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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (51 page)

BOOK: Titus Groan
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Vulturno luce su mejor uniforme, una vestimenta de esplendor excepcional, con gorro y túnica de seda virgen. Doblando el cuerpo, abre la puerta unos milímetros y pega el ojo a la rendija. Al inclinarse, los relucientes pliegues de seda que le envuelven la barriga silban y susurran como la voz de unas aguas lejanas y siniestras, o como un gato enorme y sobrenatural que sorbe su propio aliento. El ojo que se mueve alrededor del tabique parece algo independiente, autónomo, como si no tuviera necesidad de la voluminosa cabeza contigua, ni de las masas de grasa que ondulan hasta la horcajadura, ni de las blandas piernas, gruesas como troncos. Tan animado es este ojo, rápido como una víbora, y veteado de sangre. ¿Qué necesidad tiene de todo ese insípido y envolvente cúmulo de arcilla, de ese pálido y lento territorio que le pesa detrás mientras él se vuelve como una canica de hielo entre la circundante masa pastosa? Al doblar la esquina de la puerta, el ojo devora la doble hilera de esqueléticos aprendices como un calamar que se tragara y devorara a alguna larga criatura de las profundidades. Al absorber la hilera de muchachos a través de la pupila, la conciencia del poder que tiene sobre ellos se le extiende sensualmente por el cuerpo como una deliciosa piel de gallina. Ha visto y oído a los dos jóvenes de estridentes susurros, que ahora se están amenazando uno al otro con los puños pequeños y toscos. Le han desobedecido. Vulturno se frota las manos y se pasa la lengua por los labios. El ojo los observa, a Verderón y a Pardillo. Justo lo que necesita. ¿O sea que esas dos mosquitas de estercolero se estaban peleando, eh? ¡Estupendo! ¡Qué oportunos! Eso le ahorrará el trabajo de inventar algún motivo para castigar a una ristra de ridículos compinches.

El chef abre la puerta y la doble fila se queda helada.

Se acerca a ellos, secándose las manos en las nalgas sedosas. Pende sobre ellos como una bóveda de nubes.

—Verderón —dice, y la palabra le sale de los labios como si se filtrara por un cañaveral—, hay sitio para ti, Verderón, en la sombra de mi panza, y trae a tu amigo peludo contigo, no me sorprendería que también hubiese sitio para él.

Los dos muchachos avanzan con cautela, castañeteando los dientes y con los ojos muy abiertos.

—Estabais hablando, ¿no es cierto? Estabais más parlanchines entonces que vuestros dientes ahora. ¿Me equivoco? ¿No? Acercaos pues un poco más; me disgustaría tener dificultades para alcanzaros. No os gustaría que yo tuviese dificultades, ¿verdad? ¿Qué dice, maestro Verderón? ¿Y usted, maestro Pardillo? ¿Verdad que no desean que tenga dificultades?

No espera una respuesta, sino que se pone a bostezar, abriendo la boca obscenamente y descubriendo regiones secretas, en comparación con las cuales la desnudez parecería menos impúdica que la obra de algún sombrerero. Al acabar el bostezo, y sin ninguna advertencia previa, adelanta las manos bruscamente, agarra a los dos infelices por las orejas y los alza en vilo. Lo que hubiera hecho con ellos nunca se sabrá, pues en el preciso momento en que los dos aprendices suspendidos se balancean a la altura de la garganta de Vulturno, una campana empieza a tañer discordante en el aire cargado de vapor. Esa campana se oye muy pocas veces, pues la cuerda de la que pende desaparece por un agujero del techo de la Gran Cocina, viajando en secreto entre las vigas de madera, serpenteando por esas oscuras regiones que huelen a polvo y dormitan entre el techo de la planta baja y el suelo del primer piso. Después de muchos nudos, emerge finalmente en una pared de la habitación de lord Sepulcravo. Son rarísimas las ocasiones en que su señoría tiene que entrevistar al chef, y del cuerpo de hierro que se sacude violentamente sobre la cabeza de los aprendices se desprende el polvo de cuatro estaciones.

La cara de Vulturno cambia con el primer tañido metálico de la olvidada campana. Los complacidos pliegues de grasa se le redistribuyen, y rezuma servilismo por todos los poros. Aunque sólo un instante, el tiempo en que sus oídos absorben el sonido de hierro, ya que inmediatamente deja caer a Verderón y a Pardillo sobre las losas de piedra y sale a toda prisa de la habitación, con los pies pianos sorbiendo las losas del suelo como platos de gachas.

Sin reducir la velocidad de sus suculentos pasos, y barriendo con las manos a quienquiera que se le cruce en el camino, como si estuviera nadando, se encamina a la habitación de lord Sepulcravo, y el sudor se le acumula más y más sobre la frente y las mejillas a medida que se acerca a la puerta sagrada.

Antes de llamar, se seca con la manga el sudor de la cara y escucha, la oreja pegada a la puerta. No oye nada. Alza la mano y doblando los dedos golpea la puerta con gran fuerza, pues sabe por experiencia que es muy difícil que sus nudillos hagan algún ruido ya que los huesos están profundamente empotrados en el acolchado de pulpa. Tal como temía, no oye más que un suave
plop
, y extrae de mala gana una moneda del bolsillo, con la que golpea tímidamente el panel de la puerta. Horrorizado, en lugar de la voz lenta, triste y autoritaria de su amo ordenándole que entre, lo que oye es el grito de un búho. Después de unos instantes en que tiene que abofetearse la cara, acobardado por el grito melancólico, golpea de nuevo con la moneda. Esta vez no hay duda de que la voz ululante que responde a su llamada le ordena que entre.

Vulturno mira alarmado alrededor, y en el momento en que decide largarse, pues el miedo le ha dejado el cuerpo frío como gelatina, oye el cric, cric, cric, cric, cric regular de las rodillas de Excorio que se aproxima desde las sombras de detrás. Enseguida oye otro sonido. Alguien corre pesada, impetuosamente. A medida que el sonido se acerca, ahoga el
stacatto
de las articulaciones de Excorio. Al cabo de un momento, cuando Vulturno vuelve la cabeza, el rojo incendiario del vestido de Fucsia quiebra e inflama la penumbra. La mano de la muchacha agarra el pomo y abre la puerta sin vacilar un momento. Fucsia ni siquiera mira a Vulturno. El chef, debatiéndose en un mar de emociones contrapuestas, que pugnan por imponer su soberanía como un ejército de gusanos en la barriga de un buey, observa por encima del hombro de Fucsia. Hasta que no consigue quitar los ojos del horrible espectáculo que tiene delante no puede satisfacer la secundaria aunque compulsiva necesidad de vigilar la aproximación de Excorio. Al apartar los ojos, tiene tiempo para mover ligeramente la masa del cuerpo a la derecha y obstaculizar el paso del esquelético criado, que está ya justo detrás de él. El odio que Vulturno siente por el criado de lord Sepulcravo ha ido madurando como una úlcera, y su único deseo es acabar para siempre con ese ser tan descarnado, ese que le dejó unos dolorosos costurones en la cara el día del bautizo.

Excorio, enfrentado a la combada espalda y el colosal trasero del chef, está impaciente por ver a su amo y saber por qué lo ha llamado tocando la campana, y no está de humor para que le cierren el paso ni para atemorizarse ante la mole blanca del chef. Aunque ha pasado inacabables noches en vela (pues sabe con certeza que el chef ha decidido matarlo mientras duerme), ahora, al tropezarse con la materialización de su horror nocturno, se siente fuerte como un hierro, y alargando el cuello de tortuga, lanza la huesuda, oscura y desabrida cabeza hacia adelante, y sisea entre los dientes de color arena.

Los ojos de Vulturno encuentran los de su enemigo, y jamás hubo entre cuatro esferas cartilaginosas un infierno de odio tan siniestro. Si un conjuro hubiera hecho desaparecer la carne, las fibras y los huesos del chef y de Excorio pasillo abajo, dejando los cuatro ojos suspendidos en el aire delante de la puerta del conde, con toda seguridad habrían enrojecido como el planeta Marte, habrían enrojecido y humeado, y finalmente habrían estallado en llamas, tan intenso era el odio que se tenían. Habrían estallado en llamas, mirándose y girando en órbitas cada vez más rápidas y cada vez más estrechas, fundiéndose al fin en un solo globo crepitante de cólera, y habrían escapado, los cuatro en uno, dejando un rastro de sangre en el frío aire gris del pasillo, hasta que rugiendo y volando bajo las innumerables arcadas y los interminables pasadizos de Gormenghast, reencontraran los dos cuerpos sin ojos y volvieran a atrincherarse en las sorprendidas cuencas.

Por un instante, los dos hombres permanecen completamente inmóviles. Excorio ha dejado de sisear entre dientes pero aún no ha tomado aliento. Enseguida, impaciente por ver a su amo, levanta una rodilla afilada como una astilla y la clava en el voladizo y globoso abdomen del chef. Vulturno, contrayendo la cara de dolor y palideciendo tanto que el uniforme descolorido parece gris contra el cuello, dobla el cuerpo involuntariamente en busca de alivio y levanta los enormes brazos por delante como si fueran garras. En el momento en que empieza a enderezarse, y Excorio se dispone a pasar por delante y llegar a la puerta, apartando a Vulturno con un golpe de hombro, ambos se quedan paralizados allí mismo por un grito más horroroso que el anterior, el prolongado y doloroso grito del búho de la muerte, y la voz de Fucsia, una voz que parece debatirse entre lágrimas y terror, chilla:

—¡Padre! ¡Padre! Calla, y todo estará mejor, y yo te cuidaré. ¡Mírame, padre! ¡Oh, mírame! Yo sé lo que quieres, padre,
yo lo sé
, y te llevaré allí cuando oscurezca, y entonces te sentirás mejor. Pero mírame, padre, por favor, mírame. Pero el conde no la mira. Está acurrucado en el centro de la marmórea repisa de la chimenea, con la cabeza entre los hombros. Fucsia lo observa, de pie debajo de la repisa, con las manos temblorosas agarradas al borde. Tiene la cabeza echada hacia atrás y el cuello tieso. Sin embargo, no se atreve a tocarlo. Los muchos años de austeridad y la fría reserva que siempre se han mostrado se alzan incluso ahora como un muro entre ellos. Últimamente parecía que el muro se resquebrajaba y que ese amor helado empezaba a derretirse y a filtrarse a través de las grietas, pero ahora, en el momento en que más falta hace y más se siente, el muro se ha vuelto a cerrar y Fucsia no se atreve a tocarlo. Ni tampoco se atreve a admitir que su padre es ahora un poseso.

El conde no responde, y Fucsia, cayendo de rodillas, rompe a llorar, aunque sin lágrimas. Agachada al pie de la chimenea donde lord Sepulcravo sigue en cuclillas, los sollozos le sacuden el cuerpo, y emite unos extraños gruñidos, pero ninguna lágrima la alivia. La suya es una angustia seca, y durante estos interminables segundos, Fucsia envejece, envejece tanto que muchos hombres y mujeres no hubieran podido entenderlo.

Excorio entra en la habitación, con los puños crispados y los pelos erizados como pequeños alambres. Algo se ha derrumbado dentro de él. Su inquebrantable lealtad al conde y la Casa de los Groan se debate con el horror de lo que está presenciando. Vulturno parece experimentar un sentimiento parecido, pues cuando él y Excorio observan al conde, sus rostros muestran la misma emoción, traducida, por así decirlo, en dos lenguajes muy diferentes.

El conde viste de negro. Tiene las rodillas levantadas casi hasta el mentón. Las largas y delicadas manos blancas, ligeramente curvadas hacia adentro, cuelgan de las rodillas. Ha metido en medio las muñecas, y apoya el mentón en esa cuña. Pero son sus ojos lo que estremece de escalofrío a quienes lo miran, pues se han vuelto circulares. La sonrisa que le flotaba en los labios cuando Fucsia estaba con él en el bosque de pinos, ha desaparecido para siempre. Ahora la boca es totalmente inexpresiva.

De pronto, una voz sale de esa boca, una voz muy tranquila: —Chef.

—¿Su señoría? —responde Vulturno, temblando de pies a cabeza.

—¿Cuántas ratoneras tiene en la Gran Cocina?

Los ojos de Vulturno se mueven a derecha e izquierda, y se le abre la boca, pero no le sale ningún sonido.

—Vamos, chef, tiene que saber cuántas trampas ponen cada noche…, ¿o es que se ha vuelto negligente?

Vulturno junta las manos gordinflonas. Le tiemblan delante de él y se frota maquinalmente los dedos.

—Señor —dice—, habrá unas cuarenta trampas en la Gran Cocina…, cuarenta ratoneras, su señoría.

—¿Cuántas se han cazado a las cinco de la mañana? Respóndame.

—Estaban todas llenas, su señoría…, todas excepto una, señor.

—¿Se las han dado a los gatos? —¿Los… los gatos? Su…

—He dicho que si se las han dado a los gatos —repite lord Sepulcravo tristemente.

—Todavía no —dice el chef—. Todavía no.

—Entonces tráigame una… Tráigame una bien llenita… ¡Inmediatamente! ¿A qué espera, chef? ¿A qué espera?

Vulturno traga saliva con dificultad.

—Una llenita. Sí, mi señor…, una… bien llenita.

En cuanto Vulturno sale de la habitación, la voz prosigue:

—Ramitas, Excorio, enseguida. Ramitas de todos los tamaños, ¿me has comprendido? Arráncalas de ramas cada vez más pequeñas… y de todo tipo, Excorio, de todo tipo, pues tengo que estudiarlas y comprenderlas bien para ser tan listo como los demás con las ramitas, a pesar de que somos trabajadores descuidados. ¿A qué esperas, Excorio?…

Excorio mira hacia arriba. Ha sido incapaz de mantener los ojos fijos en el transformado aspecto de su señor, pero ahora los alza de nuevo. No reconoce ninguna expresión. La boca podría muy bien no estar ahí. La elegante nariz aguileña se ha encorvado más, y los ojos redondos como platos tienen en cada cielo una luna vacante.

Con un repentino y brusco movimiento, Excorio recoge a Fucsia del suelo, se la echa al hombro, y volviéndose, se tambalea hacia la puerta y pronto desaparece en los pasillos. —¡Tengo que volver, tengo que volver con él! —jadea Fucsia.

Excorio se limita a hacer un ruido en la garganta y sigue andando a grandes zancadas.

Al principio, Fucsia intenta luchar, pero la terrible escena la ha aturdido tanto que ya no le quedan fuerzas, y se deja caer sobre el hombro del criado, sin saber adónde van. Ni siquiera el propio Excorio sabe adónde van. Acaban de salir a la luz de la temprana mañana, y están en el patio este. Fucsia levanta la cabeza.

—Excorio —dice—, tenemos que encontrar inmediatamente al doctor Prune. Por favor, ahora ya puedo andar. Gracias, Excorio, pero date prisa, venga. Venga, rápido, bájame.

Excorio la suelta con cuidado y ella se deja caer al suelo. Fucsia ha visto la casa del doctor en una esquina del patio y no entiende por qué no se le ha ocurrido antes pensar en él. Echa a correr, y en cuanto alcanza la puerta, llama violentamente con la aldaba. El sol empieza a salir por encima de los pantanos e ilumina un canalón y una comisa de la casa del doctor, y tras varios aldabonazos más de Fucsia ilumina también la extraordinaria testa del propio Prunescualo, que aparece somnoliento en una alta ventana. El doctor no puede distinguir nada en las sombras de abajo, pero grita:

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