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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (54 page)

BOOK: Titus Groan
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Excorio se incorpora rápidamente. Es el criado personal de lord Sepulcravo. A él le corresponde sacar las ropas del conde y prepararlo para el Gran Almuerzo en honor de su único hijo. Este no es momento para que ese despreciable joven esté en la habitación de su señoría. Ni tampoco el doctor tiene por qué quedarse.

Apoya la mano en la puerta del armario y vuelve la cabeza con un crujido.

—Puedo hacerlo
yo
solo, doctor —dice.

Los ojos de Excorio van de Prunescualo a Pirañavelo, y estira los labios hacia atrás con una expresión de desprecio y disgusto.

El doctor advierte esta expresión.

—Muy bien. ¡Muy, muy bien! Su señoría mejorará minuto a minuto, y ya no es necesario que nos quedemos más tiempo. Es absolutamente innecesario. En nombre de la discreción, yo diría que somos totalmente prescindibles, ¡ja, ja, ja! Oh, claro que sí. Vamos, Pirañavelo, vamos. Y a propósito, ¿qué es toda esa sangre? ¿Está jugando a ser pirata, o se ha llevado un tigre a la cama? Ja, ja, ja! Ya me lo contará después, querido muchacho, ya me lo contará después.

El doctor empieza a guiar a Pirañavelo fuera de la habitación. Pero Pirañavelo detesta que lo guíen.

—Después de usted, doctor —dice, e insiste para que Prunescualo salga por la puerta antes que él.

Antes de cerrar, se vuelve y habla al conde en tono confidencial: —Me ocuparé de que todo esté listo —dice—. Déjelo en mis manos, su señoría. Le veré más tarde, Excorio. Bien, doctor, en marcha.

La puerta se cierra.

LAS MELLIZAS DE NUEVO

LAS TÍAS HAN ESTADO SENTADAS una frente a otra durante más de una hora, sin apenas moverse. Sólo la vanidad puede explicar un escrutinio tan prolongado de una cara humana, y de hecho
es
Vanidad y nada más que Vanidad, porque sabiendo que tienen facciones idénticas, que se han aplicado idéntica cantidad de maquillaje, y que han dedicado idéntico tiempo a cepillarse el pelo, no les cabe la menor duda de que al escudriñarse mutuamente están en verdad mirándose a sí mismas. Lucen trajes de la mejor púrpura, de un tono tan violento que lastima a cualquier ojo normalmente sensible.

—Clarice —dice Cora finalmente—, gira tu bonita cabeza a la derecha, para que vea qué aspecto tengo
de perfil
.

—¿Por qué? —dice Clarice—. ¿Por qué he de hacerlo?

—¿Y por qué no? Tengo el derecho de
saber
.

—Yo también, si de eso se trata.

—¿Pues de qué va a tratarse? ¡Estúpida!

—Sí, pero…

—Haz lo que te digo y luego yo haré lo mismo por ti.

—Así veré el aspecto que tiene mi perfil, ¿verdad?

—Lo veremos las dos, no únicamente tú.

—Eso es lo que he dicho: las dos lo veremos.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—Ninguno.

—Y bien ¿qué pasa?

—Nada.

—¿Y bien?

—¿Y bien, qué?

—Bien, venga ya, gira tu bonita cabeza.

—¿Ahora mismo?

—Sí, no hay nada que esperar, ¿verdad?

—Sólo el Almuerzo. Pero aún no es la hora.

—¿Por qué no?

—Porque acabo de oír la campana en el pasillo.

—Yo también. Eso significa que aún hay tiempo.

—Quiero ver mi perfil, Cora. Gira la cabeza.

—Está bien. ¿Durante cuánto tiempo, Clarice?

—Mucho tiempo.

—Sólo si yo también tengo mucho tiempo.

—Qué tonta eres, las dos juntas no podemos tener mucho tiempo.

—¿Por qué no?

—Porque no lo hay.

—¿No hay qué, querida?

—No hay mucho tiempo, ¿no?

—No. Al contrario, hay montones de tiempo.

—Sí, muchos y muy hermosos montones de tiempo.

—¿Quieres decir delante de nosotras, Clarice?

—Sí, delante de nosotras.

—Cuando estemos sentadas en los tronos, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabes?

—Bien, eso es lo que pensabas. ¿Por qué intentas engañarme?

—No lo intento. Simplemente quería saberlo.

—Pues bien, ahora ya lo sabes.

—¿Sé qué?

—Lo sabes, eso es todo. No iré más allá contigo.

—¿Por qué no?

—Porque tú no puedes ir tan lejos como yo. Nunca has podido.

—Supongo que porque nunca lo he
intentado
. No vale la pena, creo. Yo sé cuándo las cosas valen la pena.

—¿Cuándo, si se puede saber?

—¿Cuándo qué?

—¿Cuándo valen la pena?

—Cuando te compras algo maravilloso con tu propio dinero, entonces siempre vale la pena.

—A menos que no lo
quieras
, Clarice, siempre lo olvidas. ¿Cuándo dejarás de ser tan olvidadiza?

Hay un largo silencio, mientras se estudian las caras.

—Nos van a mirar, ¿sabes? —dice Cora con una voz inexpresiva—. Nos mirarán durante el Almuerzo.

—Porque tenemos sangre genuina —dice Clarice—. Por ese motivo.

—Y por ese mismo motivo somos importantes.

—¿Para quién?

—Para todo el mundo, por supuesto.

—Bueno, todavía no, no para todos.

—Pronto lo seremos.

—Cuando el chico listo nos haga importantes. Él todo lo puede.

—Todo. Absolutamente todo. Me lo ha dicho.

—A mí también. No creas que sólo te lo cuenta a ti, porque no es verdad.

—Yo no he dicho eso.

—Pero estabas a punto.

—¿Qué punto?

—A punto de ensalzarte.

—Oh, sí, sí. Seremos ensalzadas en el momento propicio.

—Propicio y oportuno.

—Sí, claro.

Hay otro silencio. Las voces son tan débiles e inexpresivas que cuando dejan de hablar el silencio no parece algo nuevo en la habitación, sino más bien una continuación de la inexpresividad, en otro tono.

—Gira la cabeza, ahora, Cora. Cuando me miren en el Almuerzo, quiero saber exactamente qué es lo que ven de costado; o sea que gira la cabeza y yo haré lo mismo por ti.

Cora tuerce el cuello blanco hacia la izquierda.

—Más —dice Clarice.

—¿Mas qué?

—Todavía te veo el otro ojo.

Cora tuerce la cabeza una fracción más y unos polvos blancos le caen del cuello.

—Así está bien, Cora. Quédate como estás. Exactamente así. ¡Oh, Cora! —la voz sigue siendo inexpresiva—. Soy
perfecta
.

Aplaude sin alegría; aun las palmas baten con un sonido mortecino.

Como si este ruido fuera una llamada, la puerta se abre y Pirañavelo entra rápidamente en la habitación. Lleva un emplasto limpio en la mejilla. Las mellizas se levantan y se deslizan hacia él; avanzan hombro con hombro.

Él las mira de pies a cabeza, extrae la pipa del bolsillo y enciende una cerilla. La llama arde un instante. Sólo un instante, porque Cora ha levantado un brazo lentamente, como una sonámbula, y lo ha dejado caer sobre la llama, extinguiéndola.

—Pero, ¿qué diablos se propone? —chilla Pirañavelo, perdiendo por una vez el dominio de sí mismo. Ver aun conde convertido en búho encima de la chimenea, y tener parte de la cara arrancada por un gato, todo en una misma mañana, puede socavar temporalmente el autodominio de cualquier hombre.

—Nada de fuegos —le dice Cora—. Ya no queremos más fuegos.

—Ya no nos gustan. No, ya no.

—No desde que…

Pirañavelo interviene, pues sabe lo que está pasando por las mentes de las hermanas, y no es momento, justo antes del Almuerzo, para que empiecen a recordar.

—¡Las están esperando! Tienen a toda la mesa impaciente por verlas. Todos se preguntan dónde se han metido. Acompáñenme, mi par de encantadoras damas. Déjenme escoltarlas por lo menos en una parte del trayecto. Tienen un aspecto verdaderamente seductor… pero ¿a qué se debe ese retraso? ¿Están listas?

Las mellizas asienten con la cabeza.

—¿Puedo aspirar al honor de ofrecerle mi brazo derecho, lady Cora. Y usted, lady Clarice, querida, ¿quiere tomar el brazo…?

Pirañavelo espera, con los codos doblados, a que las tías se separen y lo tomen por los brazos.

—El derecho es más importante que el izquierdo —dice Clarice—. ¿Por qué tienes que tomarlo tú?

—¿Y por qué no?

—Porque soy tan hermosa como tú.

—Pero no tan inteligente, ¿no es cierto, querida?

—Sí que lo soy, pero ocurre que tú eres la favorita.

—Es porque soy seductora. Lo acaba de decir.

—Ha hablado de las dos.

—Sólo para no herirte. ¿No te has dado cuenta?

—Mis queridas damas —interrumpe Pirañavelo—. ¡Hagan el favor de callarse! ¿Quién tiene la clave de los destinos de ustedes? ¿A quién prometieron confianza y obediencia?

—A ti —dicen a dúo.

—Yo las considero a ambas co-iguales, y quiero que ustedes se consideren también del mismo rango, ya que cuando los tronos lleguen, los dos serán igualmente gloriosos. Ahora, ¿quieren tomarme el brazo, por favor?

Cora y Clarice toman un brazo cada una. La puerta de la habitación ha quedado abierta, y salen los tres con la delgada figura negra entre los rígidos cuerpos purpúreos de las tías, que se miran fijamente por encima de la cabeza del joven, de manera que al moverse por el mal iluminado pasillo y disminuir de tamaño en esa larga perspectiva, lo último que se ve, mucho después de que las profundidades engullan el negro de Pirañavelo y el púrpura de las mellizas, son los dos diminutos y pálidos contornos de los perfiles idénticos, que flotan, por decirlo así, entre las sombras del aire, decreciendo y decreciendo a medida que se alejan, hasta que la última mota de luz cae de ellos y se deshace.

EL ALMUERZO SOMBRÍO

BERGANTÍN IGNORA que en esta histórica mañana ha habido en el castillo graves y siniestros acontecimientos. Sabe, naturalmente, que desde el incendio de la biblioteca el conde tiene mala salud, pero no está enterado de su espantosa transformación sobre la chimenea. Desde las primeras horas del día ha estado estudiando los puntos más delicados del ritual del Almuerzo. Ahora, mientras cojea hacia el comedor, con la muleta resonando ominosamente sobre las losas, se chupa una guedeja de la barba, que tras muchos años de práctica se curva hacia arriba y le entra en la boca, y murmura con aire irritado.

Sigue viviendo en la polvorienta habitación de techo bajo que ocupa desde hace más de siete décadas. Aunque sus nuevas responsabilidades lo obligan a entrevistar a numerosos criados y oficiales, no ha pensado en instalarse en alguna de las muchas habitaciones de las que podría disponer, si lo deseara. El hecho de que quienes vienen a verlo, ya sea por una consulta o en busca de instrucciones, tengan que contorsionarse dolorosamente para franquear el umbral de su madriguera, y una vez dentro tengan que moverse doblados por la mitad, no lo afecta en lo más mínimo. A Bergantín no le interesa la comodidad de los demás.

Fucsia, de camino hacia el comedor, en compañía de la señora Ganga, que lleva a Titus en brazos, oye el golpeteo de la muleta de Bergantín pasillo abajo. En circunstancias normales, ese sonido le hubiera parecido terrible, pero tras los trágicos y aterradores minutos que acaba de pasar con su padre, se siente invadida por una angustia violenta y unos pensamientos nefastos que no dejan lugar para ningún otro temor. Viste el inmemorial escarlata que corresponde a la hija primogénita de la Casa Groan en el bautizo de un hermano, y alrededor del cuello luce lo que llaman las Palomas de la Primogénita, un collar de palomas de arenisca blanca, esculpidas por el decimoséptimo conde de Gormenghast, y ensartadas en un cordón de hierba.

Envuelto en el rollo de terciopelo lila, Titus no hace ningún ruido. Fucsia sostiene a un lado la espada negra, aunque la cadena dorada sigue sujeta al bebé. Tata Ganga, más turbada y excitada que nunca, se chupa los labios arrugados y mira ya al bulto ya a Fucsia, mientas arrastra los pies pequeños por debajo de su mejor falda color sepia.

—¿Verdad que no llegaremos tarde, tormento mío? Oh no, eso no estaría bien, ¿verdad que no? —Echa una ojeada a un extremo del rollo lila—. Bendito sea, qué bien se comporta a pesar de esos truenos horribles. Ay, es más bueno que un ángel.

Fucsia no oye; está moviéndose en su propio mundo de pesadilla. ¿A quién puede recurrir? ¿A quién puede preguntar? «El doctor Prune, el doctor Prune», se dice a sí misma, «él me lo dirá. Él sabrá que yo puedo curarlo. Sólo yo puedo curarlo».

Delante de ella, al doblar un recodo, ve la puerta del comedor, y ocultándola casi del todo, con la mano en el pomo de latón, está Vulturno. El chef empuja enseguida la puerta para ellos, y entran en el refectorio. Son los últimos en llegar, y aunque esto ha ocurrido de manera más casual que deliberada, así tiene que ser, ya que Titus es no sólo invitado de honor, sino también
huésped
de honor, pues hoy accede al reino como Heredero de Gormenghast, después de haber arrostrado el ciclo de las cuatro estaciones.

Fucsia sube los siete escalones de madera que conducen al estrado y a la mesa larga. A la derecha se extiende la sala fría y resonante, con un charco de agua de lluvia extendiéndose por el suelo de piedra. El tamborileo de la espesa lluvia vertical sobre el techo es el ruido de fondo de todo lo que ocurre. Extendiendo la mano derecha, Fucsia ayuda a la señora Ganga a subir los dos últimos escalones. La asamblea, sentada en silencio alrededor de la mesa larga, ha vuelto la cabeza hacia Tata y el preciado bulto, y en el momento en que la anciana pone los pies sobre el estrado, todos se incorporan y se oye el ruido de las patas de las sillas que raspan la madera. A Fucsia le parece que unos bosques altos e impenetrables se han alzado delante, formas enormes y borrosas que no reconoce, como si pertenecieran a otro mundo. Pero aunque lo piensa un momento, no llega a sentirlo, pues está abrumada bajo el peso del miedo que tiene por su padre.

Guando levanta la cabeza y lo ve, la asalta una emoción indefinible. No había imaginado que pudiera asistir al Almuerzo y había creído que se quedaría en su habitación con el doctor. La imagen de la última vez que ha visto a su padre es aún tan vivida para ella que al encontrarlo ahora en esa atmósfera tan distinta, siente por un momento un hálito de esperanza, la esperanza de que todo ha sido un sueño, de que no ha estado en la habitación de su padre, de que él no ha estado encima de la chimenea con esos ojos redondos, despiadados. Porque ahora lo mira y le parece tan dulce, tan triste, tan delgado, y ve que en los labios de él hay una débil sonrisa de bienvenida.

Vulturno, que ha entrado detrás de ella, conduce a la señora Ganga hacia una silla en cuyo respaldo están pintadas las palabras: PARA UN CRIADO. Enfrente, en la mesa, hay un espacio libre, un semicírculo en el que han puesto un cojín alargado. Al sentarse, Tata advierte que la barbilla le queda al nivel del canto de la mesa, y tiene que esforzarse para levantar el bulto lila y depositarlo encima del cojín. A su izquierda está Gertrude Groan. La señora Ganga le echa una mirada temerosa y no ve más que una enorme extensión de oscuridad, pues las ropas negras de la condesa parecen no tener fin. Alza un poco los ojos, y la oscuridad continúa subiendo. Los alza un poco más, y la oscuridad persiste. Levantando toda la cabeza y mirando casi verticalmente hacia arriba, cree distinguir, cerca del cenit, un avivamiento de color en la noche. ¡Y pensar que una hora antes ha estado ayudando a trenzar esos bucles que ahora parecen estar rozando los desconchados querubines del techo!

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