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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (50 page)

BOOK: Titus Groan
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La cabra blanca la miró mientras Keda se acercaba, y dio unos pocos pasos hacia ella, sacudiendo las patas delgadas, alzando la cabeza. Keda siguió andando y oyó un ruido de agua. El sol estaba a medio camino entre el cenit y el horizonte, pero Keda no supo decir al principio si era la mañana o la tarde, pues no había modo de saber si el sol subía por el cielo del este o se hundía por el cielo del oeste. Todo estaba en calma; el sol parecía estar clavado para siempre, como si fuese un disco de papel amarillo, pegado en el invernal cielo azulado.

Avanzó lentamente, en aquella hora desconocida, hacia el sonido del agua. Cruzó la sombra del edificio sin techo y durante un momento sintió que se le helaba la sangre.

Descendiendo por una empinada loma de helechos, llegó casi de inmediato al arroyo, que corría entre zarzas peladas y oscuras. Un poco a la izquierda de Keda, entre las matas espinosas de la orilla del agua, había un vado de piedras gastadas y lisas, ahuecadas como cuencas en la superficie por el tránsito de lo que debieron de haber sido siglos de pisadas. Más allá del vado, una yegua gris bebía en la corriente. La crin le caía sobre los ojos y flotaba en la superficie del agua mientras bebía. Más lejos, había otra yegua de pelaje moteado, y más lejos aún, en el lugar donde el riachuelo doblaba hacia la derecha y se hundía bajo una pared de matorrales, había un tercer animal, un caballo cuya piel parecía de terciopelo negro. Los tres estaban inmóviles y absortos, con las crines moviéndose en el agua, y las patas sumergidas hasta las rodillas en la sonora corriente. Keda sabía que si avanzaba unos pasos por la orilla hasta distinguir el próximo tramo del río, vería que los caballos se alejaban uno tras otro a lo largo del llano, cada uno un eco del anterior, ecos de color cambiante, pero todos con el agua hasta las rodillas, todos con las crines colgando, las gargantas sedientas.

De repente, empezó a sentir frío. Los caballos alzaron la cabeza y la miraron fijamente. La corriente pareció quedarse quieta; y luego Keda se oyó a sí misma, hablando.

—Keda —decía—, tu vida ha concluido. Tus amantes están muertos. Tu hijo y su padre están enterrados. Y tú también estás muerta. Sólo tu pájaro sigue cantando. ¿Qué dice el pájaro brillante? ¿Que todo ha concluido? La belleza morirá de repente y en cualquier momento. Desde ahora, en cualquier momento desaparecerá del cielo y de la tierra y de los miembros y los ojos y el pecho y la fuerza de los hombres y de las semillas y la savia y el capullo y la espuma y la flor…

Todo se derrumbará para ti, Keda, pues todo ha acabado; sólo te queda esa criatura que un día nacerá, y luego ya sabrás qué hacer.

De pie sobre las piedras del vado, se vio reflejada en el agua cristalina. Había envejecido mucho; la maldición de los Moradores la había alcanzado; sólo los ojos, como los ojos de una gacela, desafiaban la calamidad que le arruinaba la cara. Miró la imagen un rato; luego se llevó las manos al corazón, donde el pájaro lloraba, lloraba de alegría. «¡Se ha acabado!», chillaba la voz picuda. «Estás esperando, pero sólo por el niño. Todo lo demás se ha cumplido, ya no necesitas nada más.»

Keda levantó la cabeza, abrió los ojos y vio el cielo, donde colgaba un cernícalo. El corazón le latía y le latía, y el aire se espesó hasta que la oscuridad le embozó los ojos, mientras el alegre grito del pájaro seguía repitiendo:
«¡Se ha acabado! ¡Se ha acabado! ¡Se ha acabado!»
.

El cielo se aclaró delante de ella. A su lado estaba el padre moreno. Cuando Keda se volvió hacia él, el padre moreno alzó la cabeza y la llevó de nuevo a la cabaña de madera, donde ella se tendió exhausta en la cama.

El sol y la luna se le habían metido bajo los párpados y le llenaban la cabeza con un torbellino de imágenes. Los cactos gigantes de las casas de barro giraban alrededor de las torres de Gormenghast, que flotaban alrededor de la luna. Unas cabezas se precipitaban hacia ella, al principio meras puntas de aguja en un horizonte infinitamente lejano, pero creciendo de un modo insoportable a medida que se aproximaban y estallaban sobre su cara: los rostros de su difunto marido, de la señora Ganga, de Fucsia, de Braigon, de Excorio, de la condesa, de Rantel y la del doctor, de devoradora sonrisa. Le ponían algo en la boca. Era el borde de una taza. Le estaban diciendo que bebiera.

—¡Oh, padre! —exclamó.

El anciano la empujó gentilmente contra la almohada.

—Hay un pájaro gritando —dijo Keda.

—¿Qué grita? —preguntó el viejo.

—Grita de alegría, por mí. Está feliz por mí, pues pronto habrá acabado todo; cuando me libre de mi carga y pueda hacerlo, oh, padre, cuando me libre de mi carga.

—¿Qué vas a hacer?

Keda miró fijamente el techo de juncos.

—Eso pasará entonces —murmuró—, con una cuerda, o con agua profunda, o con un cuchillo…, o con un cuchillo.

DESPEDIDA

PASÓ MUCHO TIEMPO antes de que Keda tuviera fuerzas como para partir a caballo hacia las casas de barro. La fiebre había hecho estragos en ella, y si no hubiera sido por los cuidados del viejo sin duda habría muerto. Durante interminables noches de desvarío, se desembarazó de un torrente de palabras, su reticencia natural quebrada por la fuerza de aquellas desbocadas imaginaciones.

El anciano se sentaba a su lado, con la velluda barbilla apoyada en el puño nudoso y los ojos pardos clavados en el rostro vibrante de la muchacha. La escuchaba y recomponía la historia de los amores y los miedos de Keda salvando piezas del efusivo naufragio. Le retiraba una gran hoja empapada de la frente y la reemplazaba con otra, helada y de forma de zapato, del montón que había recogido para ella. A los pocos minutos, la hoja ya estaba caliente sobre la frente ardorosa. Cuando podía dejar a Keda un rato, el anciano iba a preparar las hierbas con las que la alimentaba, y a confeccionar las pócimas que eventualmente le acallaron la pesadilla del cerebro, y le calmaron la sangre.

Con el paso de los días, empezó a conocerla mejor, a la manera grande y silenciosa de los árboles tutelares. No hablaban. Todo lo que pasaba entre ellos de importancia, se movía en silencio. Tumbada en la cama, Keda le tomaba la mano y sentía una gran alegría mirándole la augusta y pesada cabeza, la barba, los ojos pardos, y la rústica mole de su cuerpo junto a ella.

Pero, a pesar de la paz que la colmaba en presencia de él, la sensación de que tendría que estar entre su propia gente era cada día más poderosa.

El anciano veía a Keda consumirse de inquietud, pero no le permitió que se levantase hasta mucho después de que le bajara la fiebre. Al fin Keda tuvo fuerzas suficientes para dar cortos paseos por el cercado, y él la guiaba, sosteniéndola con el brazo, hacia las colinas de pelo verde, o hacia el bosquecillo de olmos.

Desde el principio, el silencio había bautizado esta relación, e incluso ahora, varios meses después de aquella primera tarde en que Keda despertara bajo el techo de juncos, sólo hablaban para facilitar alguna tarea doméstica. Esa comunión en el silencio, que reconocieron desde el principio como lenguaje común, florecía día a día en una especie de confianza absoluta en la receptividad del otro.

Keda sabía que el padre moreno comprendía que ella tenía que irse, y el anciano sabía que Keda comprendía por qué él no permitía que se fuese, pues estaba aún demasiado débil, y así pasaron juntos los días de primavera. Keda lo observaba cuando él ordeñaba la cabra blanca, y el padre moreno se apoyaba como un roble contra la pared de la cabaña mientras Keda removía la sopa encima del fogón de piedra, o rascaba la marga adherida a la pala, antes de ponerla junto a los otros utensilios de jardinería al decaer la luz.

Un anochecer, al regresar del paseo más largo que Keda diera hasta entonces, se detuvieron un momento en la cima de una loma, y miraron hacia el oeste antes de descender hacia las sombras que envolvían la cabaña.

En el cielo había una luz verdosa y la superficie era como de alabastro. Mientras lo contemplaban, la estrella de la noche cantó en un súbito punto de luz.

El escabroso horizonte de árboles le recordó a Keda el largo y agonizante viaje que la había traído a ese refugio, a la cabaña del ermitaño, a ese paseo al anochecer, a ese instante de luz, y le recordó también las ramas que intentaban agarrarla por el hombro derecho, y cómo, a la izquierda, se alzaba el blasfemo dedo de roca. Miró sin ver la línea de árboles oscuros hasta que los ojos se le detuvieron en una diminuta área de cielo, enmarcada por el negro y distante follaje. Era un pedazo de cielo tan pequeño, que si Keda hubiera apartado los ojos un segundo, habría sido incapaz de señalarlo o volverlo a encontrar.

El horizonte de árboles estaba perforado por una miríada de microscópicas chispas de luz, y no fue por azar que los ojos de Keda se sintieron atraídos precisamente hacia ésa abertura en el follaje, dividida en dos partes iguales por un espigón vertical de fuego verde. Aun a esa distancia, enmarcado y aprisionado por la oscuridad, Keda reconoció instantáneamente el dedo de roca.

—¿Qué significa, padre, ese delgado y horrible peñasco?

—Si a ti te parece horrible, Keda, significa que tu muerte está próxima, como tú misma deseas y ya has previsto. A mí todavía no me parece horrible, aunque ha cambiado. En mi juventud, era el pináculo de todo amor. A medida que los días mueren, se transforma.

—Pero yo no tengo miedo —dijo Keda.

Dieron media vuelta y empezaron a bajar por entre los cerros hacia la cabaña. La oscuridad había caído antes de que abrieran la puerta. Cuando Keda encendió la lámpara se sentaron a la mesa, uno frente al otro, hasta que los labios de Keda se movieron y empezó a hablar—: No, no tengo miedo —dijo—. Soy yo quien decide lo que he de hacer.

El anciano levantó la encrespada cabeza. A la luz de la lámpara sus ojos parecían pozos de luz parda.

—La criatura vendrá a verme cuando llegue el momento —dijo—. Siempre estaré aquí.

—Son los Moradores —dijo Keda—. Son ellos. —Se llevó involuntariamente la mano izquierda al corazón, y los dedos le temblaron un instante, como perdidos—. Dos hombres han muerto por mí, y yo devolveré su sangre a los Tallistas Brillantes, en mis manos, y también en la criatura ilegítima. Me rechazarán… pero no me importa. Porque mi pájaro sigue cantando…, cantando…, y encontraré mi recompensa en el Cementerio de los Proscritos…, oh padre…, mi recompensa, el profundo, profundo silencio que nadie podrá romper.

La lámpara vaciló y las sombras danzaron por el cuarto, regresando sigilosamente cuando la llama se enderezó.

—Ya falta poco tiempo —dijo el anciano—. Dentro de unos días emprenderás tu viaje.

—La yegua gris —dijo Keda—, ¿cómo se la devolveré, padre?

—Regresará sola. Cuando estés cerca de las casas, suéltala y ella dará media vuelta y se alejará de ti.

Keda apartó la mano del brazo del anciano y fue a su habitación. Toda la noche, la voz de un viento ligero gritó entre los juncos:
«Pronto, pronto, pronto»
.

En el quinto día él la ayudó a montar sobre la manta áspera de la silla. Del ancho lomo de la yegua colgaban dos cestas con pan y otras provisiones. Keda tomó el camino del norte de la cabaña, pero antes que la yegua se alejase, se volvió un instante a contemplar la escena por última vez. El campo pedregoso más allá de los grandes árboles. La casa sin techo, y al oeste las colinas de hierbas pálidas, y más allá de las colinas los bosques lejanos. Miró por última vez el cercado de hierba áspera; el pozo, y el árbol de sombra alargada. Miró por última vez la cabra blanca de cabeza de nieve, sentada, con la delicada pata delantera doblada contra el corazón.

—Ya no sufrirás más, pues estás más allá del poder del daño. No oirás más voces. Darás a luz la criatura, y cuando llegue el momento, pondrás fin a todo.

Keda miró al anciano.

—Soy feliz, padre. Soy feliz. Sé lo que tengo que hacer.

La yegua gris se internó en la oscuridad de debajo de los árboles, y avanzando con extraña deliberación, dobló hacia el este enfilando un sendero verde bordeado de helechos. Con las manos en el regazo, Keda estaba muy quieta y erguida mientras cada paso de la yegua la acercaba a Gormenghast y al hogar de los Tallistas Brillantes.

UNA MAÑANA TEMPRANO

LA PRIMAVERA ha venido y se ha ido, y es pleno verano.

Es la mañana del Almuerzo, del Almuerzo ceremonial. Preparado en honor de Titus, que hoy cumple un año, está magníficamente apilado sobre una mesa en el extremo norte del refectorio. Se han retirado las mesas y bancos de los criados, con lo que un desierto de losas frías se extiende hacia el sur, interrumpido sólo por una hilera de pilares que se alejan en perspectiva decreciente a ambos lados. Es el mismo comedor donde el conde mordisquea una frágil tostada cada mañana a las ocho, la sala en cuyo techo pulula una amalgama de desconchados querubines, trompetas y nubes, cuyas altas paredes gotean de humedad, cuyas losas de piedra suspiran a cada paso.

En el extremo norte de esta provincia glacial, la vajilla de oro de los Groan, dispuesta sobre la brillante negrura de la larga mesa, arde como si contuviera fuego; la cubertería refulge con reflejos azules; la blancura de las servilletas, dobladas en forma de palomas, las destaca en las sombras de alrededor, y parece que flotan en el aire. La gran sala está vacía, y no se oye otro sonido que el de las gotas de lluvia cayendo una a una desde una oscura mancha en el cielo cavernoso. Ha estado lloviendo desde las primeras horas del día, y en estos momentos hay un pequeño lago en medio de la larga avenida de piedra bordeada de pilares, donde se refleja confusamente una sección irregular del firmamento; un descolorido grupo de querubines duerme allí apoyado en una nube mohosa. Es en esa nube pintada, oscurecida por la lluvia
real
, donde las gotas se adhieren perezosamente antes de caer a intervalos regulares por el aire mal iluminado al vidriado charco del suelo.

Vulturno acaba de retirarse a sus húmedos y fríos cuartos después de echar una última mirada profesional a la mesa del almuerzo. Está complacido con su trabajo y al llegar a la cocina hay una cierta satisfacción en la mueca de sus labios abotagados. Faltan aún dos horas para que amanezca.

Antes de empujar la puerta de la Gran Cocina, se detiene y escucha con la oreja pegada al tabique. Espera oír la voz de uno de sus aprendices, de
cualquiera
de sus aprendices, no importa cuál, pues ha ordenado silencio hasta que él regrese. Las pequeñas criaturas uniformadas están alineadas en dos filas. Hay dos que están peleando, con susurros altos y agudos.

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