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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (29 page)

BOOK: Titus Groan
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Excorio dio media vuelta, y acompañado por el crujido de sus rodillas desapareció en las sombras. Al llegar al extremo de la sala, apartó las cortinas que ocultaban la pesada puerta de roble, corrió el pestillo, y subió por los tres escalones hacia el aire nocturno. Por encima de su cabeza, las enormes ramas de los pinos se frotaban rechinando unas contra otras. El cielo estaba cubierto, y si no hubiera pasado por allí de noche miles de veces, sin duda se habría perdido en la oscuridad. Adivinaba a la derecha la espina del ala oeste, aunque no la veía. Continuó caminando y diciéndose mentalmente: —¿Por qué ahora? Tuvo todo el verano para ver a su hijo. Pensé que lo había olvidado. Tendría que haberlo visto hace mucho. ¿A qué viene todo esto? El heredero de Gormenghast atravesando bosques en una noche fría. Equivocado. Peligroso. Un posible resfrío. Pero su señoría sabrá lo que hace. Él sabrá. Yo no soy más que el criado. Su criado personal. Nadie más lo es. Me eligió, a MÍ, a Excorio, porque confía en mí. Tiene buenas razones, ¡ja, ja, ja! ¿Por qué?, se preguntan todos. ¡Ja, ja, ja! Silencioso como una tumba. Ésa es la razón.

A medida que se aproximaba a la Torre de los Pedernales había menos árboles y unas pocas estrellas aparecieron en el cielo negro. Para cuando llegó al cuerpo del castillo, las nubes nocturnas no ocultaban más que la mitad del cielo, y alcanzó a distinguir unas formas borrosas en la oscuridad. De pronto se detuvo, con el corazón golpeándole las costillas, y alzó los hombros hasta las orejas; pero pronto comprendió que el vago y obeso bulto de oscuridad a unos pocos pies de distancia era un arbusto de boj recortado y no la figura maligna que lo observaba últimamente.

Siguió andando y por fin llegó a una puerta, debajo de una arcada. Algo, que ni él mismo podía explicarse, hizo que no la abriera enseguida y subiera las escaleras yendo en busca de Tata Ganga. Que hubiera visto a través de la arcada y la oscuridad del patio de la servidumbre una luz tenue en un edificio de las cocinas, no era ninguna rareza. Por lo general siempre había alguna luz en las dependencias de las cocinas, a pesar de que a estas horas de la noche casi todo el personal se había retirado a los dormitorios subterráneos. Un aprendiz, al que se hubiera impuesto una tarea extraordinaria después de su jornada laboral, podía estar fregando el suelo, o unos pocos cocineros podrían haberse quedado allí preparando algún plato especial para la mañana siguiente.

Esta noche, sin embargo, la tenue luz verdosa de un ventanuco le llamó la atención, y antes de darse cuenta de hasta qué punto esto lo intrigaba, comprobó que los pies se le habían adelantado al pensamiento y lo llevaban a través del patio.

De camino se detuvo dos veces para decirse a sí mismo que estaba embarcándose en una excursión inútil, especialmente en una noche tan fría como ésa, pero aun así siguió adelante, guiado por una inquietud ilógica e inquisitiva en la que no cabía el buen juicio.

No conseguía adivinar de qué habitación procedía ese cuadrado de luz verdosa. Había algo enfermizo en el color. En el patio no había nadie; no se oían más pisadas que las suyas. La ventana era demasiado alta, incluso para él, y era imposible mirar dentro; aunque podía alcanzarla fácilmente con las manos. Una vez más se preguntó a sí mismo: —¿Qué estás haciendo? Pierdes el tiempo. Lord Sepulcravo te ha dicho que le lleves a Tata Ganga y la criatura. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué haces?

Pero el cuerpo enjuto se le había anticipado otra vez, y se encontró haciendo rodar un tonel vacío que estaba arrimado a la pared del claustro.

No era fácil en la oscuridad mantener en equilibrio el barril inclinado y hacerlo rodar de canto hasta el cuadrado de luz, pero al fin consiguió con muy poco ruido ponerlo justo debajo de la ventana.

Incorporándose, alzó la cabeza hacia la luz que emanaba como un flujo de gas y flotaba alrededor de la ventana en la bruma de la noche de otoño.

Con el pie derecho ya sobre el barril, advirtió que si se alzaba hasta el centro de la ventana, expondría la cara a la luz del cuarto. Por qué, no lo sabía, pero la curiosidad que había sentido bajo la arcada era ahora tan fuerte que después de bajar del barril y empujarlo a la derecha del ventanuco, volvió a subirse encima con una prisa que lo sorprendió. Extendió los brazos a ambos lados contra la invisible pared, y a medida que movía gradualmente la cabeza hacia la izquierda, un sudor le corrió por los dedos, separados como las varillas de un abanico de hueso. A través del cristal veía ya —a pesar de las viejas y polvorientas telarañas, suspendidas como hamacas llenas de moscas— las lisas paredes de piedra del interior del cuarto; pero tuvo que mover la cabeza un poco más hacia la luz, para tener una buena perspectiva del suelo.

La luz que se filtraba por la ventana como una borrosa calina, sacaba fuera, como de una tela oscura, las principales formaciones óseas de la cabeza de Excorio, dejando las cuencas de los ojos, el cabello, el área entre la nariz y el labio inferior, y todo lo que se extendía por debajo de la barbilla, como partes auténticas de la noche. Era una máscara suspendida en la oscuridad.

Excorio la levantó pulgada a pulgada, hasta que por fin vio lo que por una especie de presentimiento profético había sabido que estaba destinado a ver. Una intensificación de ese horrible verde que había observado desde el otro lado del patio llenaba el aire de la habitación. La lámpara, colgada de una cadena del centro del techo, estaba metida dentro de un globo de cristal verde lima. La luz fantasmal envolvía todas las cosas en una aureola teatral.

Pero Excorio no tenía ojos para los pocos objetos desperdigados en este nebuloso escenario de pesadilla. No veía otra cosa que una enorme, siniestra y nauseabunda
presencia
que hizo que se tambaleara en el barril y apartara la cabeza para refrescarse la frente contra la piedra fría de la pared.

A LA LUZ VERDE LIMA

A PESAR DE LAS NÁUSEAS, Excorio no podía dejar de preguntarse qué era lo que Abiatha Vulturno estaría haciendo. Apartó la cabeza de la pared y la desplazó poco a poco hacia la posición anterior.

Esta vez se sorprendió al ver que la habitación parecía vacía, pero sobresaltado por la aterradora proximidad, descubrió que el chef estaba sentado en un banco adosado al muro justo debajo de él. No era fácil distinguirlo claramente a través de la suciedad y las telarañas de la ventana, pero la gran cúpula lívida de la cabeza, envuelta en la blancura matizada de verde de las ropas hinchadas, le parecieron, cuando las vio, casi al alcance de la mano. Esta proximidad le inyectó en los huesos una sensación de horror exquisito. Observó fascinado la pulposa calvicie del cráneo del chef, y mientras miraba, una porción de la pálida felpa se contrajo en un espasmo, desalojando una mosca de octubre. Nada más se movía. Excorio apartó los ojos un instante y vio una piedra de amolar apoyada contra la pared de enfrente, junto a un taburete de madera. A la derecha había dos cajas, separadas por unos cuatro pies una de otra. A ambos lados de estas cajas de madera, dos líneas de tiza más o menos paralelas corrían lateralmente a lo largo de la habitación debajo de Excorio. Cerca de la pared de la izquierda, torcían a la derecha, manteniendo la misma distancia entre ellas, pero en esta nueva dirección no podían proseguir más que unos pocos pies antes de tropezar con la pared. En este punto había algo escrito a tiza entre las líneas, y una flecha apuntaba a la pared. Era difícil descifrar la escritura, pero al fin Excorio consiguió leer:
Hacia los Novenos Escalones
. La lectura de la inscripción fue como una sacudida eléctrica para Excorio, pues los Novenos Escalones eran los que conducían al dormitorio de lord Sepulcravo desde el piso inferior. Volvió los ojos rápidamente al tosco globo craneano que tenía debajo, pero no advirtió ningún movimiento, exceptuando quizá el ligero temblor de la respiración del chef.

Excorio volvió a mirar a la derecha y comprendió que las dos cajas representaban o bien una puerta o bien alguna especie de entrada de la que salía ese pasillo de tiza antes de doblar a la derecha hacia los Novenos Escalones. Pero ahora se fijó en un saco alargado que en un principio no le había llamado la atención. Parecía que lo hubiesen doblado para ponerlo entre las dos cajas, aunque un poco más adelante. Mientras lo examinaba, algo lo aterrorizó, algo sin nombre que aún no llegaba a entender del todo, pero que lo hacía retroceder.

Un movimiento debajo de él le arrancó los ojos del saco y una forma enorme se alzó, cruzó la habitación, y la blancura de las ropas envolventes se tiñó con el verde lima de la lámpara. La forma se sentó junto a la piedra de amolar. Tenía en la mano algo que parecía un arma pequeña, comparada con las proporciones de la mole, pero que era en realidad un machete de doble mango.

Los pies de Vulturno se movieron sobre los pedales de la muela, que empezó a girar. El chef le echó encima tres o cuatro rápidos escupitajos, y con un hábil movimiento deslizó sobre la piedra rechinante la hoja del machete, afilado ya como una navaja. Doblado sobre la muela, miraba de cerca la hoja temblorosa, llevándosela de vez en cuando al oído, como para escuchar la fina y cantarina nota que quizá escapase del indecible filo del acero.

Luego volvía a doblarse y seguía amolando la hoja durante varios minutos antes de escuchar una vez más el filo invisible. Excorio empezaba a perder contacto con la realidad de lo que veía y el cerebro le flotaba en alguna ensoñación cuando de pronto vio que el chef se incorporaba y se encaminaba hacia la pared donde concluía el camino de tiza y la flecha apuntaba a los Novenos Escalones. Tras quitarse los zapatos, alzó la cabeza por primera vez, de modo que Excorio pudo ver la expresión que le rezumaba en la cara.

Tenía una mirada metálica y asesina, mientras que la boca le colgaba abierta en una sonrisa amplia y fatua.

Siguió entonces lo que a Excorio le pareció una danza extraordinaria, un grotesco ritual de piernas, y pasó un buen rato antes de entender, mientras el cocinero se adelantaba con pasos lentos y estudiados entre las líneas de tiza, que estaba practicando cómo andar de puntillas sin hacer ningún ruido. —¿A qué estará jugando? —se preguntó Excorio, observando a Vulturno, que avanzaba paso a paso con el machete centelleando en la mano derecha y un aire de dolorosa concentración. Excorio echó otra ojeada a la flecha de tiza—. Ha subido la Novena Escalera. Ha girado a la izquierda por el gastado pasillo. No hay ninguna habitación a la derecha o a la izquierda de ese pasillo, estoy seguro.
Se acerca a la Habitación
. —En las tinieblas, Excorio se puso lívido como la muerte.

Las dos cajas sólo podían representar una cosa: las jambas de la puerta del dormitorio de lord Sepulcravo. Y el saco…

Vio cómo el chef se acercaba a la imagen de él mismo, dormida ante la puerta del conde, y enroscada como siempre. Para entonces, la lentitud con que Vulturno se aproximaba era inacabablemente lenta. Los pies de gruesas plantas bajaban pulgada a pulgada, y cada vez que tocaban el suelo la figura inclinaba a un costado la cabeza de sebo, y con los ojos en blanco escuchaba el ruido de su propia pisada. Cuando estuvo a tres pies del saco, alzó el machete con ambas manos, y espatarrando las piernas para conseguir un mejor equilibrio, adelantó los pies, uno tras otro, en pequeños, silenciosos desplazamientos. Ya había determinado la distancia que lo separaba del dormido y odiado emblema. Excorio cerró los ojos al ver que el machete se alzaba en el aire por encima del hombro abombado y el acero centelleaba a la luz verde.

Cuando volvió a abrir los ojos, ya no vio a Abiatha Vulturno junto al saco, que parecía estar exactamente en el sitio de antes. Vulturno había vuelto a la flecha de tiza y avanzaba de nuevo sigilosamente. El horror que había invadido a Excorio se agravó aún más en el momento en que se le ocurrió una pregunta. ¿Cómo sabía Vulturno que él dormía con el mentón en las rodillas? ¿Cómo sabía Vulturno que dormía siempre con la cabeza vuelta hacia el este? ¿Lo había estado espiando mientras dormía? Excorio apretó la cara contra la ventana por última vez. La espantosa repetición de aquel movimiento asesino, Vulturno acercándose de puntillas hacia el saco, golpeó de tal modo los centros nerviosos de Excorio que las rodillas le flaquearon, cayó en cuclillas sobre el barril y se pasó el dorso de la mano por la frente. De pronto no tenía más que una idea: escapar. Escapar de una zona del castillo que albergaba a tan diabólica criatura; escapar de esa ventana de luz verde; saltando a toda prisa del barril, avanzó a traspiés por las brumosas tinieblas, y sin volver otra vez la cabeza hacia la escena del horror se encaminó hacia la arcada donde tan portentosamente había cambiado de rumbo.

En cuanto penetró en el edificio, fue directamente a la escalera principal y con gigantescas zancadas subió como una mantis religiosa hasta el cuarto de la señora Ganga. Pero como Tata Ganga vivía en el ala oeste, había que dar numerosos rodeos por salas y pasillos.

Tata Ganga no estaba allí, y Excorio fue directamente a la habitación de lady Fucsia, donde, como había imaginado, encontró a la anciana sentada junto al fuego, con poca de la deferencia que hubiera debido mostrar a la hija del conde. Fue el golpe de nudillos de Excorio lo que despertó a Fucsia y sobresaltó a la anciana. Antes de llamar, había permanecido varios minutos detrás de la puerta, tratando de recuperar la compostura. Se vio a sí mismo golpeando con la cadena la cara de Vulturno, en la Sala Fresca, hacía mucho tiempo, le parecía ahora. Se puso a sudar otra vez y se secó las manos en los costados antes de entrar. Tenía la garganta reseca, y había visto la bandeja aun antes que a lady Fucsia y a la señora Ganga. Era lo que necesitaba. Algo para beber. Dejó la habitación con paso más firme, y se marchó diciendo que esperaría a la señora Ganga y a Titus bajo la arcada y los acompañaría a la biblioteca.

REAPARICIÓN DE LAS MELLIZAS

EN EL MISMO MOMENTO en que Excorio salía del dormitorio de Fucsia, Pirañavelo apartaba su silla de la mesa de los Prunescualo, donde acababa de saborear, en compañía del doctor y de su hermana Irma, un tiernísimo pollo, una ensalada y una jarra de vino tinto; y ahora, con el café que los esperaba en una mesita junto al fuego, los tres se disponían a instalarse en un lugar más cálido y permanente. Pirañavelo fue el primero en levantarse; se deslizó alrededor de la mesa, y llegó justo a tiempo para retirar la silla de la señorita Prunescualo y ayudar a que se incorporara. Ella era perfectamente capaz de cuidar de sí misma; en realidad lo había hecho durante años, pero se apoyó en el brazo del muchacho mientras asumía lentamente la posición vertical.

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