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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (52 page)

BOOK: Titus Groan
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—¡En nombre de la discreción y de todos los que duermen profundamente, traten con menos rigor esa aldaba! ¿Qué demonios sucede?… Respóndanme. He preguntado qué sucede… ¿Acaso la peste está asolando Gormenghast… o se trata de un caso de fórceps? ¿Ha habido un recrudecimiento masivo de sarna nocturna, o es simplemente un cáncer de piel? ¿Es que el paciente delira?… ¿Está gordo o delgado?… ¿Está borracho o loco?… Es…

El doctor bosteza, y Fucsia aprovecha esa primera oportunidad:

—¡Sí, oh sí! ¡Venga enseguida, doctor Prune! Déjeme hablar. ¡Oh, por favor, deje que se lo cuente!

—¡Fucsia! —exclama la voz aguda del alféizar, como si se hablara a sí misma—. ¡Fucsia! —Y la ventana baja con estruendo.

Excorio se aproxima a la muchacha, pero antes que la alcance, la puerta principal se abre bruscamente y ante ellos está el doctor vestido con un pijama floreado.

Tomando a Fucsia de la mano, e indicando a Excorio que lo siga, se encamina con pasos menudos hacia la sala.

—¡Siéntate, siéntate, mi niña frenética! —grita Prunescualo—. ¿Qué demonios sucede? Cuéntaselo todo a tu viejo Prune.

—Es padre —dice Fucsia, brotándole por fin las lágrimas—. Padre está raro, doctor Prune, está muy raro… Oh, doctor Prune, mi padre es un búho negro ahora… ¡Ayúdelo, doctor, ayúdelo!

Prunescualo no dice nada. Vuelve bruscamente hacia Excorio la cabeza rosada, inteligente e hipersensible, Excorio asiente y da un paso adelante, con un crujido de la rodilla. Luego vuelve a asentir inclinando la cabeza, y abre la mandíbula.

Búho —dice—. ¡Quiere ratones!… ¡Quiere ramitas! ¡En la repisa de la chimenea! ¡Ululando! Su señoría está loco.

—¡No! —grita Fucsia—. Está enfermo, doctor Prune. Nada más. Su biblioteca se ha quemado. Su hermosa biblioteca, y ha caído enfermo. Pero no está loco. Habla tan tranquilamente. Oh, doctor Prune, ¿qué va a hacer usted?

—¿Lo has dejado en su habitación? —pregunta el doctor, y no parece que hablara el mismo hombre.

Fucsia asiente con la cara inundada de lágrimas.

—Quédate aquí —dice el doctor tranquilamente, y sale del cuarto mientras habla, y unos segundos más tarde reaparece con un conjunto de bata y zapatillas verde lima, y un maletín en la mano.

—Fucsia, querida, envíame a Pirañavelo a la habitación de tu padre. Es un muchacho despierto y puede ser de utilidad. Excorio, prosiga con sus obligaciones. El Almuerzo ha de celebrarse, como ya sabe. Ahora, gitana mía, ¡o muerte o gloria!

Y con el más estridente e irresponsable de sus trinos, desaparece a través de la puerta.

CAMBIO DE COLOR

LA LUZ DE LA MAÑANA se hace más viva, y se acerca la hora del Gran Almuerzo. Excorio, completamente trastornado, deambula arriba y abajo a la luz de los cirios por los pasadizos de piedra, donde sabe que podrá estar a solas. Ha recogido las ramitas, y después de arrojarlas lejos con repugnancia, ha vuelto a recogerlas, pues la sola idea de desobedecer a su amo es para él casi tan horrible como el recuerdo de la criatura que ha visto en la repisa de la chimenea. Desesperado, ha acabado por quebrar las ramitas entre los dedos que parecen palitroques, y el crujido simultáneo de las ramitas y los nudillos desencadenó por un momento una diminuta tormenta de frágiles truenos a la sombra de los árboles. Luego, regresando al castillo a grandes zancadas, inquieto, ha venido a pasearse por los Pasadizos de Piedra. Hace mucho frío, pero tiene sobre la cabeza unas grandes perlas, y en cada perla se refleja la llama de un cirio.

La señora Ganga está en la habitación de la condesa, que en este momento apila sobre su cabeza una cabellera color de orín, como si estuviera construyendo un castillo. De vez en cuando, Tata mira furtivamente a la mole sentada frente al espejo, pero lo que más le importa es un objeto que hay sobre la cama. Está envuelto en un mantón de terciopelo de color lavanda y tiene unas campanitas de porcelana prendidas con alfileres aquí y allá. El extremo de una cadena dorada está sujeto al terciopelo, cerca del centro de lo que ha llegado a convertirse, después de haber sido enrollado una y otra vez, en un pequeño cilindro de terciopelo, o una momia, de una longitud de unos tres pies y medio y un diámetro de unas dieciocho pulgadas. En el otro extremo de la cadena, y puesta sobre la cama junto al rollo de color hay una espada de hoja de acero negro azulado y con la letra «G» grabada en relieve sobre la empuñadura. La espada está sujeta a la cadena con un trozo de bramante.

La señora Ganga espolvorea un poco de talco sobre alguna cosa que se mueve en la sombra en un extremo del rollo y luego mira alrededor; apenas ve lo que está haciendo ya que las sombras de la habitación de la condesa son de un tipo oscuro. Los ojitos, bordeados de círculos rojos, vagan de aquí para allá, antes de que ella se pellizque el labio inferior y se incline sobre Titus. Luego vuelve a mirar a la condesa, que parece haberse cansado de sus cabellos, y ha abandonado el edificio a medio hacer, como si un arquitecto caprichoso hubiera muerto antes de finalizar un proyecto estrafalario que nadie supo completar. La señora Ganga se aleja de la cama con pasitos apresurados, y de la mesa que hay debajo del candelabro arranca una vela que está pegada a la madera en medio del alpiste; la enciende en un torso de sebo goteante que tiene al lado, y vuelve hacia el cilindro de lavanda, que ha empezado a retorcerse y dar vueltas.

Cuando con mano insegura sostiene la cera por encima de la cabeza de Titus, la llama vacilante la sobresalta. El bebé tiene los ojos muy abiertos. Al ver la luz, se le frunce la boca y empieza a temblar, y el corazón de la tierra se contrae de amor mientras la criatura se tambalea al borde de un manantial de lágrimas. El cuerpecito se le retuerce en la horrible envoltura, y una de las campanitas de porcelana tintinea dulcemente.

—Ganga —dice la condesa con voz de cáscara. El repentino sonido hace que Tata, ligera como una pluma, dé un brinco de una o dos pulgadas por los aires, para volver a caer dolorosamente sobre los pequeños y áridos tobillos. Pero no grita; se muerde el labio inferior y se le enturbian los ojos. No sabe qué habrá hecho mal y no ha hecho nada malo, pero cuando está en la misma habitación que lady Gertrude, tiene siempre un sentimiento de culpabilidad. Esto se debe en parte al hecho de que irrita a la condesa, algo que la niñera tiene en cuenta en todo momento. Por eso balbucea con una vocecita delgada y temblorosa:

—Sí, oh sí, señoría. Sí…, sí, ¿su señoría?

La condesa no vuelve la cabeza para hablar, y mira más allá de la imagen de ella misma en el espejo cascado, con los codos sobre la mesa de tocador y la cabeza apoyada en las manos ahuecadas.

—¿Está lista la criatura?

—Sí, sí, enseguida, enseguida. Ya está listo, su señoría…, bendito sea el chiquitín…, sí…, sí.

—¿Está sujeta la espada?

—Sí, sí, la espada, la…

Está a punto de decir «la horrible espada negra», pero se detiene nerviosamente, pues ¿quién es ella para opinar sobre asuntos del ritual?

—Pero hace tanto
calor
para él —prosigue precipitadamente—, tanto calor para su cuerpecito con todo ese terciopelo… Aunque, por supuesto —añade con una intermitente sonrisita boba en las arrugas de los labios—, es un terciopelo muy bonito.

La condesa se vuelve lentamente en su silla.

—Ganga —dice—. Venga aquí, Ganga.

La anciana, con el corazón latiéndole desaforadamente, trota alrededor de la cama y se para junto al tocador. Tiene las manos apretadas sobre el pecho plano y los ojos muy abiertos.

—¿Es que aún no sabe cómo contestar las preguntas más simples? —dice muy despacio la condesa.

Tata sacude la cabeza, pero una mancha roja le aparece de pronto en cada mejilla.

—¡

contestar preguntas, claro que

! —grita, sorprendiéndose a sí misma con una inútil vehemencia.

La condesa no parece haberla oído.

—Entonces, intente responder —murmura.

La señora Ganga inclina la cabeza hacia un lado y escucha como un pájaro gris.

—¿Me está atendiendo, Ganga?

Tata inclina rígidamente la cabeza, como si estuviera paralítica.

—¿Dónde ha conocido a ese joven?

Un instante de silencio.

—Ese Pirañavelo —añade la condesa.

—Hace ya mucho tiempo —le dice Tata, y entorna los ojos como si esperara otra pregunta. Está encantada consigo misma.


Dónde
es lo que le he preguntado:
dónde
, y no
cuándo
—truena la voz.

Tata intenta ordenar sus pensamientos. ¿Dónde? Oh, ¿dónde fue?, se pregunta. Fue hace mucho… Y entonces recuerda cómo apareció de pronto con Fucsia en la puerta del cuarto de la muchacha.

—Con Fucsia… Oh, sí, sí, fue con mi Fucsia, su señoría.

—¿De dónde ha salido? Contésteme, Ganga, y luego acabe de peinarme.

—Nunca supe… No, nunca… Nunca me lo han dicho. Oh, mi pobre corazón, no. ¿De dónde
puede
haber salido ese muchacho?

Tata espía la oscura mole que tiene encima.

Lady Gertrude se acaricia la frente con la palma de una mano. —Sigue siendo la Ganga de siempre —dice—, la
búllante
Ganga de siempre.

Tata rompe a llorar, deseando desesperadamente ser un poco más lista.

—Es inútil llorar —dice la condesa—. Inútil. Mis pájaros no lloran. Bueno, casi nunca. ¿Estuvo usted en el incendio?

La palabra «incendio» es algo terrible para la señora Ganga. Empieza a estrujarse las manos. Se le desorbitan los ojos legañosos. Le tiemblan los labios, pues en su imaginación ve ya las grandes llamas alzándose alrededor.

—Acabe de peinarme, Tata Ganga. Súbase a una silla y péineme.

Tata se vuelve a buscar una silla. La habitación parece un naufragio. Las paredes rojas se arrebolan a la luz de las velas. La anciana corre con pasitos cortos entre estalactitas de sebo, cajas y sillones viejos. La condesa silba y al momento la habitación se llena de alas. Cuando la señora Ganga ha arrastrado una silla hasta el tocador y ha conseguido trepar encima, la condesa ya está enfrascada en una conversación con una urraca. A Tata le desagradan profundamente los pájaros y no puede conciliar los hábitos de la condesa con la Casa de los Groan, pero ya está acostumbrada, no en vano ha vivido más de setenta años. Ligeramente doblada sobre los bucles de su señoría, trabaja con dificultad en completar la hirsuta cornisa, pues no hay bastante luz.

—Vamos, cariño, vamos —dice la voz grave debajo de ella, y el cuerpo viejo de Tata se estremece. Nunca había oído a la condesa hablarle de este modo; pero echando una ojeada por encima de la montañosa espalda, se da cuenta de que la condesa le habla a un maltrecho pinzón, y se siente desolada.

—O sea que Fucsia fue la primera en encontrarlo, ¿no es así? —dice la condesa, frotándose un dedo en la garganta del pinzón.

Sobresaltada, como cada vez que alguien habla, Tata toquetea la guedeja roja que tiene entre los dedos.

—¿Quién? Oh. ¿A quién se refiere…, su señoría?… Oh, se porta siempre muy bien, Fucsia. Sí, sí,
siempre
.

La condesa se endereza como un monumento, pasando el codo por el tocador y echando al suelo varias cosas. Mientras se incorpora oye un sollozo y vuelve la cabeza hacia el rollo color lavanda.

—Márchese, Ganga. Márchese y lléveselo. ¿Está Fucsia vestida?

—Sí…, oh, mi pobre corazón, sí… Fucsia está preparada, sí, preparada del todo, y está esperando en su habitación. Oh, sí, está…


Su
Almuerzo ya pronto empezará —dice la condesa, apartando los ojos de un reloj de latón y mirando a su hijo—. Muy pronto.

Tata, que ha rescatado a Titus de la plaza fuerte de la cama, se detiene en la puerta antes de salir trotando al pasillo iluminado por la luz del amanecer. Mira hacia atrás con aire casi triunfal y una pequeña sonrisa patética se le dibuja en las arrugadas comisuras de la boca.

—Su Almuerzo —susurra—. Oh, mi débil corazón, su
primer
Almuerzo.

Por fin han encontrado a Pirañavelo. Fucsia ha topado con él cuando el muchacho doblaba una esquina de la escalera, de vuelta de visitar a las tías. Va pulcramente vestido: sin una mota de polvo en los hombros altos, las uñas cortadas, y el pelo alisado sobre la pálida frente. Le sorprende ver a Fucsia, pero no lo demuestra, alzando simplemente las cejas con una expresión a la vez inquisitiva y respetuosa. —Es usted muy madrugadora, lady Fucsia. Fucsia, con el pecho palpitante tras subir las escaleras corriendo, no puede hablar durante unos segundos; luego dice: —El doctor Prune te busca.

«¿Por qué a mí?», se pregunta el joven, pero en voz alta dice: —¿Dónde está?

—En la habitación de mi padre. —Pirañavelo se lame los labios lentamente. —¿Está enfermo su padre? —Sí, oh sí, muy enfermo.

Pirañavelo gira la cabeza; necesita aflojar los músculos de la cara. Les suelta las riendas unos instantes, y ya con la cara recompuesta se vuelve hacia Fucsia y dice: —Haré todo lo que sea humanamente posible. —De pronto, con la mayor agilidad, se aparta de ella, desciende los cuatro primeros escalones de un salto, y desaparece por la escalera de piedra que conduce a la habitación del conde.

No ha visto a Prunescualo desde hace algún tiempo. Las relaciones entre ellos son un poco tirantes desde que ha dejado de servir al doctor, pero al entrar en la habitación del conde esta mañana, comprende que no es el momento ni el lugar propicio para reminiscencias, por parte de él o de Prunescualo.

Prunescualo, enfundado en la bata verde lima, se pasea de arriba abajo por delante de la chimenea con el sigilo de alguna especie de gato vertical. En ningún momento deja de mirar al conde, que aún está sobre la repisa y observa al médico con grandes ojos.

Al oír a Pirañavelo en la puerta, los ojos circulares se vuelven un momento, y miran fijamente por encima de la espalda del doctor. Pero Prunescualo no ha movido la mirada fija y magnificada. No tiene ya una expresión de picardía en la cara alargada y curiosa.

El doctor ha estado esperando este momento. Dando un saltito hacia adelante con las blancas manos en alto, sujeta los brazos del conde a ambos costados y hace que baje de la percha. Pirañavelo se planta inmediatamente junto al doctor, y ambos transportan el cuerpo sacrosanto a la cama, y lo tumban boca abajo. Sepulcravo no se ha resistido, se ha limitado a emitir un grito ahogado y breve.

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