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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (22 page)

BOOK: Titus Groan
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Al ver a Fucsia jadeante junto a la mesa, recorriendo la habitación con la mirada como si buscase un arma, cambió de postura, levantó la mano, y con una voz firme y monótona que contrastaba, incluso a oídos de la angustiada Fucsia, con su apasionado grito, dijo:

—Hoy he visto un gran patio de piedras grises entre las nubes, mayor que un prado. Nadie lo visita. Únicamente una garza.

»Hoy he visto un árbol que crecía en lo alto de una pared, y gente que andaba por el árbol, muy por encima del suelo. Hoy he visto un poeta asomado a un ventanuco. Pero el campo de piedra perdido entre las nubes es lo que le hubiera gustado más. Nadie lo visita. Es un lugar magnífico para jugar y para… —se arriesgó astutamente— y para
soñar
mil cosas. —Notando que sería peligroso detenerse, continuó—: Hoy he visto un caballo que nadaba en lo alto de una torre. He visto un millón de torres, hoy. Y anoche vi nubes. Sentía frío. Estaba más frío que el hielo. No he comido nada. No he dormido nada. —Curvó los labios, intentando una sonrisa—. Y luego usted me echa encima una porquería verde.

»Y ahora estoy aquí, y usted me odia. Pero estoy aquí porque no había adonde ir. He visto tantas cosas… He estado por ahí toda la noche. Me he escapado —susurró dramáticamente esta palabra— y, lo mejor de todo, he descubierto ese campo en las nubes, el campo de piedras.

Se detuvo a tomar aliento, bajó la mano, y observó a Fucsia.

Estaba apoyada contra la mesa, con las manos aferradas a los bordes. Tal vez lo engañaba la oscuridad, pero Pirañavelo sintió de pronto una inmensa satisfacción: creyó ver que ella lo
atravesaba
con la mirada.

Si era realmente así, y el palabrerío empezaba a tener efecto en la imaginación de la joven, debía proseguir sin interrumpirse impidiéndole pensar, no dejándole otra opción que escuchar lo que él decía. Era bastante listo como para saber lo que podría atraerla. Allí estaba como prueba el vestido escarlata. Era romántica. Era un alma inocente; una muchacha soñadora de quince años.

—Lady Fucsia —dijo, llevándose el puño a la frente—. He venido a pedir asilo. Soy un rebelde. Estoy al servicio de usted, en mi calidad de soñador y de hombre de acción. He escalado esos muros durante horas, y estoy hambriento y sediento. He estado en el campo de piedra, y soñé con echarme a volar entre las nubes, pero tengo los pies doloridos y cubiertos de llagas.

—Aléjate —dijo Fucsia con una voz distante—. Aléjate de mí.

Pero Pirañavelo no iba a darse por vencido, pues advirtió que ya no había violencia en el tono de ella, y además él era tozudo como un hurón.

—¿Adónde iría? —dijo—. Me marcharía ahora mismo si supiera adonde escapar. He andado perdido durante horas por pasillos interminables. Déme primero un poco de agua para que me pueda quitar este cieno horrible, y déjeme descansar unos instantes, y luego me iré, muy lejos, para no regresar más, y viviré solo en el campo de piedra a ras del cielo, donde las garzas hacen sus nidos.

La voz de Fucsia era tan vaga y distante que Pirañavelo pensó que no había estado escuchando, pero ella dijo lentamente: —¿Dónde está? ¿Quién eres?

Pirañavelo respondió prontamente.

—Mi nombre es Pirañavelo —le dijo, apoyado contra la ventana, en la oscuridad—, pero ahora no puedo decirle dónde se encuentra ese campo de gélidas piedras entre las nubes. No, no puedo decírselo, todavía no.

—¿Quién eres? —preguntó Fucsia de nuevo—. ¿Quién eres, y qué haces en mi cuarto?

—Se lo he dicho. Soy Pirañavelo. He escalado hasta este cuarto encantador. Me gustan los cuadros en las paredes y el libro y la horrible raíz.

—Mi raíz es hermosa. ¡Hermosa! —gritó Fucsia—. No quiero que hables de mis cosas. Te odio porque hablas de mis cosas. No las mires. —Se precipitó hacia la retorcida raíz, cuya madera lisa brillaba a la luz de la vela en la oscilante oscuridad, y se detuvo entre la raíz y la ventana, donde estaba Pirañavelo.

Pirañavelo sacó una pequeña pipa del bolsillo y chupó la boquilla. Ella era un pez extraño, pensó, y necesitaba un cebo elegido cuidadosamente.

—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó Fucsia con voz ronca.

—Escalando —dijo Pirañavelo—. Escalando por la yedra hasta este cuarto. He pasado todo el día escalando.

—Aléjate de la ventana —le dijo Fucsia—, vete hacia la puerta.

Pirañavelo obedeció, sorprendido. Pero tenía las manos en los bolsillos. Notó que pisaba terreno más seguro.

Fucsia se acercó desmañadamente a la ventana, cogió la vela de la mesa al pasar, y asomándose sobre el alféizar, sostuvo la temblorosa llama por encima del abismo. El precipicio, que conocía tan bien de día, le pareció ahora todavía más aterrador.

Se volvió hacia el cuarto.

—Tienes que ser un buen escalador —dijo hoscamente, pero con un toque de admiración en la voz que Pirañavelo no dejó de detectar.

—Lo soy —dijo Pirañavelo—. Pero no resisto más tiempo con esta cara. Déme un poco de agua, por favor. Permita, señora, que me limpie la cara; y luego, si no puedo quedarme, indíqueme un sitio para dormir. No he cerrado un ojo. Estoy agotado; pero ese campo de piedra me obsesiona. Volveré a ir cuando haya descansado.

Se hizo un silencio.

—Llevas puestas ropas de cocina —dijo Fucsia en un tono neutro.

—Sí, pero me las cambiaré. Es de la cocina de donde me he escapado. La odiaba. Quiero ser libre. No pienso volver.

—¿Eres un
aventurero
? —dijo Fucsia, que a pesar de no creer que él tuviera aspecto de tal, había quedado muy impresionada con el relato de la escalada y con la facilidad de palabra de Pirañavelo.

—Lo soy. Eso es exactamente lo que soy. Pero en este momento necesito agua y jabón.

No había agua en la buhardilla, mas la idea de llevarlo a la alcoba para que se lavara, y después ir a buscar comida, la sublevaba, pues él tendría que atravesar los otros dos cuartos del desván. Entonces se dio cuenta de que, en cualquier caso, él tenía que dejar este santuario, y a menos que descendiera otra vez por la yedra, no había otro camino que a través del desván y la escalera de caracol. Además, si lo llevaba abajo ahora, apenas vería nada en la oscuridad, mientras que mañana el desván estaría expuesto a la luz del día.

—Lady Fucsia —dijo Pirañavelo—, ¿qué tipo de trabajo podría desempeñar? ¿Me presentará a alguien que pueda emplearme? No soy un lacayo de cocina, mi señora. Soy un hombre con ambiciones. Déme asilo esta noche, lady Fucsia, y permítame hablar con alguien adecuado. Todo lo que deseo es una entrevista. Mi cerebro hará el resto.

Fucsia lo miraba con la boca abierta. Luego adelantó el carnoso labio inferior y dijo:

—¿Qué es ese olor espantoso?

—Son las heces sucias con las que usted me ha inundado —dijo Pirañavelo—. Es mi cara lo que huele.

—Oh —dijo Fucsia, cogiendo otra vez la vela—. Será mejor que me sigas.

Pirañavelo la siguió a través de la puerta, a lo largo del balcón y luego escaleras abajo. A Fucsia no se le ocurrió ayudarlo aunque lo oía tropezar en la penumbra. Pirañavelo se mantenía tan cerca como podía, mirando la pequeña mancha de luz que se movía en el suelo delante de Fucsia, pero mientras ella se abría camino hábilmente entre las cosas que se amontonaban en el primer desván, él era abofeteado más de una vez por una guirnalda de conchas puntiagudas, por la pata de la jirafa que Fucsia había esquivado agachándose, y en una ocasión tuvo que pararse en seco para evitar la empuñadura de latón de una espada.

Cuando llegó al principio de la escalera de caracol, Fucsia estaba ya abajo a medio camino, y él se precipitó detrás,

maldiciendo.

Al cabo de un tiempo, notó que el aire cerrado de la escalera era ahora más tenue, y momentos después dobló el último de los círculos descendentes y entró en un dormitorio. Fucsia encendió una lámpara en la pared. Las persianas estaban abiertas y la noche negra llenaba los triángulos de la ventana.

Fucsia vertió en una jofaina el agua que Pirañavelo necesitaba tan urgentemente. El olor empezaba a afectarlo, y al entrar en la habitación no había podido contener las náuseas, aferrándose el estómago con las manos delgadas y huesudas. Al oír el gorgoteo del agua que caía en la jofaina, abrió la boca e inspiró una vez, profundamente. Fucsia oyó las pisadas de él sobre las tablas del cuarto y se volvió, jarra en mano, y derramó el agua, salpicando el oscuro suelo con charcos que brillaron a la luz de la lámpara.

—Agua —dijo—, si la quieres.

Pirañavelo avanzó rápidamente hacia la jofaina, quitándose la chaqueta y la camiseta, y se plantó junto a Fucsia en la penumbra, muy delgado, muy cargado de espaldas, y con un porte de extraordinaria desenvoltura.

—¿Y el jabón? —preguntó Pirañavelo, hundiendo los brazos en la jofaina. El agua estaba fría, y se estremeció. Doblado, y con los hombros encogidos, los omoplatos le sobresalían en la espalda—. Sin jabón y un buen cepillo no podré quitarme esta suciedad, señora.

—Hay cosas en ese cajón —dijo Fucsia lentamente—. Date prisa en acabar y luego márchate. No estás en tu cuarto. Estás en mi cuarto, donde nadie tiene derecho a entrar, sólo mi vieja niñera. O sea que date prisa y márchate.

—Me marcharé —dijo Pirañavelo, abriendo el cajón y revolviendo dentro hasta encontrar un trozo de jabón—. Pero no olvide que me ha prometido presentarme a alguien que pueda darme un trabajo.

—No he prometido nada. ¿Cómo te atreves a decir tales mentiras? ¡Cómo te atreves!

Entonces Pirañavelo tuvo una ocurrencia genial. Comprendió que era inútil insistir en el engaño, y arrojándose audazmente a lo desconocido dio un salto y se apartó ágilmente de la jofaina, la cara cubierta de espuma de jabón. Quitándose la espuma blanca de los labios, dibujó con el dedo índice una enorme boca oscura, e imitando la actitud de un payaso que está escuchando, se quedó completamente inmóvil durante siete largos segundos con la mano en la oreja. No sabía de dónde le había venido la idea, pero en cuanto vio a Fucsia por primera vez, comprendió que para obtener su favor tendría que recurrir a algo relacionado con el teatro, algo estrafalario pero al mismo tiempo totalmente simple e inocente, y eso era lo que Pirañavelo encontraba difícil. Fucsia lo miraba con los ojos muy abiertos. Había olvidado que lo odiaba. No era a él a quien veía. Veía un payaso, un miembro viviente del disparate. Veía algo que amaba tanto como la raíz, la pata de jirafa, el vestido escarlata.

—¡Bravo! —chilló, retorciéndose las manos—. ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Bravo!

De pronto, saltó sobre la cama, aterrizando sobre las dos rodillas. Se agarró a los barrotes.

Una serpiente se retorció entonces bajo las costillas de Pirañavelo. Había acertado. Aunque no sabía si sería capaz de mantener las normas que él mismo se había impuesto.

Vio por el rabillo del ojo, que como el resto de la cara estaba prácticamente oculto bajo la espuma, la oscura silueta de lady Fucsia en la cama, por encima de él. Había que actuar. No sabía gran cosa de payasos, sólo que hacían cosas irracionales con aire muy serio, y se le había ocurrido que a Fucsia le encantarían. Pirañavelo tenía un don poco común. Podía comprender cualquier tema sin necesidad de apreciarlo. Tenía con las cosas una relación enteramente cerebral. Aunque esto no era fácil de ver, pues parecía escurrirse con demasiada astucia, demasiada seguridad en el corazón de lo que deseaba imitar, hablando o actuando.

Se enderezó saliendo lentamente de la ridícula postura de quien está escuchando, y con los pies vueltos hacia afuera, dio unos pasitos extravagantes hacia un rincón, y se detuvo otra vez a escuchar, con la mano detrás de la oreja. Luego fue hasta el rincón, y después de agacharse varias veces, simulando que no alcanzaba el suelo con la mano, recogió un pedazo de tela verde y volvió renqueando, con los pies abiertos casi en una continua línea recta.

Fucsia, extasiada, no le quitaba los ojos de encima, y en cuanto el joven empezó a examinar con cuidado los barrotes de la cama, se llevó a la boca los nudillos de la mano derecha. De tanto en tanto, Pirañavelo descubría manchas imaginarias en los barrotes de hierro, y los frotaba vigorosamente con el trapo; luego los miraba echando el cuerpo hacia atrás, con la cabeza ladeada y las comisuras de la gran boca oscura fruncidas en una mueca de angustia, y reanudaba su tarea, soplando el hierro y frotándolo con una dedicación inhumana. Todo el tiempo pensaba: «Estoy haciendo el tonto, pero dará resultado». Era incapaz de dejarse arrastrar por el juego. No era un artista. Era la perfecta imitación de un artista.

De repente, se quitó con el dedo un vellón de espuma del centro de la frente, revelando un círculo de piel oscura, y con el dedo espumoso dio tres golpecitos, a intervalos regulares, sobre los barrotes del pie de la cama, depositando con cada golpe una tercera parte del jabón. Anadeando arriba y abajo en un extremo de la cama, examinó sucesivamente cada montículo, como si intentara determinar cuál era el ejemplar más impresionante; quitó los de ambos extremos, se detuvo ante el que quedaba en el centro, y lanzando la pierna al aire con una agilidad extraordinaria, se tumbó de cara al suelo en actitud de obediencia.

Fucsia estaba demasiado emocionada para poder hablar. Se limitaba a observarlo, arrobada y feliz. Pirañavelo se incorporó y le hizo una mueca; sus dientes irregulares brillaban a la luz de la lámpara. Enseguida fue hasta la jofaina y reanudó sus abluciones con mayor vigor que antes.

Mientras Fucsia estaba de rodillas sobre la cama y Pirañavelo se frotaba la cabeza y la cara con una vieja toalla gusarapienta, se oyó un golpe en la puerta y la voz aflautada de Tata Ganga que trinaba:

—¿Está ahí mi conciencia? ¿Está ahí mi dulce calvario? Respóndeme, corazón, ¿estás ahí?

—¡No, Tata, no, no estoy!
Ahora
no. Márchate y vuelve pronto, entonces sí que estaré —gritó Fucsia, precipitándose hacia la puerta. Luego pegó la boca al agujero de la cerradura—: ¿Qué quieres? ¿Qué quieres?

—¡Oh, mi pobre corazón! ¿Qué pasa? ¿Qué te pasa, mi conciencia? Dime qué pasa.

—Nada, Tata, nada. ¿Qué quieres? —preguntó Fucsia jadeando.

Tata estaba acostumbrada a los extraños y repentinos cambios de humor de Fucsia, y al cabo de una pausa en la que Fucsia pudo oír que Tata Ganga se chupaba el arrugado labio inferior, la anciana niñera respondió:

—Es el doctor, querida. Dice que tiene un regalo para ti, mi niña. Quiere que vayas a su casa, mi única, y yo tengo que acompañarte.

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