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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (26 page)

BOOK: Titus Groan
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Aunque más superficial que su hermano, Irma era dueña también de una mente rápida y penetrante, e instintivamente advirtió en el joven una vena de inteligencia similar a la suya, aunque más poderosa. Ya se le había pasado la edad de buscar marido. Suponiendo que algún hombre se hubiera fijado en ella con esta intención, y además hubiera tenido la valentía de abordar el tema, la coincidencia habría sido demasiado inaudita. Irma Prunescualo no había dado nunca con una tal rara avis, y sus admiradores se habían limitado a una aproximación meramente verbal.

Precisamente, Irma había estado muy abatida antes de que los pasos de Pirañavelo delante de la puerta del cuarto la hubieran interrumpido. La mayoría de la gente pasa por períodos de retrospección en los que vuelve una y otra vez a los aspectos menos atractivos de su pasado. Irma Prunescualo no era una excepción, pero hoy había habido una nota desesperada en su abatimiento. Después de ajustarse las gafas sobre el puente de la nariz con gesto irritado, se retorció las manos y se sentó delante del espejo. Ignoró el hecho de que tenía el cuello demasiado largo, la boca delgada y dura, la nariz demasiado afilada, y los ojos muy hundidos, y se concentró en la profusión de áspero pelo gris que le caía en una sola onda desde la frente hasta la nuca, donde se recogía en un gran moño, así como en la calidad de la piel, que era realmente inmaculada. A sus ojos, estas dos cualidades bastaban por sí solas para hacer de ella un objeto digno de admiración. Y sin embargo, ¿qué admiración había recibido hasta ahora? ¿Dónde estaban los que debían admirarla y halagarla por aquella suave e incomparable tez y la espesa onda de la cabellera?

La galantería de Pirañavelo le había quitado por un momento el frío del corazón.

Ahora estaban los tres sentados. El doctor había bebido una dosis bastante superior a la que hubiera prescrito a un paciente. Movía los brazos a un lado y a otro mientras hablaba, y parecía disfrutar contemplando los arabescos que dibujaba con los dedos y que subrayaban en silencio cualquier tema sobre el que estuviera hablando.

También su hermana notaba los efectos de haber sobrepasado el cupo habitual de oporto. Cada vez que Pirañavelo hablaba, asentía con bruscos movimientos de cabeza, como para mostrar un acuerdo total.

—Alfred —dijo—, Alfred, te estoy hablando. ¿Me oyes? He dicho: ¿Me oyes, Alfred?

—Con toda claridad, Irma, mi querida, queridísima hermana. Tu voz me está sonando en el oído medio. De hecho, me suena en ambos oídos. Justo en el medio, o mejor dicho, en ambos oídos medios. ¿Qué sucede, carne de mi carne?

—Lo vestiremos de gris perla —dijo.

—¿Pero a quién, sangre de mi sangre? —exclamó Prunescualo—. ¿A quién vamos a ataviar del color de las palomas?

—¿Quién? ¿Cómo puedes decir «Quién»? A este joven, Alfred, a este joven. Va a ocupar el puesto de Bodoque. Mañana pienso despedir a Bodoque. Siempre ha sido lento y torpe. ¿Estás de acuerdo, Alfred? ¿Estás de acuerdo?

—Estoy más allá de los acuerdos, hueso de mis huesos. Mucho, mucho más allá de los acuerdos. Te cedo las riendas, Irma. Monta y echa a correr. El mundo es todo tuyo.

Pirañavelo advirtió que era el momento propicio. —Confío en que desempeñaré mis obligaciones satisfactoriamente, señora. Mi recompensa será verla una vez más, o tal vez dos, con este traje oscuro que tan bien le sienta. He advertido una pequeña mancha en el dobladillo. Con su permiso, mañana la quitaré. Señora —dijo, con esa sorprendente simplicidad con la que salpicaba sus comentarios—, ¿dónde puedo dormir?

Irma se puso rígidamente en pie, y afectando una mayor dignidad de la que había sido necesaria en los últimos tiempos, le indicó con un gesto singularmente envarado que la siguiese, y salió por la puerta.

En algún lugar de las bóvedas de su pecho, un pájaro diminuto había empezado a cantar.

—¿Te vas para siempre y un día más? —exclamó el doctor, despatarrado en el sillón como un trozo de cuerda—. ¿Me vas a abandonar para siempre como a un náufrago, ja, ja, ja, para siempre y más que siempre?

—Por esta noche, sí —respondió la voz de Irma—. El señor Pirañavelo vendrá a verte mañana por la mañana.

El doctor bostezó, con un último destello de dientes, y se quedó dormido.

La señorita Prunescualo condujo a Pirañavelo hasta una puerta de la segunda planta. El joven comprobó que la habitación era sencilla, espaciosa y confortable.

—Haré que lo llamen por la mañana, y después le indicaré cuáles son sus obligaciones. ¿Me oye? ¿Me oye? —Con gran placer, señora.

Irma Prunescualo fue hacia la puerta más tiesa que de costumbre, pues hacía mucho tiempo que no se esforzaba por andar con elegancia. La seda negra del vestido le brillaba a la luz de las velas, le susurraba en las rodillas. Volvió la cabeza desde la puerta, y Pirañavelo la saludó, inclinándose, y se mantuvo así hasta que la puerta se cerró detrás de ella.

Entonces Pirañavelo corrió hacia la ventana y la abrió.

Más allá del patio, la silueta montañosa del castillo de Gormenghast se elevaba oscuramente hacia la noche. El aire fresco le abanicó la frente grande y abombada. El rostro continuaba siendo una máscara, pero en lo más profundo del estómago sonreía satisfecho.

MIENTRAS LA ANCIANA NIÑERA DORMITA

DEJEMOS POR EL MOMENTO a Pirañavelo en casa de los Prunescualo, donde en su relativamente elástica capacidad de hombre-para-todo, asistente médico, ayuda de cámara y conversador, consiguió introducirse firmemente en la estructura doméstica. Amable y cortés, producía día a día un efecto más insidioso, hasta que al fin fue considerado parte del
menage
. Sólo el cocinero lo trataba como un intruso; como viejo sirviente de la casa, no tenía ninguna simpatía por un arribista y se mostraba abiertamente desconfiado.

El doctor comprobó que el muchacho aprendía con gran facilidad, y a las pocas semanas le confió todo el trabajo de la farmacia. En verdad Pirañavelo sentía una gran fascinación por los productos químicos y por las drogas, y a menudo se dedicaba a preparar recetas de su propia invención.

De las comprometedoras y trágicas consecuencias que acarrearía todo esto, aún no es momento de hablar.

Dentro del castillo, continuaban los venerables rituales cotidianos. La excitación que había seguido al nacimiento de Titus, había disminuido bastante. Tal como había anunciado, la condesa hizo caso omiso de las advertencias del consejero médico, y había vuelto a sus idas y venidas. Al principio, por cierto, se sentía muy débil, pero estaba tan irritada por no poder saludar el alba como tenía por costumbre, acompañada de la blanca marea de gatos, que al fin se enfrentó al cansancio de su cuerpo.

Durante los tres amaneceres que siguieron al nacimiento de Titus, había oído a los gatos que la llamaban desde el césped a sesenta pies por debajo de la habitación. Tendida todo a lo largo en la cama, a la luz de las velas, había deseado estar con ellos, y unas gotas de sudor le habían perlado la piel mientras agónicamente trataba de recuperarse.

Si los pájaros no hubieran estado con ella, la frustración le habría hecho más daño que el acto físico de levantarse. La siempre cambiante población de sus emplumados retoños fue el único consuelo que tuvo en esos pocos días que a ella le parecieron meses.

El grajo blanco era el que con más constancia reaparecía en la ventana ahogada de yedra, aun cuando hasta ese momento había sido la visita más inconstante.

La condesa le hablaba a veces hasta una hora, con aquella voz profunda, llamándolo «señor Tiza» o «criatura malvada». A veces acudían todos los compañeros del grajo, y los cantos estremecían la habitación. A veces, cuando tenían ganas de ejercitar las alas en el cielo, desfilaban en tropel uno tras otro hacia la ventana de yedra y una docena de grajos revoloteaban juntos alrededor mientras esperaban en el aire sombrío el turno de escurrirse fuera, cayendo y subiendo, agitando las alas multicolores. Quizás por este motivo, la condesa se encontraba a veces casi sola. En cierta ocasión, sólo la habían acompañado una tarabilla y un viejo mochuelo.

Ahora se sentía ya con fuerzas para caminar y observar cómo los pájaros volaban en círculos por el cielo, o bien para sentarse en el cenador al final del inmenso prado, y con los rayos del sol que le incendiaban el pelo cobrizo y le hacían más pálidos el rostro y el cuello, contemplar las circunvoluciones multiformes y níveas de sus felinos.

La señora Ganga se había dado cuenta de que dependía cada vez más de la ayuda de Keda, por mucho que le disgustara admitirlo. Había una calma en Keda que la anciana no lograba entender. De vez en cuando se esforzaba por impresionar a la joven con amagos de una autoridad que no tenía, y estaba siempre buscándole algún fallo. Era una actitud tan evidente y patética que ni siquiera molestaba a la muchacha de las casas de barro. Sabía que aproximadamente una hora después de que la señora Ganga creyera que ya había puesto los puntos sobre las íes, la niñera acudiría a ella al borde de las lágrimas por cualquier motivo insignificante, y le hundiría la temblorosa cabeza en el costado.

Si bien Keda sentía cariño por Titus, a quien había cuidado y amamantado tiernamente, había empezado a comprender que era hora de volver a las casas de barro. Había dejado a los suyos bruscamente, como alguien que llamado por la Providencia, de repente abandona todo para emprender una nueva vida. Ahora comprendía que había cometido un error y que sería una falsedad permanecer en el castillo más tiempo del que fuera necesario para el niño. Más que un error, sería un problema de conciencia, pues sólo por una razón muy particular se había aprestado a acompañar enseguida a la señora Ganga.

Día tras día, desde la ventana de la pequeña habitación que le habían asignado junto a la de la señora Ganga, había contemplado la alta muralla del castillo que le ocultaba las viviendas que había conocido desde niña, y donde en el transcurso del último año sus pasiones habían sido tan cruelmente excitadas.

La criatura que había enterrado recientemente era hijo de un viejo escultor de reputación incomparable entre los Moradores. El matrimonio le había sido impuesto por una férrea ley. Los escultores cuyo genio era unánimemente reconocido tenían el privilegio, al sobrepasar los cincuenta años, de elegir esposa entre las doncellas, siendo imposible levantar la menor sombra de protesta contra la elección. Esta costumbre inmemorial había obligado a Keda a desposarse con ese hombre, que a pesar de ser un anciano agrio y grosero, ardía con una vitalidad que desafiaba los años.

Tallaba todos los días, desde la mañana hasta que le faltaba la luz. Miraba las tallas desde todos los ángulos, o se alejaba y se agachaba grotescamente, entornando los ojos a la luz del sol. Enseguida, precipitándose sobre la talla, parecía que iba a golpearla con furia, como una bestia que ataca a una presa paralizada; pero al llegar junto a la figura de madera, deslizaba la manaza sobre la superficie como un enamorado que acaricia los pechos de la mujer amada.

A los tres meses de celebrarse la boda, estando el hombre y Keda a solas en la colina de los esponsales, al sur del Bosque Retorcido, mientras una voz antigua los llamaba desde lejos en la penumbra, con las manos unidas y los pies de ella encima de los suyos, al cabo de esos tres meses el hombre había muerto. De pronto, dejando caer al suelo el cincel y el martillo, se había llevado las manos al corazón, y apartando los labios se había desplomado, vacío de energía, dejando sólo la bolsa vieja y reseca del cuerpo. Keda se encontró sola. No lo había amado, pero lo había admirado, y había admirado también la pasión que lo consumía como artista. De nuevo estaba libre, aunque ese mismo día había notado el movimiento de una nueva vida en las entrañas, y ahora, casi un año más tarde, su primer hijo reposaba junto al padre, sin vida, en la árida tierra.

La terrible y prematura vejez que se abatía tan repentinamente sobre los rostros de los Moradores de Extramuros, no había descendido del todo sobre las facciones de Keda. Pero parecía acecharla tan de cerca que la belleza del rostro se le rebelaba, desafiándola, como un ciervo acorralado que enfrenta a los sabuesos con una postura altiva y un temblor en la cornamenta.

Una belleza febril aparecía en las muchachas de las casas de barro aproximadamente un mes antes de que los estragos a que estaban predestinadas llegaran a atacarlas. Desde la infancia hasta este trágico ínterin de belleza, tenían un encanto curiosamente inocente, una calma cristalina que nada sabía del futuro. Cuando en esa claridad, las oscuras semillas empezaban a germinar y el humo se mezclaba con la llama, entonces, como sucedía ahora con Keda, un esplendor espinoso emanaba de las facciones de las mujeres.

Una cálida tarde, mientras amamantaba a Titus en la habitación de la señora Ganga, Keda se volvió hacia la anciana y anunció tranquilamente: —A fin de mes regresaré a mi hogar. Titus está fuerte y sano, y ya no me necesita.

Tata, que cabeceaba un poco, pues se pasaba la vida a punto de echarse un sueñecito o acabando de despertar, abrió los ojos cuando las palabras de Keda acabaron de empaparle el cerebro. Se incorporó bruscamente y exclamó con voz asustada: —¡No! ¡No! No debes irte. ¡No debes! ¡No debes! Oh, Keda, ya sabes qué vieja soy. —Y atravesó la habitación corriendo para agarrarse al brazo de Keda. Enseguida añadió precipitadamente, con aire digno—: Te he dicho muchas veces que no lo llames Titus. Tienes que llamarlo «lord Titus» o «su señoría». —Después, como si ya se hubiera tranquilizado, volvió a desahogar sus penas—. ¡Oh, no puedes irte! ¡No puedes irte!

—Debo irme —dijo Keda—. Tengo mis razones.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? —gritó Tata a través de las lágrimas que empezaban a correrle bruscamente por la cara alelada—. ¿Por qué debes irte? —Golpeó contra el suelo un pie calzado con una zapatilla diminuta que apenas hizo ruido—. ¡Tienes que responderme! ¡Responde! ¿Por qué me abandonas? —Concluyó, estrujándose las manos—: Se lo diré a la condesa. Se lo diré…

Keda no se inmutó, y pasó a Titus de un hombro al otro, donde el niño dejó de llorar.

—Estará a salvo al cuidado de usted. Y puede buscar a alguien que la ayude cuando él crezca, pues será demasiado para usted.

—Pero no serán como

—chilló Tata Ganga, como si protestara por la competencia de Keda—. Nunca serán como tú. Me tiranizarán. Bien sabes que algunas tiranizan a las ancianas como yo. ¡Oh, mi débil corazón! ¡Mi pobre y débil corazón! ¿Qué será de mí?

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