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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (28 page)

BOOK: Titus Groan
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—¿Quién es? —chilló Tata—. ¿Quién es?

—Excorio —respondió el criado de lord Sepulcravo.

La puerta se abrió unas pulgadas y un rostro huesudo apareció en lo alto del hueco de la puerta.

—¿Bien? —dijo Tata Ganga sacudiendo bruscamente la cabeza—. ¿Bien? ¿Bien? ¿Qué sucede?

Fucsia se volvió y examinó la estrecha abertura entre la puerta y la pared, hasta descubrir las facciones cadavéricas.

—¿Por qué no entras? —dijo.

—No he sido invitado —respondió monótonamente Excorio, y entró en la habitación; las rodillas le crujían con cada paso que daba. Volvió los ojos rápidamente de Fucsia a la señora Ganga y de la señora Ganga a Titus, los posó unos instantes en la repleta bandeja junto a la chimenea, y luego miró otra vez a Fucsia, envuelta en la manta. Al ver que la muchacha continuaba mirándolo, levantó mecánicamente la mano derecha como un manojo de garras embotadas y empezó a rascarse un chichón prominente en la parte de atrás de la cabeza.

—Mensaje del conde, mi señoría —dijo, volviendo a posar los ojos en la bandeja.

—¿Quiere verme? —preguntó Fucsia.

—Lord Titus —contestó Excorio, devorando con los ojos la tetera, los bollos tostados, el pan de pasas, la mantequilla, los huevos y el tarro de miel.

—¿Está diciendo que quiere ver al pequeño Titus? —chilló la señora Ganga, intentando tocar el suelo con los pies.

Excorio asintió mecánicamente.

—Tiene que reunirse conmigo. Junto a la arcada del patio. Ocho y media —añadió Excorio, restregándose las manos contra la ropa.

—Quiere ver a mi pequeño conde —susurró la anciana niñera a Fucsia, que aunque ya no tenía aversión a su hermano, tampoco compartía la excitada devoción de Tata—. Quiere ver a mi pequeño cielo.

—¿Por qué no? —dijo Excorio. Y volvió al mutismo de siempre, después de añadir—: Nueve en punto. Biblioteca.

—Oh, mi pobre corazón, a esas horas ya tendría que estar en camita —farfulló Tata, apretando a Titus todavía con más fuerza.

—Excorio —dijo Fucsia, que también había estado mirando la bandeja de la merienda—, ¿quieres comer algo?

A manera de respuesta, el escuálido criado se encaminó inmediatamente hacia una silla que había localizado con el rabillo del ojo, la puso entre las dos mujeres, y se sentó. Luego extrajo un reloj deslustrado, le lanzó una mirada ceñuda, como si se tratara de un enemigo mortal, y volvió a guardarlo en un secreto escondrijo del grasiento traje negro.

Tata consiguió al fin bajarse de la silla, puso a Titus sobre un cojín delante del fuego, y empezó a servir el té. Encontró otra taza para Excorio, y durante un rato, los tres permanecieron sentados en silencio, comiendo o bebiendo, y alargando la mano hasta la bandeja para coger lo que precisaran, pero sin preocuparse por mirar a los demás. Las llamas bailaban en la habitación, y el calor era bien recibido, ya que en el exterior o en los pasillos, las húmedas y frías corrientes de aire otoñales calaban la carne hasta los huesos.

Excorio volvió a sacar el reloj, se secó la boca con el revés de la mano, se puso de pie, y volcó un plato que estaba junto a la silla; el plato cayó al suelo y se rompió. El ruido sobresaltó a Excorio, y con mano temblorosa se aferró al respaldo de la silla. Titus torció la cara al oír el ruido, como si fuera a llorar, pero cambió de parecer.

Fucsia se sorprendió al descubrir una señal tan obvia de agitación en Excorio, a quien conocía desde la infancia y en quien nunca había observado muestras de nerviosismo.

—¿Por qué tiemblas? —dijo—. Antes nunca temblabas.

Excorio recobró la calma, se volvió a sentar bruscamente, y mostró a Fucsia una cara inexpresiva.

—Es la noche —dijo en tono neutro—. No duermo, lady Fucsia —Y estalló en una carcajada desanimada y lúgubre, como un cuchillo que rechinara sobre algo herrumbrado.

Enseguida estaba otra vez de pie, junto a la puerta. La abrió muy despacio y después de escudriñar el pasillo, desapareció centímetro a centímetro, cerrando la puerta con un golpe seco.

—A las nueve en punto —dijo Tata con una voz trémula—. ¿Por qué querrá tu padre ver a mi pequeño conde a las nueve en punto? Oh, mi pobre corazón, ¿para qué querrá verlo?

Pero Fucsia, agotada tras la larga jornada en los bosques chorreantes, estaba otra vez profundamente dormida, y las llamas rojas le bailaban aquí y allá sobre el rostro recostado.

LA BIBLIOTECA

LA BIBLIOTECA de Gormenghast estaba situada en el ala este del castillo, que sobresalía de la masa gris de los edificios centrales como una estrecha y desproporcionada península. A medio camino de esta alargada ala este, la Torre de los Pedernales se alzaba en una encumbrada y escarpada soberanía sobre todas las otras torres de Gormenghast.

En otros tiempos, esta torre marcaba los límites del ala este del castillo, pero las sucesivas generaciones la habían ido prolongando. En el lado exterior, los añadidos eran ahora parte de la tradición y habían creado un precedente para el Experimento; muchos de los antepasados de lord Groan habían dado rienda suelta a algún capricho arquitectónico, y habían incorporado los anexos más incongruentes. Algunos de estos añadidos ni siquiera prolongaban el cuerpo principal del edificio hacia el este, y los edificios se curvaban o se doblaban en ángulos rectos antes de reemprender el curso original de la piedra.

La mayoría de estas construcciones tenían ese aspecto de albañilería opresiva y tosca que caracterizaba el volumen principal de Gormenghast, si bien diferían considerablemente en cualquier otro aspecto; una de ellas estaba rematada por una enorme cabeza de león tallada en piedra, y que sostenía entre las fauces el cadáver fláccido de un hombre en cuyo cuerpo estaban cinceladas las palabras: Era un
enemigo de Groan
.

Al lado de esta estructura había una área rectangular repleta de columnas, colocadas tan cerca unas de otras que era difícil pasar entre ellas. Por encima, a unos cuarenta pies de altura, había un tejado perfectamente plano de losas cubiertas de yedra. Esta estructura no podía haber tenido nunca un propósito práctico ya que el espeso bosque de columnas hubiera servido sólo como excelente escenario para un fantástico juego de escondite.

Había muchos ejemplos de nociones excéntricas traducidas en arquitectura en la espina de edificios que se extendía hacia el este sobre el ondulado terreno, entre los espesos muros de coníferas; pero casi todos los edificios habían sido construidos con un propósito determinado, ya fuera como pabellón para fiestas y espectáculos, observatorio, o museo. Algunos, con una sala y galerías en tres de sus lados, habían sido destinados a conciertos y bailes. Uno sin duda había servido de pajarera, pues aunque ya en ruinas, conservaba aún en la sala central las ramas que habían colgado hacía mucho tiempo, suspendidas de herrumbrosas cadenas, y en el suelo había restos de tacitas, en las que habían bebido los pájaros; unas redes de alambre, rojas de orín, se mezclaban con las malas hierbas que crecían en el suelo.

A excepción de la biblioteca, el ala este, desde la Torre de los Pedernales, era una procesión de reliquias ruinosas y olvidadas, un Gólgota de albañilería que desfilaba en silencio por una avenida de lúgubres pinos cuyas agujas ocultaban el cielo.

La biblioteca se alzaba entre un edificio de cúpula gris y otro cuya fachada había estado enyesada tiempo atrás. La mayor parte del yeso se había caído, pero habían quedado unos trozos en la superficie, adheridos a las piedras. Por los descoloridos tonos de esos fragmentos se adivinaba que un fresco había adornado otrora toda la fachada del edificio. Ninguna puerta, ninguna ventana rompía la superficie de piedra. En uno de los pedazos de yeso de mayor tamaño, que después de haber arrostrado centenares de tormentas todavía estaba sujeto a la piedra, era posible distinguir la parte inferior de una cara, pero no había ninguna otra cosa reconocible entre los fragmentos.

La biblioteca, aunque más baja que los edificios contiguos, era en cambio mucho más larga. El sendero que discurría a lo largo del ala este, ya internándose en el bosque o ya a unos pocos pies de las calidoscópicas paredes sombreadas por los árboles perennes, acababa de pronto en una curva que llevaba a la puerta esculpida. Aquí desaparecía entre las ortigas de los tres anchos escalones que descendían hacia la menos impresionante de las dos entradas, pero que era sin embargo la que lord Sepulcravo utilizaba siempre para penetrar en el reino de la biblioteca. No le era posible visitar la biblioteca tan a menudo como deseaba, ya que el arduo deber de atender los compromisos que el inacabable ceremonial exigía, le robaba muchas horas cada día de su único placer: los libros.

A pesar de sus obligaciones, lord Sepulcravo solía acudir a este refugio cada anochecer, por muy tarde que fuera, y allí permanecía hasta el alba del día siguiente.

La noche en que mandó a Excorio en busca de Titus, lord Sepulcravo se encontró libre a las siete de la tarde, y sentándose en un rincón de la biblioteca, se hundió en una profunda ensoñación.

La sala estaba alumbrada por un candelabro cuya luz, incapaz de alcanzar las extremidades de la sala, sólo iluminaba los lomos de los volúmenes en las estanterías centrales de las largas paredes. Una galería de piedra rodeaba la biblioteca a unos quince pies del suelo; los libros que cubrían las paredes de la sala principal quince pies más abajo se unían a los de los altos estantes de la galería.

En medio de la sala, justo debajo de la luz, había una mesa alargada. Había sido tallada de un solo bloque de negrísimo mármol, y la pulimentada superficie reflejaba tres de los volúmenes más preciados de la colección de lord Sepulcravo.

Sobre las rodillas, que mantenía juntas, reposaba un libro de los ensayos de su abuelo, pero aún no lo había abierto. Los brazos le colgaban inertes a ambos lados, y tenía la cabeza apoyada en el terciopelo del respaldo de la silla. Vestía el traje gris que acostumbraba llevar en la biblioteca. Las delicadas manos le asomaban en las mangas amplias con la transparencia umbrosa del alabastro. Había permanecido así por espacio de una hora; la más profunda melancolía se manifestaba en todas las líneas de su cuerpo.

Parecía como si la biblioteca se extendiese alrededor, como si el conde fuera un núcleo. El abatimiento de Sepulcravo infestaba el aire e irradiaba el mal en todas direcciones. Todos los objetos de la gran sala absorbían esta melancolía. Las galerías en sombra meditaban con una lenta angustia; prolongándose hasta perderse en los oscuros rincones, hilera sobre hilera, cada libro parecía emitir su propia nota trágica en una monumental fuga de volúmenes.

En la actualidad no veía a la condesa más que en esas ocasiones en que el ritual de Gormenghast lo dictaba. Nunca habían encontrado en la compañía del otro alguna simpatía mental o física, y el matrimonio, aunque necesario desde el punto de vista sucesorio, nunca había sido feliz. A pesar de su intelecto, que como él sabía era muy superior al de ella, sentía y temía la pesada y enérgica vitalidad de su esposa, no tanto una vitalidad física como una pasión ciega por ciertos aspectos de la vida que para él no tenían ningún interés. Había sido un amor desapasionado, y si no fuera por la imperativa necesidad de un heredero varón para la casa Groan, hubieran renunciado alegremente a la turbadora aunque fértil unión. Durante el embarazo, la había visto sólo a largos intervalos. El insatisfactorio matrimonio había sin duda acrecentado su depresión innata, pero comparado con el lúgubre bosque de su inherente melancolía, no era más que un árbol de una región foránea que había sido trasplantado y absorbido.

No era este distanciamiento lo que entristecía al conde, nada tangible en verdad, sino una pena innata y constante.

Eran pocas las gentes con las que pudiera comunicarse al nivel de su propio pensamiento, y de éstas, sólo una le daba alguna satisfacción: el Poeta. Visitaba ocasionalmente a este hombre larguirucho de cabeza de cuña, y encontraba un interés momentáneo en el lenguaje abstracto con que se comunicaban sus vertiginosos entramados de conjeturas. Pero había en el Poeta un toque idealista, un cierto entusiasmo que irritaba a lord Sepulcravo, por lo que no se encontraban muy a menudo.

Las muchas obligaciones, que para otros hubieran sido fastidiosas y parecido fatuas, eran un alivio para su señoría y en parte lo ayudaban a olvidarse de sí mismo. Se sabía víctima incurable de una melancolía crónica, y de haber tenido que pasarse los días a solas, hubiera necesitado constantemente esas drogas que incluso ahora estaban ya minándole la salud.

Esta noche, sentado en silencio en la silla de respaldo de terciopelo, la mente se le había vuelto hacia varios temas, como un negro bajel que a pesar de navegar por muchas aguas tiene siempre debajo una imagen fúnebre reflejada entre las olas. Filósofos, y la poesía de la Muerte, el por qué de las estrellas y la naturaleza de esos sueños que lo perseguían cuando en las horas clorales antes del alba, el láudano edificaba para él un mundo de color de sebo de una lívida belleza.

Había meditado largamente y se aprestaba a coger una vela que tenía junto a él en una mesita e ir en busca de un libro más acorde con su humor que los ensayos que tenía sobre las rodillas, cuando sintió la presencia audaz y firme de otro pensamiento que ya había estado templando las ensoñaciones anteriores. Había empezado a hacerse notar como algo que nublaba y perturbaba la claridad de sus reflexiones en tomo al propósito y significado de la tradición y el linaje, y ahora que el pensamiento se había despojado de toda su carga erudita, el conde lo veía avanzar por su cerebro, tan desnudo como la primera vez que había visto a su hijo Titus.

La depresión no se le pasó; simplemente se desplazó a un lado. Lord Sepulcravo se puso de pie, y moviéndose en silencio devolvió el libro a una estantería de ensayos. También en silencio volvió a la mesa.

—¿Dónde estás? —dijo.

Excorio salió inmediatamente de la oscuridad de uno de los rincones.

—¿Qué hora es?

Excorio sacó su pesado reloj. —Las ocho, su señoría.

Lord Sepulcravo, con la cabeza colgando sobre el pecho, se paseó durante unos minutos de un lado a otro de la biblioteca. Excorio lo observó un rato; al fin el amo se detuvo delante del criado.

—Deseo ver a mi hijo. Dile a la niñera que lo traiga a las nueve. Tú los conducirás a través del bosque. Ya puedes marcharte.

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