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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (46 page)

BOOK: Titus Groan
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Este recuerdo lo inquietó, y comprendió confusamente que la razón por la que el frío lo afectaba cada vez más en estas noches desoladas no tenía ninguna relación con la edad. El cuerpo se le había endurecido hasta el punto de parecer más una substancia inanimada que carne y sangre. Ciertamente, la noche era cruda, glacial y ruidosa, pero se acordó de que cuatro noches antes no había habido viento, y sin embargo él había temblado como temblaba ahora.

«Me hago viejo», murmuró ásperamente entre los largos dientes descoloridos; pero sabía que estaba mintiendo. Ningún frío de este mundo podía erizarle los pelos como si fueran pequeños alambres, tiesamente, casi dolorosamente a lo largo de los muslos y los antebrazos, y en la nuca. ¿Estaba asustado? Sí, como cualquier hombre razonable lo habría estado en esas circunstancias. Estaba muy asustado, aunque la sensación era en él bastante diferente de la que hubieran podido experimentar otros hombres. No estaba asustado de la oscuridad, ni de las puertas que se abrían y cerraban en la lejanía, ni de los aullidos del viento. Había vivido toda su vida en un atroz mundo de penumbras.

Excorio se volvió para ver mejor el rellano, aunque estaba demasiado oscuro. Hizo crujir uno tras otro los cinco nudillos de la mano izquierda, pero apenas oyó el ruido seco, pues una nueva ráfaga de vendaval sacudió ruidosamente todas las ventanas y las tinieblas se animaron con portazos. Estaba asustado; estaba asustado desde hacía semanas. Pero Excorio no era un cobarde; había en él algo duro y tenaz, una especie de obstinación que excluía el pánico.

De pronto, pareció que el vendaval se precipitaba a su propio clímax, y enseguida se calmó totalmente; pero el intervalo de silencio de muerte concluyó cuando apenas había comenzado, pues unos segundos más tarde, como si viniera de un sitio diferente, la tempestad soltó otro de sus ejércitos de lluvia sólida y granizo, derramando los flancos sobre el castillo desde el vientre de una tempestad todavía más desenfrenada.

Durante los pocos momentos de lo que pareció un silencio absoluto entre las dos tormentas, Excorio se había incorporado bruscamente, sentándose muy erguido, con el cuerpo tenso. Se había metido un nudillo entre los dientes, para que no le castañetearan, y con los ojos fijos en el oscuro rellano de la escalera, había oído, con toda claridad, un sonido a la vez próximo y lejano, un sonido aterradoramente único. En esta laguna de calma, los esporádicos ruidos del castillo se habían hecho erráticos, ilocalizables. Un ratón mordisqueando bajo el suelo de madera podía encontrarse tanto a unos pasos como a varias salas de distancia.

El sonido que Excorio oyó era el de un cuchillo que alguien afilaba con mucho cuidado. A qué distancia, no podía saberlo. Era un sonido en el vacío, algo abstracto, y sin embargo chirriaba tan enormemente que muy bien hubiera podido estar a una pulgada de su estirada oreja.

El número de veces que la hoja se deslizó por la muela no tenía relación con el tiempo que pasó para Excorio mientras escuchaba. Para él, el vaivén mecánico del acero sobre la piedra duró toda la noche. Si hubiese amanecido mientras escuchaba, no se habría sorprendido. En realidad el sonido no duró más que unos instantes, y cuando la segunda tempestad arremetió rugiendo contra las paredes del castillo, Excorio estaba agachado sobre manos y rodillas, con la cabeza apuntando hacia el chirrido y con los labios estirados, mostrando los dientes.

La tempestad continuó todo el resto de la noche. Excorio se pasó las horas acurrucado a la puerta de su señor, pero no volvió a oír aquel horrible chirrido.

El alba, cuando llegó, espolvoreando semillas grises con una determinación lenta pero inexorable sobre la oscuridad terrenal, sorprendió al criado con los ojos muy abiertos, las manos colgando como pesos muertos sobre las rodillas levantadas y el mentón desafiante entre las muñecas. Lentamente, el aire se aclaró, y estirando uno tras otro los miembros entumecidos, Excorio se incorporó rígidamente y se encogió de hombros hasta las orejas. Luego cogió la llave de hierro que tenía entre los dientes y la dejó caer en el bolsillo de la chaqueta.

Con siete lentas zancadas, había llegado a la escalera y estaba mirando allá abajo un pozo de frío. Los escalones parecían descender interminablemente. Al mover los ojos de escalón en escalón, vio algo pequeño en el centro de un rellano de debajo, a unos cuarenta pies. Tenía una forma aproximadamente ovalada. Excorio volvió la cabeza hacia la puerta de lord Sepulcravo.

El cielo había agotado su furia y todo estaba en silencio.

Descendió, con la mano en la barandilla. Cada una de sus pisadas despertaba ecos por debajo de él, y otros ecos más débiles por encima, a lo lejos, hacia el este.

Cuando alcanzó el rellano, un rayo de luz atravesaba como una fina lanza una ventana de levante y se estremecía en una pequeña mancha sobre la pared, a unos pocos pasos de donde él estaba. Este hilo de luz acentuaba las sombras de arriba y abajo, y Excorio tuvo que tantear un rato el piso de madera, antes de dar con lo que buscaba. Al tomarlo en las manos callosas, le pareció desagradablemente blando. Se lo acercó a los ojos y notó un penetrante y nauseabundo olor; pero aún no podía distinguir qué era aquello. Entonces levantándolo hacia el rayo de sol, de modo que la mano echara una sombra sobre el rombo claro de la pared, vio, como iluminado por una luz sobrenatural, un diminuto pastel exquisitamente moldeado. En el perímetro de la golosina, una frágil sustancia parecida al coral imitaba los eslabones de una cadena, dejando en el centro una minúscula arena de azúcar de color verde jade, con la letra «V» retorcida en la superficie glaseada como un gusano de crema.

EL DESENTERRAMIENTO DE BERGANTÍN

EL CONDE, agotado tras una jornada de ritual (en la que, entre otras cosas, había tenido que subir y bajar tres veces la escalera de piedra en la Torre de los Pedernales, poniendo en cada ocasión un vaso de vino encima de una caja de ajenjo, instalada allí para ese propósito sobre una torreta azul), se retiró a su cuarto en cuanto se libró del último deber del día, y tomó una dosis de láudano más fuerte de lo que había necesitado hasta entonces. Era evidente que ahora desempeñaba el trabajo del día con un fervor insólito. Atendía a todos los detalles, y llevaba a cabo y entendía las minucias ceremoniales con una concentración que era prueba de que había entrado en una nueva época.

La pérdida de la biblioteca había sido un golpe tan demoledor, que todavía no había empezado a sufrir el tormento que conocería más tarde. Aún estaba perplejo y aturdido, pero sentía de un modo instintivo que no había para él ninguna esperanza si no apartaba de la mente el recuerdo de la tragedia y se entregaba en cuerpo y alma a la rutina cotidiana. Sin embargo, a medida que las semanas transcurrían, le era más y más difícil olvidar el horror de aquella noche. Los libros que amaba, no sólo por su contenido sino, intrínsecamente, por las diversas calidades de papel y tipografía, se le aparecían delante recordándole que ya no podría hojearlos ni leerlos. No sólo los libros se habían perdido, y los pensamientos en los libros; la pérdida quizás para él más irreparable eran las horas de meditación que lo habían levantado más allá de sí mismo, transportándolo con sus silenciosas y enormes alas. No pasaba ni un día en que no se acordara de un volumen concreto, o de una serie de obras, cuya posición exacta sobre las paredes tenía tan indeleblemente grabada en la memoria. Para escapar de esa cruda vacuidad, hizo un esfuerzo sobrehumano atendiendo exclusivamente a la retahíla de ceremonias que tenía que desempeñar todos los días. No había intentado rescatar ni un solo volumen, pues incluso cuando las llamas brincaban alrededor de él, en la biblioteca, sabía que cada frase que escapara del fuego sería después ilegible y amarga como la hiel, algo que lo torturaría cada vez más. Era mejor sentir esa cavidad abierta y vacía en el corazón, antes que la mofa de un solo volumen. Sin embargo, cada día que pasaba, sentía que perdía fuerzas.

Poco después de la muerte de Agrimoho, alguien recordó que el viejo bibliotecario había tenido un hijo, y la búsqueda empezó enseguida. Pasó mucho tiempo antes de que lo descubrieran dormido en el rincón de un cuarto de techo muy bajo. Había que encorvarse para atravesar la sucia puerta de nogal. Después de agacharse bajo el podrido dintel, no había posibilidad de abandonar esa incómoda posición, ni de enderezar la espalda, pues el techo se combaba a la altura del vano de la puerta, y en el centro de la habitación se hinchaba todavía más, hacia abajo, como una enmohecida barriga negra de moscas. La escasa luz del cuarto venía de un tragaluz horizontal cerca del suelo, y los criados a quienes se había encomendado la misión fueron incapaces en un principio de distinguir si había alguien allí. Al topar cerca del centro con una mesa que tenía las patas aserradas por la mitad, se dieron cuenta de que había estado ocultándoles a Bergantín, el hijo del anciano Agrimoho. Estaba tendido en un colchón de paja. En un primer instante, la similitud del hijo con su difunto padre horrorizó a los criados, pero cuando vieron que el viejo tumbado de espaldas con los ojos cerrados no tenía más que una pierna, y además atrofiada, sintieron tal alivio que se enderezaron, y el golpe de las cabezas contra el techo los dejó aturdidos.

Al recuperarse, se encontraron todos juntos a gatas en el suelo. Bergantín los observaba. Irritado, alzó el muñón de la pierna y lo golpeó sobre el colchón, esparciendo una nube de polvo.

—¿Qué queréis? —dijo. Su voz era tan seca como la de su padre, pero más potente de lo que cupiera esperar, teniendo en cuenta que la diferencia de edad entre ellos había sido de sólo veinte años. Bergantín tenía setenta y cuatro años. El criado más próximo a él se incorporó hasta una posición encorvada, se frotó los omoplatos contra el techo, y con la cabeza doblada a la fuerza al nivel de los pezones contempló a Bergantín entreabriendo una boca fláccida. El compañero, una criatura achaparrada y dura de mollera, respondió obtusamente desde las sombras detrás de su boquiabierto amigo: —Está muerto.

—¿De quién estás hablando, zoquete? —dijo irritado el septuagenario, incorporándose sobre un codo y levantando otra nube de polvo con el muñón. —Del padre de usted —dijo el hombre de labios fláccidos en el tono apremiante de quien trae buenas noticias.

—¿Cómo? —gritó Bergantín, cada vez más irritado—. ¿Cómo? ¿Cuándo? No os quedéis ahí mirándome como mulas pestilentes.

—Ayer —respondieron—. Abrasado en la biblioteca. No quedan más que huesos.

—¡Detalles! —aulló Bergantín, dando golpes por todos lados con el muñón y anudándose furiosamente la barba como lo hiciera su padre—. ¡Detalles, cabezas de vejiga! ¡Fuera! ¡Fuera de mi vista, malditos!

Rebuscando en la oscuridad, encontró su muleta y con grandes esfuerzos se levantó sobre la pierna atrofiada. Era tan corta que cuando Bergantín estaba de pie podía moverse grotescamente hacia la puerta sin tener que bajar la cabeza para evitar el techo. Tenía más o menos la mitad de altura que los agachados sirvientes, pero pasó entre los dos bultos como una enfurecida nube de tela, deshilachada hasta parecer una filigrana, y los barrió a ambos lados.

Se deslizó bajo la puerta baja como los niños que pasan por debajo de una mesa con la cabeza erguida y emergen triunfalmente por el otro lado.

Los criados oyeron el ruido de la muleta contra el suelo del pasillo, alternando con el golpe de la pierna atrofiada.

Entre las muchas cosas que Bergantín tenía que hacer en las próximas horas, las más inmediatas eran tomar posesión de las habitaciones paternas, conseguir las innumerables llaves, encontrar y vestir la arpillera grana que tenía preparada desde hacía mucho tiempo para el día en que su padre muriera, y advertir al conde que estaba al corriente de sus deberes, pues los había estudiado, con su padre y sin él, durante los últimos cincuenta y cuatro años, entre descansos alternados, durmiendo o mirando una mancha de moho en la combada barriga del techo.

Desde un principio probó que era de una intransigente eficacia. El sonido de la muleta que se acercaba fue signo de una trepidante actividad febril. Era como si se acercara la letra dura e inflexible de la ley de Gormenghast, la férrea letra de la tradición.

Esto fue, para el conde, de gran beneficio, pues con un hombre de disciplina tan recta y estricta era imposible cumplir el trabajo del día sin ensayarlo escrupulosamente cada mañana. Bergantín trataba de que su señoría se aprendiera de memoria los discursos que tenía que pronunciar durante el día, y todos los detalles de las distintas ceremonias.

Eso ocupaba al conde la mayor parte del tiempo, y evitaba, hasta cierto punto, que cayera en un humor introspectivo. No obstante, a medida que pasaban las semanas, el golpe que había recibido empezó a manifestarse. El insomnio era un infierno cada noche más terrible.

Los narcóticos ya no podían ayudarlo, pues cuando después de una prodigiosa dosis, se hundía en un sueño gris, veía formas que lo perseguían al despertar, batiendo enormes y hediondas alas por encima de su cabeza, e infectando la habitación con el aliento caliente de unas plumas putrefactas. La melancolía habitual se le estaba transformando día a día en algo más siniestro. Había momentos en que parecía profanar la máscara fúnebre y descompuesta de su rostro con una sonrisa más aterradora que la más sombría mueca de dolor.

Una extraña luz le aparecía por un instante en la mirada pétrea, como si la luna se reflejara en el cartílago, y entonces los labios se le entreabrían y la hendidura de la boca se le prolongaba en una curva ascendente y muerta.

Pirañavelo había previsto que tarde o temprano la locura atacaría al conde, y se sintió desagradablemente sorprendido ante la aparición de Bergantín y su implacable eficacia. Entre sus planes estaba el de sustituir al viejo Agrimoho en sus funciones, pues se consideraba el único en el castillo capaz de dominar los múltiples detalles del complicado trabajo. Sabía que la autoridad, que difícilmente le hubieran negado si no hubiera habido ya alguien versado en las leyes del castillo, no sólo le habría permitido estar en contacto directo e influyente con Sepulcravo, sino que además se hubieran abierto para él, poco a poco, los secretos más íntimos de Gormenghast. Su poder se hubiera multiplicado cien veces. Pero no había contado con los ancestrales principios que sostenía en pie la anatomía del lugar. Para cada puesto clave en el castillo había un sucesor, un hijo o simplemente un estudiante, cuyo aprendizaje se llevaba en él más riguroso secreto. Siglos de experiencia habían velado para que no hubiera ninguna brecha en la intrincada e ininterrumpida cadena de las costumbres inmemoriales.

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