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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (47 page)

BOOK: Titus Groan
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Nadie había pensado en Bergantín, ni oído hablar de él desde hacía más de sesenta años; pero al morir el viejo Agrimoho, Bergantín apareció en el polvoriento escenario como un experimentado actor, y el lento drama de Gormenghast siguió representándose entre sombras.

A pesar de ese revés, las operaciones de rescate habían beneficiado a Pirañavelo más de lo que había previsto. Excorio empezaba a tratarlo con una especie de respeto taciturno. Nunca había sabido qué hacer con Pirañavelo. Cuando un mes antes ambos coincidieron ante la verja del jardín de los Prunescualo, Excorio se apartó de él como de un fantasma, mirando hoscamente por encima del hombro a aquel bien vestido enigma, y echando a perder la oportunidad de decirle unas cuantas verdades. A los ojos de Excorio, el joven Pirañavelo era algo así como una aparición. De la manera más incomprensible, las vidas del conde, de la condesa, de Titus y de Fucsia habían sido salvadas por la intervención de ese cachorro, y mezclados con el desagrado de Excorio había una especie de temor, y también, por qué no, cierta admiración.

Y no es que Excorio se mostrara afable con el muchacho, pues le repugnaba tener que tratar como igual a alguien que procedía de la cocina de Vulturno.

Bergantín era otra píldora amarga, pero Excorio se dio cuenta enseguida de la integridad del anciano y de sus derechos tradicionales.

Fucsia, para quien el arte refinado de las ceremonias rituales tenía pocos alicientes, consideraba al viejo Bergantín como una persona de quien tenía que ocultarse y a quien tenía que odiar, sin más razón específica que el odio de la juventud por la autoridad que dan los años.

Advirtió que a medida que pasaban los días empezaba a oír el sonido de la muleta golpeando el suelo como si fuera las detonaciones de un arma.

PRIMERAS REPERCUSIONES

INCAPAZ DE RECONCILIAR el heroísmo de Pirañavelo durante el rescate con su rostro, tal como lo viera al otro lado de la ventana antes de caer, Fucsia empezó a tratar al joven con creciente desconfianza. Admiraba su ingenio, su temeridad, su facilidad de palabra, algo para ella tan difícil, y tan simple para él. Admiraba su fría eficiencia y la odiaba al mismo tiempo. La maravillaban la prontitud con que actuaba, la seguridad que tenía en sí mismo. Cuanto más lo veía, más se sentía inclinada a reconocer en él una personalidad más astuta y ágil que la suya. De noche, la cara pálida de ojos juntos se le aparecía una y otra vez, y al despertarse, recordaba con un sobresalto que les había salvado la vida.

Fucsia no llegaba a entenderlo. Lo observaba con atención. De alguna manera, Pirañavelo se había convertido en un personaje importante, una figura central en la vida del castillo. Había estado insinuando su presencia ante las personas más relevantes con tal sutileza, que cuando irrumpió dramáticamente en la escena para rescatar a la familia de la biblioteca en llamas, esta valiente hazaña fue suficiente para empujarlo a un primer plano.

Seguía viviendo en casa de los Prunescualo, pero secretamente planeaba instalarse en una larga y espaciosa habitación, con una ventana que dejaba entrar el sol de la mañana. Estaba en el ala sur, en la misma planta que las habitaciones de las tías. Realmente, tenía pocos motivos para quedarse con el doctor, que no parecía darse suficiente cuenta de la nueva posición social de Pirañavelo, y que insistía en hacerle preguntas sobre cómo había encontrado el pino, ya abatido y desmochado para el Rescate, y sobre otros varios detalles; y aunque a él no le costaba mucho contestar (pues había preparado respuestas para todo) estas preguntas no dejaban de ser pertinentes. El doctor había cumplido un valioso papel. Le había servido de trampolín, pero ahora había llegado el momento de instalarse en una habitación, o incluso una suite de habitaciones, en el propio castillo, donde le sería más fácil enterarse de lo que estaba sucediendo.

Desde el incendio, Prunescualo se había vuelto para él extrañamente silencioso. Cuando hablaba, la voz era la de siempre: alta, rápida y aflautada, pero se pasaba la mayor parte del día recostado en un sillón de la sala, sonriendo de continuo a todo el que veía, los dientes desplegados en una sonrisa inmóvil, pero con algo más reflexivo en los agrandados ojos que nadaban detrás de los gruesos cristales de las gafas. Irma, que desde el incendio había estado atada a la cama, y a quien extraían un cuarto de litro de sangre en martes alternos, tenía ahora permiso para bajar por las tardes. Allí se quedaba sentada con aire abatido, desgarrando sábanas de calicó que dejaban junto a su sillón todas las mañanas. Durante horas y horas continuaba con este ruidoso, derrochador y monótono soporífero, mientras meditaba sobre el hecho de que ya no era una dama.

La señora Ganga estaba todavía muy enferma. Fucsia hacía por ella todo lo que podía. Había trasladado la cama de la niñera a su propio cuarto, pues la anciana tenía ahora mucho miedo a la oscuridad, que asociaba con el humo.

Titus parecía ser el menos afectado por el incendio. Tuvo los ojos inyectados de sangre durante un tiempo, pero la única otra secuela fue un severo resfriado, y mientras duró, Prunescualo cuidó del bebé en su propia casa.

Los huesos del viejo Agrimoho fueron sacados de la mesa de mármol entre los restos calcinados de madera y libros.

Excorio, a quien habían encomendado la misión de recoger los restos del fallecido bibliotecario y transportarlos al patio de los criados, donde se estaba construyendo un ataúd con cajas viejas, tuvo dificultades en manejar el calcinado esqueleto. La cabeza había quedado un poco suelta, y después de rascarse largamente el cráneo, Excorio decidió por fin que la única solución era llevar en brazos las traqueteantes reliquias, como si se tratara de un bebé. No sólo era la forma más respetuosa; también eliminaba el riesgo de desarticulación o rotura.

Ese anochecer, mientras regresaba a través del bosque, la lluvia empezó a caer intensamente antes de que llegara al linde de los árboles, y a medio camino del yermo que separaba los pinos de Gormenghast, corría ya a raudales por los huesos y el cráneo que llevaba en brazos y burbujeaba en las cuencas de los ojos. Excorio tenía las ropas empapadas y el agua le había entrado en las botas. Al aproximarse al castillo, el aire era tan oscuro a causa del aguacero que no veía más que unos pocos pasos delante de él. De pronto, lo sobresaltó un ruido justo detrás, pero antes de que pudiera volverse, sintió un dolor agudo en la nuca, y cayendo de rodillas, soltó el esqueleto y se desmayó en el suelo burbujeante. No supo si había estado allí tendido varias horas o algunos minutos, pero cuando recobró el conocimiento, la lluvia seguía cayendo torrencialmente. Se llevó a la nuca la mano grande y callosa y descubrió allí un bulto del tamaño de un huevo de pata. Rápidas punzadas de dolor le atravesaban el cerebro de lado a lado.

De pronto, se acordó del esqueleto, y se puso de rodillas, tambaleándose. Con los ojos todavía empañados, alcanzó a distinguir la silueta borrosa de los huesos; pero cuando un momento más tarde se le aclararon los ojos, descubrió que faltaba la cabeza.

EL ENTIERRO DE AGRIMOHO

BERGANTÍN OFICIÓ en el funeral de su padre. Según él, era imposible enterrar los huesos sin un cráneo. Lamentaba ciertamente que el cráneo no pudiera ser el auténtico, pero parecía imperativo dar algún tipo de acabado al cuerpo antes de entregarlo a la tierra. Excorio había contado la historia del golpe, y la contusión detrás de la oreja izquierda era un veraz testimonio. No parecía haber ninguna pista sobre la identidad del cobarde agresor, ni nadie que explicara tampoco el motivo que había incitado a un acto tan cruel y gratuito. Se dedicaron dos días a la búsqueda infructuosa del desaparecido ornamento, y Pirañavelo encabezó una expedición de mozos de cuadra a las cavas de vino, pues según su teoría, los múltiples huecos y recovecos que había allí eran un escondite ideal para el cráneo. Siempre había deseado descubrir la extensión de esas cavas. La búsqueda a la luz de unas velas y a través del húmedo laberinto de sótanos y corredores abarrotados de polvorientas botellas de vino, refutó su teoría, y cuando de noche todas las patrullas informaron que la búsqueda no había llevado a nada, se decidió que los huesos serían enterrados al día siguiente, tanto si se encontraba la cabeza como si no.

Puesto que desenterrar un cuerpo del cementerio de los criados se consideraba una profanación, Bergantín decidió que el cráneo de un ternero pequeño serviría igualmente. Vulturno proporcionó un ejemplar, y después de hervirlo y quitarle los últimos vestigios de carne, lo secaron y barnizaron. Al ver que se acercaba la hora del entierro y el cráneo original seguía sin aparecer, Bergantín mandó a Excorio a la habitación de la señora Ganga en busca de unas cintas de color azul. El cráneo del ternero era casi perfecto, pues pequeño de tamaño, no desentonaba con las reducidas proporciones del esqueleto, como habían temido. En todo caso, el anciano estaría, si no homogéneo, por lo menos completo. Ya no estaría descabezado, y el funeral no sería un asunto descuidado y de entiérrenlo-como-sea.

Bergantín esperó a que acercaran el ataúd a la tumba en el Cementerio de los Estimados, y sólo cuando la multitud se congregó en silencio junto a la pequeña zanja rectangular, indicó a Sepulcravo que avanzara y atara el cráneo de ternero a la última vértebra del viejo Agrimoho, y le dio la cinta azul que la señora Ganga había encontrado en el fondo de una de sus abigarradas canastas de telas. Se honraba así al anciano. Bergantín estaba satisfecho y se anudaba la barba con aire meditabundo. En cuanto a si observaba rigurosamente algún oscuro principio de la ley de los Groan, o si simplemente encontraba consuelo en algún tipo de cintas, era imposible saberlo, pero cualquiera que fuese la razón, había conseguido en algún otro sitio varios retales de diferentes colores, y el esqueleto de su padre lucía una serie de lazos de seda, pulcramente atados alrededor de unos huesos que parecían prestarse a ese decorativo tratamiento.

Cuando el conde acabó con el cráneo de ternero, Bergantín se dobló sobre el ataúd, examinándolo. En general, se sentía satisfecho. La cabeza de ternero era quizá demasiado grande, pero apropiada. La luz del crepúsculo la iluminaba de manera admirable, y la textura del hueso era particularmente efectiva.

El conde estaba de pie, en silencio, delante de la multitud, y Bergantín, hundiendo la muleta en el suelo, dio unos brincos alrededor hasta quedar de cara a los hombres que habían transportado el ataúd. Una luz le brilló en los ojos fríos y los hombres se acercaron a la tumba.

—Clavad la tapa —chilló Bergantín, y brincó de nuevo alrededor de la muleta, sobre la pierna atrofiada, y la contera de la muleta giró en el suelo blando, levantándolo en cuñas gorgoteantes.

Fucsia, de pie junto al montañoso costado de su madre, lo odiaba con todo el cuerpo. Estaba empezando a aborrecer las cosas viejas. ¿Qué palabra criticaba Pirañavelo cada vez que la veía? Siempre decía que era horrible. «Autoridad», sí. Apartó los ojos del hombre de una sola pierna y observó distraídamente la hilera de rostros boquiabiertos. Miraban cómo los sepultureros clavaban la tapa. Todos le parecían horribles a Fucsia. Su madre observaba por encima de las cabezas de la multitud con su característica mirada perdida. En el rostro de su padre empezaba a asomar una sonrisa, como si fuera algo inevitable, automático, algo que Fucsia nunca le había visto antes. Se cubrió los ojos con las manos y se sintió invadida por una oleada de irrealidad. Quizá todo aquello no era más que un sueño. Quizá todos eran en realidad amables y hermosos, y ella los veía sólo a través del velo negro de un mal sueño. Bajó las manos y se encontró mirando a los ojos de Pirañavelo. Estaba al otro lado de la tumba, con los brazos cruzados. Mientras la contemplaba, ladeando ligeramente la cabeza, como un pájaro, alzó las cejas con aire burlón y torció un lado de la boca. Involuntariamente, Fucsia hizo una pequeña señal con la mano, una señal de reconocimiento, de amistad, en la que había algo tan tierno, tan sutil, que era indescriptible. Ella misma no sabía que había movido la mano; sólo sabía que la figura al otro lado de la tumba era joven.

Pirañavelo era extraño y poco atrayente, alto de hombros y de frente grande y abombada, aunque esbelto, y joven. ¡Oh, sí, eso era! No pertenecía al mundo viejo, aburrido e intolerante de Bergantín: pertenecía al lado alegre de la vida. No había nada en él que la atrajese, nada que le gustara, excepto juventud y coraje. Había salvado a Tata Ganga del fuego. Había salvado al doctor Prune del fuego… y sí, la había salvado a ella, también. ¿Dónde estaba el bastón-espada? ¿Dónde lo había dejado? Estaba tan encaprichado con él, llevándolo adondequiera que fuese.

Ahora echaban tierra en la tumba, pues ya habían bajado el desvencijado ataúd. Cuando la fosa estuvo llena, Bergantín inspeccionó el rectángulo de tierra removida. Habían puesto mal la tierra, pues el barro se adhería a las palas, y Bergantín había chillado a los sepultureros, irritado. Ahora, manteniéndose en equilibrio sobre la muleta, intentaba nivelar el terreno empujando y aplastando terrones de barro con el pie. La multitud se dispersó, y Fucsia, alejándose de sus padres con paso arrastrado, se encontró en el extremo derecho del grupo que regresaba al castillo.

—¿Me permite que camine junto a usted? —dijo Pirañavelo, acercándose sigilosamente.

—Sí —dijo Fucsia—. Oh, claro, ¿por qué no? —Nunca había deseado la compañía de Pirañavelo, y estaba sorprendida por lo que ella misma había dicho.

Pirañavelo le echó una ojeada mientras sacaba su pequeña pipa. Después de encenderla, dijo:

—No es precisamente mi estilo, lady Fucsia.

—¿El qué?

—La tierra a la tierra, las cenizas a las cenizas, y todo ese alboroto.

—No creo que sea el estilo de nadie —respondió ella—. No me gusta la idea de morir.

—No cuando se es joven, por lo menos —dijo Pirañavelo—. Está muy bien para nuestro amigo, la carraca de huesos… De todos modos, no le quedaba mucha vida por delante.

—Me gusta que seas irrespetuoso, a veces —dijo Fucsia precipitadamente—. ¿Por qué tenemos que esforzarnos en ser respetuosos con los viejos, cuando ellos no nos tienen ninguna consideración?

—Ellos mismos lo han inventado —dijo Pirañavelo—. Les interesa que se siga aplicando el asunto ese de la reverencia. ¿Dónde estarían sin él? Hundidos. Olvidados. Apartados. No les queda nada más que su edad, y están celosos de nuestra juventud.

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