse sobre los tres peldaños que conducían a la entrada corroída, mostrando borrosamente la forma de los escalones.

Todo empezó a dar vueltas: la torre, los pinos, el cadáver, la luna, e incluso el inhumano grito de dolor que saltó a la noche desde la garganta de la torre, no el grito de un búho sino de un hombre a punto de morir. El eco seguía resonando y el flaco y extenuado criado cayó desmayado a medio camino mientras el cielo por encima de la torre palidecía con los iluminados cuerpos de los búhos que giraban alrededor; y en la entrada de la torre hubo un gran desorden de plumas, picos y garras, pues los dos restos incongruentes empezaban a ser devorados.

LAS ROSAS ERAN PIEDRAS

SOLO, EN MEDIO DEL BOSQUE RETORCIDO, como si él mismo fuera una rama, inquieto entre los arraigados árboles, se movía rápidamente, y el ruido de sus rodillas era cada día más familiar para los pájaros y las liebres.

Rayado con franjas de sol allí donde la arboleda era menos frondosa, y oscuro como las mismas sombras donde el sol no penetraba, se movía como si alguien lo persiguiera. Había dormido tanto tiempo en el pasillo frío y tenebroso que al principio, al despertarse por la mañana sin ninguna protección contra el alba, o al echarse a dormir, indefenso frente al crepúsculo y la oscuridad, no podía evitar sentirse desnudo y vulnerable. La naturaleza, parecía, era inmensa como Gormenghast. Pero con el paso del tiempo, aprendió a descubrir los más secretos atajos de las colinas y los montes, de las escarpas y los pantanos, a seguir el sinuoso curso de los ríos y los afluentes bordeados de hierbas.

Se daba cuenta de que aunque el crudo dolor por el mundo que había perdido seguía en él, los esfuerzos a que lo obligaba la necesidad de sobrevivir y el acopio de ingenio que este tipo de vida requería tenían sus compensaciones. Día a día aprendía a desenvolverse en este nuevo mundo. Se sentía orgulloso de las dos cuevas que había descubierto en las laderas de la montaña de Gormenghast. Las había desembarazado de rocas y matas. Había construido los hornos de piedra y las mesas de roca, las vallas a la entrada para desanimar a los zorros, y las camas de follaje. Una se encontraba al sur, en los lindes del territorio inexplorado. Era la más remota, y le estremecía los huesos, pues la montaña se interponía entre él y el distante castillo. La segunda cueva estaba en la ladera norte, y aunque algo más pequeña, resultaba más accesible en las noches lluviosas. Pero la vivienda primera y principal era una choza que había levantado en un claro del Bosque Retorcido. Estaba orgulloso de su creciente habilidad en la caza de cortejos y de sus éxitos con la red que tan pacientemente había anudado con fibras de raíces. Era una delicia saborear el pescado que preparaba y comía a solas en la sombra de la choza. Los largos atardeceres eran como eternidades doradas; sofocantes y silenciosos aparte de algún aleteo ocasional o el grito de un ave de paso. Un riachuelo que era casi un cauce seco fluía por delante de la puerta y desaparecía hacia el sur en las sombras del sotobosque. Él amor de Excorio por este claro secreto que había elegido creció junto con un instinto silvestre que quizá llevaba latente en la sangre y con la satisfacción de tener algo propio, una choza que había construido con sus propias manos. ¿Era esto rebeldía? No podía saberlo. Al acabar el día, se sentaba en la puerta con las rodillas bajo el mentón y las huesudas manos agarradas a los codos, y miraba delante de él con aire meditativo (con aire malhumorado, hubiera pensado un extraño) cómo las sombras se alargaban pulgada a pulgada. Repasaba entonces mentalmente toda la historia de Gormenghast tal como la había vivido. El recuerdo de Fucsia, ahora que ya no podía verla, era doloroso, pues la echaba de menos de un modo que antes no hubiera creído posible.

Pasaron las semanas, y se hizo más hábil, y ya no tenía que quedarse medio día a la entrada de las madrigueras con un palo en la mano; ni perder largas horas junto al río, pescando en los sitios menos promisorios. Ahora podía dedicar mucho más tiempo a preparar la cabaña para el otoño ya cercano y el invierno inevitable, a explorar nuevos territorios y a meditar a la luz del sol poniente. Era sobre todo en estos momentos cuando le volvía la horrible pesadilla. La forma de una nube en el cielo, una simple cucaracha roja, cualquier cosa podía despertar súbitamente el horror; entonces, se clavaba las uñas en las palmas de las manos mientras el recuerdo del asesinato y la posterior muerte del conde le decoloraban el cerebro.

Pocos eran los días en que no escalaba las estribaciones de la montaña, o no iba al linde del Bosque Retorcido para ver la larga y quebrada línea de la espina dorsal de Gormenghast. La prolongada soledad le hacía pensar que no había otra realidad que la del bosque, y a veces se encontraba corriendo desgarbadamente por entre los troncos, temiendo de pronto que Gormenghast no existiese, que él lo hubiera soñado todo, pensando que él no pertenecía a ningún sitio ni a nada y que era el único hombre vivo en un sueño de ramas interminables.

La visión de ese quebrado horizonte, tan íntimamente ligado a sus primeros recuerdos, le aseguraba que aunque él estuviese desterrado y abandonado, lo que había dado propósito y orgullo a su vida seguía allí, y que no era sueño ni fábula sino tan real como la mano con la que se protegía los ojos: una realidad de piedra inmemorial, donde vivía, donde moría y donde ahora acababa de rebrotar la noble dinastía de los Groan.

En uno de esos atardeceres, después de haber escudriñado un rato el castillo, echó una última mirada a las coruscantes casas de barro, e incorporándose empezó a desandar el camino de vuelta. Pero de repente cambió de opinión, retrocedió un centenar de pasos, giró a la izquierda y penetró con asombrosa rapidez en un valle de espinos en apariencia impenetrable. Estos árboles achaparrados pronto dejaron sitio a unos arbustos dispersos; unas pocas hojas —muchas habían caído con la sequía— colgaban de las ramas frágiles gracias al agua tardía proporcionada a las raíces por la tormenta de la noche del crimen. El perfil del valle se veía ahora más claramente, y cuando Excorio acabó de atravesar la última barrera de arbustos, unas pendientes cenicientas se elevaron a los lados; la hierba era lisa y fláccida como una melena, y no había ni una pálida brizna levantada en el aire inmóvil. Descansó en la cálida pendiente de la derecha. Tenía las rodillas levantadas (pues los ángulos eran intrínsecos a su estructura, tanto en actividad como en reposo) y contemplaba distraídamente el brillo de la hierba por encima del brazo extendido.

No descansó mucho rato, ya que deseaba llegar a la cueva norte antes que anocheciese. No había estado allí desde hacía algún tiempo, y había cedido a este repentino antojo con una especie de placer aciago. El sol estaba ya muy alejado del cenit, suspendido en la bruma, a unos cuantos grados por encima del horizonte.

El panorama desde la cueva norte era insólito, y transmitía algo que en la imaginación de Excorio no podía ser otra cosa que placer. En esta nueva y extraña existencia, en esta vastedad tan alejada de pasillos y salas, de bibliotecas incendiadas y cocinas húmedas, estaba siempre descubriendo cosas que despertaban en él una nueva sensación, un interés por los fenómenos que nada tenía que ver con la obediencia y el ritual, algo que Excorio esperaba no fuera una herejía: las múltiples formas de las plantas y las diferentes texturas de las cortezas de los árboles, la diversidad de peces y pájaros y piedras. Por temperamento, no era hombre que reaccionara con entusiasmo ante la belleza, pues ni siquiera se le había ocurrido pensar alguna vez en la belleza como tal. No era propio de él pensar en conceptos. Su placer era de un tipo más austero y práctico; pero había algo más. Cuando un rayo de luz caía sobre una zona oscura, levantaba los ojos al cielo buscando la fisura por la que se había metido el sol. Luego, satisfecho, volvía los ojos al juego de los rayos de luz, y los contemplaba un buen rato. No es que pensara que fueran dignos de atención; imaginaba más bien que algo raro le sucedía a él por perder el tiempo de manera tan poco provechosa. Pasaron los días y descubrió que se desplazaba de aquí para allá por toda la región para estar así a tiempo en algún sitio y observar a las ardillas en los robles al mediodía, el regreso de los grajos, o la muerte del día desde alguna atalaya recién descubierta.

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