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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (24 page)

BOOK: Titus Groan
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Saludó inclinando el cuerpo hacia adelante, según lo que era costumbre en otros tiempos, mientras cogía la copa estirando tiesamente las piernas, pues había retrocedido hasta apoyarse en el respaldo del sillón y era como si estuviera sentada en una cama.

De pronto, el doctor estaba de nuevo junto al sillón de Fucsia, inclinado sobre ella. Tenía las manos juntas en un gesto característico, anudadas bajo el mentón.

—Tengo algo para ti, querida. ¿Te lo ha dicho tu tata?

Los ojos del doctor se movieron a un costado de las gafas dándole un aire fantásticamente picaresco, que en aquella cara y para quienes lo vieran por primera vez, tenía que resultar como mínimo algo inquietante.

Fucsia se inclinó hacia adelante, las manos apoyadas sobre los brazos almohadillados del sillón.

—Sí, doctor Prune, muchas gracias. ¿Qué es? ¿Qué es?

—¡Aja! Ja, ja, ja, ja! Se trata de algo que podrás llevar, ¡ja, ja! Si te gusta y si no es demasiado pesado. No quiero fracturarte las vértebras cervicales, mi pequeña dama. ¡Oh, no! En nombre de la buena salud, no es ésa mi intención. Pero tendrás que ir con cuidado. Así lo harás, ¿no es cierto? ¡Ja, ja!

—Sí, sí —dijo Fucsia.

Se le acercó un poco más. —Yo sé que el nacimiento de tu hermanito te ha dolido, ja, ja.
Yo
lo sé. —El susurro se filtró entre los grandes dientes del doctor, muy débilmente, pero no tan débilmente como para que Pirañavelo no alcanzara a oírlo—. Tengo una piedra para tu pecho, mi querida niña, pues vi diamantes en tus conductos lacrimógenos cuando escapaste de la habitación de tu madre. Para contrarrestar esas lágrimas, si vuelven a brotar, se necesita una piedra más pesada, aunque quizá menos brillante, que te cuelgue sobre el pecho.

Los ojos de Prunescualo permanecieron inmóviles unos instantes. Las manos seguían entrelazadas bajo el mentón. Fucsia lo observaba en silencio.

—Gracias, doctor Prune —dijo por fin.

El médico se incorporó y gorjeó: —¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! —Luego volvió a inclinarse y susurró—: Así que he decidido darte una piedra de otra tierra.

Se metió la mano en el bolsillo, pero la retuvo allí mientras echaba una mirada por encima del hombro.

—¿Quién es ese amigo de ojos vehementes, mi Fucsia? ¿Lo conoces bien?

Fucsia sacudió la cabeza y sacó el labio inferior en una instintiva mueca de aversión. El doctor le guiñó el magnificado ojo derecho.

—Un poco más tarde quizás —dijo, levantando de nuevo el párpado como alguna especie de monstruo marino—. Cuando la noche esté un poco más avanzada, cuando las muelas le hayan crecido un poco más, ¡ja, ja, ja! —Se enderezó—. Cuando el mundo se haya deslizado por el espacio otras cien millas, ¡ja, ja!, entonces…, ah, sí, entonces…

Mirando a Fucsia con aire de complicidad, le guiñó otra vez el ojo y luego giró sobre sus talones.

—Y ahora, ¿qué va
usted
a beber? Pero, en nombre de la calcetería, ¿de qué va vestido?

Pirañavelo se puso de pie.

—Visto lo que me obligan a vestir hasta que encuentre ropa más apropiada. Estos harapos, aunque del uniforme oficial, son en mí tan absurdos como insultantes. Señor, me ha preguntado qué deseaba tomar. Pues bien, con su permiso, coñac, señor, coñac.

La señora Ganga, con los ojos débiles y viejos, prácticamente desorbitados, miraba fijamente al doctor preguntándose cómo respondería a este torrente de palabras. Fucsia no había estado escuchando. Algo para llevar, había dicho el doctor. Algo pesado para colgarse al pecho. Una piedra. A pesar del cansancio, estaba muy excitada pensando qué sería. El doctor Prunescualo siempre había sido amable con ella, aunque de aire siempre protector, pero nunca le había hecho un regalo. ¿De qué color sería la pesada piedra? ¿Qué sería? ¿Qué sería?

El doctor se quedó unos instantes perplejo ante el aplomo del muchacho, pero no lo demostró. Se limitó a sonreír como un cocodrilo.

—Si no me equivoco, querido muchacho, eso que lleva es una chaqueta de cocina.

—No sólo la chaqueta es de cocina, también llevo pantalones de cocina, y calcetines de cocina y zapatos de cocina. Si me lo permite, doctor, le diré que todo lo que llevo pertenece a la cocina, menos yo, señor.

—¿Y qué
es
usted? —preguntó Prunescualo juntando las puntas de los dedos—. Debajo de esta fétida chaqueta, que me parece asombrosamente antihigiénica, he de confesar, incluso para la cocina de Vulturno, ¿qué es usted? ¿Es tal vez un caso problemático, mi querido muchacho, o un caso claro de caballerete falto de ideas, ja, ja, ja?

—Con su permiso, doctor, no soy ni una cosa ni otra.

Tengo muchas ideas, aunque en este momento tengo también muchos problemas.

—¿Es posible? —dijo el doctor Prunescualo—. ¿Es posible? ¡Qué sorprendente! Bébase el coñac, y tal vez algunos de esos problemas se desvanecerán gentilmente en los vapores de este excelente narcótico. ¡Ja, ja, ja! Se desvanecerán gentil e imperceptiblemente… —Y meneó los largos dedos en el aire.

En ese momento un golpe en la puerta hizo que el doctor exclamara con su extraordinaria voz de falsete: —¡Avanti! ¡Vamos, entre, entre, amigo mío! ¡Avanti! En nombre de la velocidad, ¿a qué espera?

La puerta se abrió y apareció el criado sosteniendo una bandeja con una botella de vino de saúco y una cajita blanca de cartón. Depositó la botella y la caja sobre la mesa y se retiró. Los modales de este hombre eran un tanto hoscos. Había puesto la botella sobre la mesa con un movimiento tal vez demasiado despreocupado. Había cerrado la puerta con una excesiva brusquedad, tal vez. Pirañavelo se dio cuenta, y cuando vio que el doctor lo miraba, enarcó burlonamente las cejas y se encogió levemente de hombros.

Prunescualo llevó una botella de coñac a la mesa en el centro de la sala, pero antes sirvió una copa de vino de saúco que entregó a Fucsia con una inclinación.

—Bebe, mi querida Fucsia —dijo—, bebe por todas las cosas que amas. Ya sé. Ya sé —añadió con las manos de nuevo entrelazadas bajo el mentón—. Bebe por todo lo que brilla y reluce. Bebe por las Cosas de Colores.

Fucsia respondió al brindis asintiendo sin sonreír, bebió un trago, y miró al doctor muy seria.

—Es bueno —dijo—. Me gusta el vino de saúco. ¿Y tú, Tata, te gusta lo que bebes?

Cuando advirtió que le hablaban, la señora Ganga estuvo a punto de derramar el oporto sobre el brazo del sillón. Asintió vigorosamente con la cabeza.

—Y ahora el coñac —dijo el doctor—. El coñac para el maestro…, maestro…

—Pirañavelo, mi nombre es Pirañavelo, señor.

—Pirañavelo el de los Muchos Problemas —dijo el doctor—. Por cierto, ¿cuáles ha dicho que eran? Mi memoria es tan poco de fiar… Es veleidosa como una zorra. Pregúnteme el nombre del tercero de los vasos sanguíneos laterales que irrigan de este a oeste la punta de mi dedo índice cuando me echo de cara al sol poniente, o el porcentaje de creta que se encuentra en los nudillos de una solterona media de cincuenta y siete años, ¡ja, ja, ja!; aun pídame, mi querido muchacho, que le describa el pulso de las ranas dos minutos antes de que mueran de sarna…, esas cosas no suponen ningún esfuerzo para mi memoria, ¡ja, ja, ja! Pero pídame que me acuerde exactamente de los problemas de los que me ha hablado, hace apenas un minuto, y comprobará cómo me falla la memoria. ¿Por qué será, mi querido Pirañavelo? ¿Por qué será?

—Porque nunca los he mencionado.

—Ahí está la respuesta —dijo Prunescualo—. Sin duda ahí está la respuesta.

—Así lo creo, señor.

—Pero
usted
tiene problemas.

Pirañavelo cogió la copa de coñac que el doctor le había servido.

—Mis problemas son variados. El más inmediato es impresionar a usted con mis talentos. Que sea capaz de hacer un comentario tan heterodoxo es ya un signo de cierta originalidad. Por el momento, no le soy indispensable, señor, porque aún no ha utilizado usted mis servicios; pero si me dejara pasar una semana bajo su techo, podría llegar a serlo. Sería imprescindible. Como verá, me precipito a propósito en mis comentarios. O bien me rechaza usted de plano o bien ya siente deseos de conocerme un poco más. Tengo diecisiete años, señor. ¿Le parece que hablo como un chico de diecisiete años? ¿Actúo como uno de diecisiete? Soy bastante listo como para saber que soy listo. Espero que perdone mi comportamiento indiscreto, señor, porque usted es un caballero de imaginación. Este es pues, señor, mi problema inmediato. Impresionarlo con mi talento, que estoy dispuesto a poner enteramente al servicio de usted. —Pirañavelo levantó la copa—. Por usted, señor, si me permite este atrevimiento.

Todo este rato, el doctor había tenido levantada su copa de coñac, a unos centímetros de los labios, y cuando Pirañavelo calló y tomó un sorbo, Prunescualo se dejó caer en una silla junto a la mesa y depositó allí la copa que no había probado.

—Bien, bien, bien, bien —dijo por último—. ¡Bien, bien, bien, bien, bien! En nombre de toda la intriga del mundo esto es realmente la quintaesencia. ¡En nombre de la insolencia, qué descortesía! ¡Qué enorme desfachatez! ¡Qué extraño frenesí, en verdad! —Y empezó a relinchar, bajo al principio pero al cabo de un rato la risita aumentó en volumen y en
tempo
y a los pocos minutos el doctor era incapaz de dominar la estridente galerna de su propia hilaridad. Que tal cantidad de aire y de ruido consiguiera salir de dos pulmones que en aquel pecho tubular tenían que estar a la fuerza incómodamente comprimidos, es difícil de imaginar. Manteniendo, incluso en la cima de sus paroxismos, una extraordinaria elegancia teatral, el doctor se meció en su silla, sin saber qué hacer durante casi nueve minutos hasta que al fin tomó aliento a través de los dientes con un sonido de chorro de vapor, y por último, aún estremeciéndose, consiguió fijar los ojos en el objeto de su hilaridad.

—¡Qué prodigio, mi querido muchacho! No sabe usted el bien que me ha hecho. Hacía tiempo que mis pulmones necesitaban algo así.

—Entonces, ya he hecho algo por usted —dijo Pirañavelo exhibiendo la inteligente imitación de una sonrisa. Había aprovechado el ataque del doctor para inspeccionar la sala y servirse otra copa de coñac. Se había fijado en los
objets d'art
, las alfombras y espejos caros, y la biblioteca de volúmenes encuadernados en cuero. Había servido un poco más de oporto a Tata Ganga, se había aventurado a hacer un guiño a Fucsia —que lo miró con aire ausente—, y había transformado el guiño en una molestia del ojo.

Había examinado las etiquetas de las botellas y el año de cosecha. Había notado que la mesa era de nogal y que el anillo de plata que el doctor lucía en la mano derecha se enroscaba como una serpiente y sostenía en la boca una pepita de oro rojo. Al principio la risa del doctor lo había sorprendido, y hasta cierto punto lo había mortificado, pero pronto volvió a ser la persona fría y calculadora de siempre, con una mente ordenada como un escritorio, con estantes, gavetas y casilleros de referencia; y sabía que tenía que ser agradable a toda costa. Había corrido un riesgo al jugar la carta jactanciosa, y no sabía aún si tendría éxito o si fracasaría; pero esto sabía al menos: que la clave del hombre afortunado era la capacidad de saber arriesgarse. Prunescualo, cuando se recobró y recuperó el dominio de su cuerpo, sorbió el coñac con movimientos que parecían delicados, pero a Pirañavelo le sorprendió la rapidez con que vaciaba la copa.

El alcohol pareció hacerle mucho bien al doctor. Miró fijamente al joven.

—Maestro Pirañavelo, he de admitir que usted me interesa. Oh, sí, no me importa admitirlo, ¡ja, ja, ja! Usted me interesa, o mejor dicho, me tienta de una forma bastante agradable. Pero de ahí a querer tenerlo rondando por mí casa, hay, como el enorme cerebro de usted admitirá enseguida, un buen paso.

—Yo no rondo, señor. Es una de las cosas que jamás hago.

La voz de Fucsia atravesó lentamente la sala.

—Estabas rondando por mi buhardilla —dijo. Y luego, inclinándose hacia delante, miró al doctor con una expresión casi suplicante—.
Trepó
hasta allí —dijo—. Es listo. —Y recostándose en el sillón, añadió—: Estoy cansada…, oh, doctor Prune, vio mi buhardilla secreta que nadie había visto antes que él, y esto me preocupa.

Hubo una pausa.

—Trepó hasta allí —repitió de nuevo.

—Tenía que ir a algún sitio —dijo Pirañavelo—. No sabía que se trataba de su buhardilla. ¿Cómo podía saberlo? Lo siento, señora.

Fucsia no respondió. Prunescualo los había escuchado atentamente.

—¡Aja! ¡Aja! Mi querida Fucsia, toma una cucharadita de este polvo —dijo acercándole la cajita blanca de cartón. Le quitó la tapa y echó un poco en la copa, que llenó otra vez con vino de saúco—. No notarás nada en absoluto, mi querida niña. Simplemente toma un sorbo y te sentirás tan fuerte como un tigre de las montañas, ¡ja, ja! Tata Ganga, llévese esta cajita. Cuatro veces al día, mezclado con cualquier bebida que tome. No sabe a nada. Es inocuo y extremadamente eficaz. No lo olvide, buena mujer, ¿no lo olvidará? Nuestra muy querida niña necesita algo y esto es precisamente lo que necesita, ¡ja, ja, ja! ¡Ni más ni menos que esto!

Tata cogió la caja, en la que estaba escrito:
Fucsia. Una cucharada de café cuatro veces al día.

—Maestro Pirañavelo —prosiguió el doctor—. ¿Es ésa la razón por la que quería verme, desafiarme en mi madriguera y derretirme el corazón como la cera en mi propia alfombra? —Inclinó la cabeza hacia el joven.

—Así es, mi señor —contestó Pirañavelo—. Acompañé a lady Fucsia con permiso de ella. Le dije: «Déjeme simplemente ver al doctor y exponerle mi caso, y estoy seguro de que lo impresionaré».

Hubo una pausa. Luego Pirañavelo añadió en tono confidencial: —En mis momentos de modestia, me veo de investigador científico, señor, y en aquellos aún menos ambiciosos, de farmacéutico.

—¿Qué conocimientos de química tiene usted, si me permite la pregunta? —dijo el doctor.

—Contando con su ayuda inicial mis conocimientos se multiplicarían tan rápidamente como quisiera.

—Un pequeño monstruo de inteligencia —dijo el doctor, bebiendo otro coñac de un trago y poniendo la copa sobre la mesa con un golpe seco—. Un pequeño monstruo diabólicamente inteligente.

—Esto es lo que esperaba que usted comprendiera, doctor. Pero ¿acaso no hay algo de monstruoso en toda la gente ambiciosa? Usted, señor, por ejemplo, perdóneme, pero es un poco monstruoso.

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