Read Titus Groan Online

Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus Groan (49 page)

BOOK: Titus Groan
13.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Fucsia se endureció, muy pálida. Su padre, con la boca todavía abierta, aun después de que el grito se desvaneciera en el bosque, estaba con las manos y las rodillas en el suelo. Fucsia intentó hablar, pero tenía reseca la garganta. Mientras, el conde la miraba con fijeza, hasta que por fin cerró los labios y sus ojos recobraron la melancólica dulzura que Fucsia había descubierto tan recientemente. Entonces la muchacha escogió otra piña y haciendo como si fuera a ponerla al lado de «Andrema», consiguió decir:

—¿Quieres que siga con la biblioteca, padre?

Pero el conde no la oía. Miraba con ojos desenfocados. Fucsia dejó caer la piña y se le acercó:

—¿Qué te pasa? —dijo—. ¡Oh, padre! ¡Padre! ¿Qué te pasa?

—Yo no soy tu padre —respondió él—. ¿Acaso no sabes quién soy? —Y cuando sonrió mostrando los dientes, se le agrandaron los ojos negros y en cada pupila le ardía una estrella, y a medida que las estrellas se agrandaban se le iban curvando los dedos—. Vivo en la Torre de los Pedernales —gritó—. Soy el búho de la muerte.

UN TECHO DE JUNCOS

A SU IZQUIERDA, mientras andaba lentamente por el sendero herboso y quebrado, Keda era consciente en todo momento del blasfemo dedo de piedra que había dominado el horizonte occidental durante siete fatigosos días. Había sido como una presencia, algo que tanto a la luz del sol como de la luna parecía siempre siniestro, de esencia maligna.

Entre el sendero por el que avanzaba y la cadena de montañas había una región de pantanos que reflejaban el cielo voluptuoso en charcas cristalinas, o bien con un brillo más apagado allí donde las ciénagas estancadas absorbían el color y lo exhalaban de nuevo en vapores perezosos. Una hilera de juncos centelleaba; las largas hojas lanceoladas tenían un borde de hilo carmesí. La lisa superficie de una de las charcas mayores reflejaba no sólo el cielo ardiente, sino también el macabro índice de roca, que se hundía en el agua inanimada.

A la derecha, el terreno subía en una pendiente de árboles deformes. Aunque estaban aún iluminados, la violencia del sol poniente decrecía, y por momentos la luz caía en trozos de las ramas.

La sombra de Keda se extendía a la derecha, alargándose mientras ella avanzaba, y menos y menos oscura a medida que el tinte rojizo de la tierra almagrada se apagaba en un ocre inclasificable, y luego en un gris cada vez más frío, hasta que Keda se encontró descendiendo por un camino de luz cenicienta.

Durante los dos últimos días el gran lomo de la montaña, cubierto de árboles achaparrados y fibrosos de una horrible monotonía, había estado a la derecha de Keda, y ella casi podía sentir la presencia de la montaña que respiraba detrás y pretendía agarrarla con brazos deformes. Le pareció que estos árboles opresivos la habían acompañado toda la vida, árboles estultos que la miraban maliciosamente, respirando sobre su hombro derecho, gesticulando cada uno de ellos con manos peludas, cada uno con una amenaza propia, y sin embargo, cada uno monótonamente igual a todos los otros a lo largo del interminable viaje.

Esa monotonía empezaba a parecerse a un sueño, sin grandes incidentes pero sin embargo aterrador. Tenía la impresión de que un muro de vegetación interminable le flanqueaba el cuerpo y el cerebro. Pero los dos últimos días le habían revelado una llanura glacial a la izquierda, donde un cañón de roca pelada le había detenido y fatigado los ojos durante largo rato, y en cuya superficie gris el único signo de vida había sido algún ave de carroña posada sobre un saliente ocasional. Pero Keda, entrando en la cañada, agotada, tropezando, ignoraba a las aves que la vigilaban y seguían con la mirada, los cuellos desnudos alzándose sobre los vientres descamados, las espaldas encorvadas por encima de las cabezas, las mortíferas garras enroscadas en las perchas precarias.

La nieve se había extendido ante ella como una larga alfombra gris, pues el sol de invierno no entraba jamás en el fondo del cañón, y cuando por fin el camino dobló otra vez y una ráfaga de luz se precipitó sobre ella, Keda dio unos cuantos pasos tambaleantes y cayó de rodillas en una especie de acción de gracias. Al levantar la cabeza, la luz rubia había sido como una bendición.

Pero estaba agotada, y caminaba dejando caer delante de ella los pies doloridos, mecánicamente. Tenía el pelo caído en desorden sobre la cara; la pesada capa estaba moteada de barro y cubierta de zarzas y brezos.

Llevaba la mano derecha aferrada mecánicamente a la correa del zurrón que le colgaba del hombro, vacío ya de comida, pero con el peso de un cargamento extraño.

Antes de abandonar las casas de barro, la noche en que sus amantes se mataran bajo el círculo de aquella luna inolvidable que lo veía todo, Keda había descubierto en una especie de trance el camino de regreso, había recogido toda la comida que pudo encontrar, y enseguida, como una sonámbula, se encaminó primero al taller de Braigon y después al de Rantel, llevándose de cada uno una talla pequeña. Después salió al vacío de la mañana, tres horas antes del alba, y echó a andar, sintiendo que el cerebro se le dilataba con un dolor sordo e ilocalizable, hasta que el alba, como una herida en el cielo, se abrió paso en su conciencia, y ella se desplomó sobre la hierba salobre al borde de una charca, y con las tallas entre los brazos, durmió sin ser vista todo un día de sol. De eso hacía mucho tiempo. ¿Cuánto? Keda había perdido la noción del tiempo. Había viajado a través de muchas regiones, había recibido comida de muchas manos a cambio de muchos tipos de tareas. Durante una larga temporada, había apacentado los rebaños de alguien cuyo pastor había enfermado de peste ovina y había muerto con una oveja en los brazos. Había trabajado en una larga barcaza con una mujer que de noche gritaba como una nutria mientras nadaba entre los juncos. Había tejido zarzos de avellano y grandes redes para los peces de agua dulce. Había viajado de comarca en comarca.

A la salida del sol, se había sentido abatida, y con náuseas, y no obstante, tenía que seguir andando continuamente. Pero llevaba siempre con ella sus ardientes trofeos: el águila blanca y el ciervo amarillo.

Y ahora ya no tenía fuerzas para trabajar, y un poder que ella no cuestionaba la empujaba inexorablemente hacia las chozas de los Moradores.

Bajo el alto, horrible y escabroso flanco de la montaña, Keda caminaba tropezando. El cielo había perdido todo color, y el profano dedo de roca ya no era visible más que como una estrecha banda de oscuridad sobre la oscuridad. La puesta de sol había llameado y se había apagado —y cada momento había parecido permanente—, aunque el derrumbe del fuego en cenizas no había durado más que unos pocos instantes demoníacos.

Keda andaba ahora entre tinieblas; todo, excepto unos pocos metros delante de ella, se había oscurecido. Sabía que necesitaba dormir, que las pocas fuerzas que aún le quedaban se le acabarían pronto, y que no era la falta de costumbre de pasar la noche sola entre formas hostiles lo que le impedía acurrucarse al pie de la montaña. Las últimas noches habían sido dolorosas, pues no había piedad en el aire que le apretaba las manos heladas contra el cuerpo; pero no era ésta la razón por la que seguía arrastrando los pies pesadamente, uno tras otro, el cuerpo inclinado hacia adelante, obligándolos a proseguir.

Tampoco era una razón que aquellos árboles terroríficos jadearan sobre su hombro derecho, pues estaba ahora demasiado cansada como para que la imaginación le poblase la mente con lo macabro. Seguía adelante porque esa mañana había oído una voz mientras andaba. No se había dado cuenta dé que era su propia voz, que le gritaba a ella; exhausta, no sabía que sus labios aireaban lo oculto.

Se había vuelto, creyendo que la voz hablaba a su lado. «No te detengas», decía, «no esta noche, pues tendrás un techo de juncos.» Sorprendida, apenas dio unos pocos pasos cuando la voz de dentro dijo: «El anciano, Keda, el anciano moreno. Es preciso que tus pies no se detengan».

No se había asustado, pues la realidad de lo sobrenatural era aceptada por los Moradores. Diez horas más tarde, mientras se tambaleaba en la oscuridad, las palabras le danzaban en la mente, y cuando una antorcha osciló de pronto en el camino delante de ella, desprendiendo brasas rojas, Keda gimió de agotamiento y de alivio por haber sido encontrada, y se desplomó en los brazos del padre moreno.

Qué le pasó después de este momento, Keda no lo supo; pero cuando despertó, estaba tendida sobre un colchón de agujas de pino, de una fragancia cálida y seca, y entre las paredes de madera de una cabaña. Se quedó así un rato, sin levantar los ojos; las palabras que había oído en el camino le resonaban aún en los oídos y sabía lo que iba a ver. Cuando por fin alzó la cabeza hacia el techo de juncos, se acordó del anciano, y miró hacia una puerta en la pared de madera. Se abrió lentamente, mientras ella yacía medio amodorrada por el perfume de pino, y una figura apareció en el umbral. Era como si el otoño estuviera junto a ella, o un roble, cargado de hojas rizadas y tenaces. El viejo era moreno pero brillante, como un cristal de color sepia oscuro a la luz del fuego. Llevaba el cabello y la barba desordenados, como hierbas de la pampa; la tez tenía el color de la arena, y las ropas le colgaban alrededor como el follaje que cuelga de una rama. Todo era moreno, una sinfonía de morenos: un árbol moreno, un paisaje moreno, un hombre moreno.

Se acercó a ella; los pies desnudos no hacían ningún ruido en la tierra del suelo de la cabaña, invadido por plantas trepadoras con tributarios verdes e inquisitivos.

Keda se incorporó sobre el codo.

La cima rugosa del roble se movió, y una de las ramas le indicó que se tumbara otra vez sobre las agujas de pino. Con la mirada clavada en el anciano, la envolvió una paz, como una nube, y comprendió que estaba en presencia de un extraño desapego.

El anciano se apartó, y moviéndose por el suelo de tierra con paso lento y arrastrado, abrió unas persianas y la pálida luz del norte entró por una ventana cuadrada. Dejó la habitación, y ella se quedó allí tranquilamente tendida, con la mente más clara a medida que pasaban los minutos. La cama en la que reposaba era amplia y baja; dos gruesos troncos sostenían las largas planchas de madera a tan sólo un palmo del suelo. El fatigado cuerpo de Keda parecía flotar, con todos los músculos distendidos, en un mar de agujas ondulantes. Incluso el dolor de los pies, los golpes que había soportado en sus idas y venidas, estaban flotando; eran una especie de dolor flotante, impersonal, casi agradable. El anciano moreno la había tapado con tres mantas ásperas, y la mano derecha se le deslizó por debajo de las mantas, como probando el placer de moverse con independencia de la fatigada masa del cuerpo, y de pronto topó con algo duro. Keda estaba demasiado cansada para preguntarse qué era, pero poco después lo sacó: era el águila blanca. «Braigon», murmuró, y con ese nombre retornaron cien pensamientos obsesionantes. Palpó de nuevo y encontró el ciervo de madera. Apretó las dos tallas contra sus tibios costados, y después del dolor del recuerdo, la invadió una nueva emoción, parecida a la que había sentido la noche en que se acostó con Rantel, y su corazón, débilmente al principio, y luego más y más fuerte, empezó a cantar como un pájaro salvaje, y aunque una náusea repentina le sacudió el cuerpo, el pájaro salvaje seguía cantando.

FIEBRE

AUNQUE LA LUZ de la ventana norte era fría y blanca, Keda sabía que el sol estaba solo en el cielo y que el día invernal era despejado y templado. No tenía idea de la hora, ni si era de mañana o de tarde. El anciano le dejó un cuenco de sopa junto a la cama. Ella quería hablarle, pero aún no, pues el hechizo del silencio era tan fuerte alrededor y tan elocuente que ella sabía que no necesitaba decir nada. El cuerpo flotante le parecía extraño, ligero y dulce, tendido como un lirio lastimado.

Ahora yacía con las tallas apretadas al costado, los dedos extendidos sobre los lisos contornos de la madera, mientras sentía que la lenta marea de la fatiga se le retiraba de los miembros. Transcurrían los minutos, la luz imperturbable llenaba la habitación de blancura. De vez en cuando, Keda se incorporaba y hundía la cuchara de loza en el potaje, y a medida que bebía recuperaba fuerzas, a saltos, pequeños y torpes. Cuando al fin vació el cuenco, se tumbó de costado, y un hormigueo de vitalidad despertó poco a poco en ella.

Era otra vez consciente de que tenía el cuerpo limpio. Durante un buen rato, el esfuerzo fue excesivo, pero cuando al fin consiguió apartar las mantas, vio que le habían quitado todo el polvo de sus últimos días de peregrinación. La suciedad había desaparecido, y no había en ella otras huellas de la pesadilla que los borrosos moretones y los largos rasguños causados por las espinas.

Intentó levantarse, y casi se cayó; pero tomando aliento, consiguió mantenerse en pie y se movió lentamente hasta la ventana. Ante ella se extendía un claro cubierto de espesa hierba gris sobre la que caía la sombra de un árbol. Hundida a medias en la sombra, una cabra blanca movía de un lado a otro la estrecha y sensible cabeza. Un poco más lejos, a la izquierda, se veía la boca de un pozo. El claro acababa donde un edificio de piedra en ruinas, sin techo y negro de musgo, detenía un bosquecillo de olmos, en el que murmuraba una bandada de estorninos. Más allá de los árboles, Keda distinguió un campo pedregoso, y más allá del campo un bosque que se encaramaba a una cima coronada de peñas. Volvió otra vez los ojos. Allí estaba la cabra blanca. Había salido de la sombra, y parecía un exquisito juguete, tan blanca era, con aquellos bucles de pelo, aquella barba de nieve, aquellos cuernos, aquellos ojos grandes y amarillos.

Keda se quedó un buen rato contemplando la escena, y aunque veía claramente la casa sin techo, la sombra del pino, las colinas, las vides, todo eso no era parte de su conciencia inmediata, sino sólo quimeras, nacidas de la languidez soñolienta del despertar. Le parecía más real el canto del pájaro en su pecho, desafiando el recuerdo de sus amantes y el peso en sus entrañas.

La vejez que era su herencia y el inexorable destino de los Moradores, ya había empezado a estragarle el rostro, un deterioro que se había iniciado antes de que naciese su primer hijo, enterrado al otro lado de la gran muralla; en la cara no le quedaba ahora más que la sombra de su belleza.

Keda se apartó de la ventana y envolviéndose en una manta abrió la puerta de la habitación. Se encontró mirando otra habitación de casi el mismo tamaño, pero con una gran mesa que monopolizaba el centro, una mesa cubierta con un mantel rojo oscuro. Más allá de la mesa, el suelo de tierra descendía en tres escalones, y en la parte más baja y alejada estaban los utensilios de jardinería del anciano, macetas y trozos de madera pintados y sin pintar. No había nadie en la habitación. Keda cruzó el umbral lentamente y salió al claro soleado.

BOOK: Titus Groan
13.34Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fenella J. Miller by Christmas At Hartford Hall
The Big Seven by Jim Harrison
To Play the Fool by Laurie R. King
F Train by Richard Hilary Weber
Lady Thief by Rizzo Rosko
Samantha's Talent by Darrell Bain, Robyn Pass