Todos juntos y muertos (17 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Todos juntos y muertos
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—Nena, tengo que volver al trabajo —dijo Quinn, excusándose. Lanzó una mirada de pocos amigos a Barry—. Sé que tenemos que hablar, pero tengo que disponer al jurado para el juicio y preparar una boda. Las negociaciones entre los reyes de Indiana y Misisipi han concluido, y quieren zanjar los flecos mientras todo el mundo siga aquí.

—¿Russell se casa? —sonreí. Me pregunté si sería el marido o la novia, o quizá un poco de ambas cosas.

—Sí, pero no se lo digas a nadie todavía. Lo anunciarán esta noche.

—Entonces, ¿cuándo hablaremos?

—Iré a tu habitación cuando los vampiros se duerman. ¿Dónde estás?

—Tengo una compañera de cuarto. —Pero le di el número de todos modos.

—Si está allí, encontraremos un sitio al que ir —dijo, echando una mirada a su reloj—. Escucha, no te preocupes, todo está bien.

Me pregunté si eso debería preocuparme. Me pregunté dónde estaba la otra dimensión y lo difícil que sería traer guardaespaldas desde allí. Me pregunté por qué nadie querría gastarse esa suma. No es que Batanya no diera la impresión de ser condenadamente eficaz en su labor; pero el tremendo esfuerzo al que se había sometido Kentucky parecía delatar un miedo extremo. ¿Quién iba a por su rey?

El busca me zumbó en la cintura y supe que me volvían a convocar en la suite de la reina. El busca de Barry también saltó. Nos miramos mutuamente.

«De vuelta al trabajo», dijo, mientras nos dirigíamos hacia el ascensor. «Lamento haber causado problemas entre Quinn y tú.»

«No te lo crees ni tú.»

Se me quedó mirando. Tuvo la gracia de parecer azorado.

«Supongo que no», dijo. «Me había hecho una idea de cómo podríamos estar tú y yo juntos, y Quinn se interpuso en mi fantasía.»

«A… já.»

«No te preocupes; no tienes que decir nada. Era una de esas fantasías. Ahora que estoy contigo literalmente, he de ajustarme.»

«Ah.»

«Pero no debería dejar que mi decepción me convierta en un capullo.»

«Ah, vale. Estoy segura de que Quinn y yo podremos resolverlo.»

«Así que he conseguido ocultarte la fantasía, ¿eh?»

Asentí vigorosamente.

«Bueno, algo es algo.»

Le sonreí.

«Todos tenemos derecho a las fantasías», le dije. «La mía es averiguar de dónde han sacado tanto dinero en Kentucky y a quién han contratado para traer a Batanya. ¿No es lo más aterrador que has visto nunca?»

«No», repuso Barry, para sorpresa mía. «Lo más aterrador que he visto…, bueno, no es Batanya», y entonces cerró la puerta de comunicación entre nuestras mentes y tiró la llave. Sigebert nos abrió la puerta de la suite de la reina y nos pusimos de nuevo manos a la obra.

Cuando Barry y su grupo se marcharon, hice un ademán de levantar la mano para que la reina supiese que tenía algo que decir que quizá pudiera interesarle. Andre y ella estaban discutiendo las motivaciones de la significativa visita de Stan, y adoptaron una actitud de pausa mimética. Era extraño. Sus cabezas apuntaban hacia mí en ángulo, y, dada su quietud y palidez extremas, era como ser contemplada por obras de arte esculpidas en mármol: ninfa y sátiro en reposo, o algo así.

—¿Saben lo que son las Britlingens? —pregunté, peleándome con esa palabra que no me era nada familiar.

La reina asintió. Andre se limitó a aguardar.

—He visto una —dije, y la cabeza de la reina sufrió una sacudida.

—¿Quién ha incurrido en el gasto de traer una Britlingen? —inquirió Andre.

Les conté toda la historia.

La reina parecía…, bueno, es difícil precisar lo que parecía. Puede que algo preocupada, puede que intrigada, ante la cantidad de información que había podido reunir en el vestíbulo.

—Jamás pensé lo útil que sería tener una sierva humana —le comentó la reina a Andre—. Los humanos serán como un libro abierto ante ella, e incluso las Britlingen le hablan libremente.

A tenor de su expresión, puede que Andre se sintiera un poco celoso.

—Por otro lado, esto no me sirve de nada —dije—. Sólo puedo decir lo que he oído, y tampoco es que sea información secreta.

—¿De dónde ha sacado el dinero Kentucky? —preguntó Andre.

La reina meneó la cabeza, como si quisiera expresar que no tenía la menor idea y que en realidad no le importaba demasiado.

—¿Has visto a Jennifer Cater? —me dijo.

—Sí, señora.

—¿Qué te ha dicho? —preguntó Andre.

—Dijo que se bebería mi sangre y que deseaba verla con una estaca y expuesta al sol en la azotea del hotel.

Hubo un momento de profundo silencio, al cabo del cual Sophie-Anne habló:

—Jennifer es una estúpida. ¿Qué era eso que solía decir Chester? Le sobran aires. ¿Qué hacer…? Me pregunto si aceptaría recibir un mensajero mío.

Ella y Andre intercambiaron estáticas miradas, y pensé que estarían comunicándose telepáticamente.

—Supongo que está en la suite que ha reservado Arkansas —le dijo la reina a Andre, quien cogió el teléfono y llamó a recepción. No era la primera vez que oía referirse al rey o la reina de un Estado con el nombre del propio Estado, pero no dejaba de ser una forma profundamente impersonal de mencionar al ex marido de una, por muy violento que hubiese sido el final de la relación.

—Sí —respondió, al colgar.

—Quizá deberíamos hacerle una visita —dijo la reina. Ella y Andre volvieron a sumirse en ese silencio que empleaban para conversar. Supuse que era como mirarnos a Barry y a mí—. Nos recibirá, estoy segura. Habrá algo que quiera decirme en persona. —La reina cogió el teléfono; no era algo que hiciera todos los días. También pulsó el número de la habitación con sus propios dedos—. Jennifer —nombró, encantadora. Permaneció a la escucha de un torrente de palabras que sólo pude percibir marginalmente. Jennifer no parecía más contenta de lo que había estado en el vestíbulo—. Jennifer, tenemos que hablar —dijo la reina, sonando mucho más encantadora y dura. Se produjo un silencio al otro lado de la línea—. Las puertas no están cerradas para el debate o la negociación, Jennifer —añadió Sophie-Anne—. Al menos, las mías no. ¿Qué me dices de las tuyas? —Creo que Jennifer volvió a hablar—. Está bien, maravilloso, Jennifer. Estaremos abajo dentro de un par de minutos. —La reina colgó y guardó un largo instante de silencio.

A mí me parecía que visitar a Jennifer Cater, que había denunciado a la reina por el asesinato de Peter Threadgill, era una mala idea. Pero Andre mostró su aprobación con un gesto de la cabeza.

Tras la conversación de Sophie-Anne con su acérrima enemiga, pensé que iríamos directamente a la habitación donde se alojaba la comitiva de Arkansas. Pero puede que la reina no sintiera tanta confianza como pudiera deducirse de sus palabras. En vez de emprender la marcha hacia el encuentro con Jennifer, la reina pareció querer arañar segundos al tiempo. Se acicaló un poco, se cambió de zapatos y buscó la llave de su habitación, entre otras cosas. Luego recibió una llamada sobre qué servicios a humanos podían cargarse a la cuenta de su habitación. Así, pasaron quince minutos antes de que nos dispusiéramos a salir de la habitación. Sigebert salía de la puerta que daba a las escaleras, y se unió a Andre a la espera del ascensor.

Jennifer Cater y su comitiva estaban en la séptima planta. No había nadie apostado ante su puerta: supongo que no tenía la importancia para contar con su propio guardaespaldas. Andre hizo los honores llamando a la puerta, y Sophie-Anne se irguió, expectante. Sigebert se echó hacia atrás, esbozando una inesperada sonrisa. Procuró no sobresaltarse.

La puerta se abrió. El interior de la suite estaba a oscuras.

El olor que salía de la habitación era inconfundible.

—Bien —dijo la reina de Luisiana secamente—. Jennifer está muerta.

Capítulo 10

—Ve a ver —me dijo la reina.

—¿Qué? ¡Pero si todos sois más fuertes que yo! ¡Y estáis menos asustados!

—Y somos también el objeto de su denuncia —señaló Andre—. No podemos impregnar ese sitio con nuestro olor. Sigebert, entra tú.

Sigebert se deslizó por la oscuridad. Otra de las puertas del pasillo se abrió, y de ella emergió Batanya.

—Huele a muerte —dijo—. ¿Qué ha pasado?

—Hemos llamado —respondí—, pero la puerta ya estaba abierta. Ha pasado algo ahí dentro.

—¿No sabéis el qué?

—No. Sigebert está explorando —expliqué—. Estamos esperándole.

—Dejad que llame a mi segunda. No puedo dejar la puerta de Kentucky desprotegida. —Se volvió para llamar a su suite—. ¡Clovache! —Al menos así creo que se escribe. Y se pronuncia «Kloh-VOSH».

Una especie de hermana pequeña de Batanya salió por la puerta. Llevaba la misma armadura, pero a menor escala; era más joven, de pelo castaño y menos aterradora… aunque no dejaba de ser formidable.

—Inspecciona el lugar —le ordenó Batanya, y sin pronunciar la mínima palabra, Clovache desenvainó su espada y se adentró en la habitación como un sueño cargado de peligro.

Todos aguardamos conteniendo el aliento. Bueno, yo, al menos, sí. Los vampiros no tenían aliento que contener, y Batanya no parecía nerviosa en absoluto. Se colocó en una posición desde la que pudiera ver la puerta abierta de Jennifer Cater y la cerrada del rey de Kentucky. Su espada también estaba desenvainada.

La expresión de la reina casi parecía tensa, puede que incluso excitada; a saber, algo menos pálida que de costumbre. Sigebert salió, meneando la cabeza sin decir nada.

Clovache apareció al poco.

—Todos muertos —le dijo a Batanya.

Esta aguardó.

—Por decapitación —detalló Clovache—. La mujer estaba, eh… —Parecía estar contando mentalmente— repartida en seis trozos.

—Esto tiene muy mala pinta —dijo la reina, al mismo tiempo que Andre habló:

—Esta sí que es buena.

—¿Algún humano? —pregunté, minimizando la voz, porque no quería atraer demasiado su atención a pesar de morirme de ganas por saberlo.

—No, todos vampiros —contestó Clovache, tras recibir un gesto de aprobación de Batanya—. He visto tres. Se desintegran con bastante rapidez.

—Clovache, llama a Todd Donati. —Y ésta se dirigió en silencio a la suite de Kentucky para hacer la llamada, lo cual tuvo un efecto electrizante. Al cabo de cinco minutos, la zona frente al ascensor estaba llena de gente de todo tipo, aspecto y grado de vida.

Un hombre con una chaqueta marrón que lucía la palabra «Seguridad» sobre el bolsillo del pecho parecía estar al mando, así que debía de ser Todd Donati. Era un policía que se había jubilado antes de tiempo dada la rentabilidad que suponía la seguridad de los no muertos. Pero eso no quería decir que le gustaran. Ahora estaba furioso por que hubiese saltado una incidencia apenas iniciada la cumbre, un hecho que le daría más trabajo del que era capaz de manejar. Tenía cáncer, pude oírlo con claridad, aunque no supe de qué tipo. Donati quería trabajar tanto como le fuera posible para dejar bien surtida a su familia cuando ya no estuviese, y ya se resentía del estrés y la tensión que acarrearía esa investigación, la energía que se cobraría. Pero estaba tercamente decidido a cumplir con su deber.

Cuando el jefe vampiro de Donati, el director del hotel, apareció, lo reconocí. Christian Baruch había aparecido en la portada de Fang (la versión vampírica de People), unos meses atrás. Baruch había nacido en Suiza. En su época humana, había diseñado y dirigido una serie de hoteles de lujo en Europa Occidental. Cuando le comentó a un vampiro que se dedicaba a su mismo negocio, que, si lo «traían» (no sólo a la vida de los no muertos, sino a Estados Unidos), sería capaz de dirigir hoteles excepcionales y rentables para un sindicato de vampiros, se comprometió en ambos sentidos.

Ahora, Christian Baruch disfrutaba de la vida eterna (si era capaz de evitar objetos afilados de madera), y el consorcio de los hoteles de vampiros era una máquina de hacer dinero. Pero lo suyo no era la seguridad, ni era experto en su aplicación, ni mucho menos era un poli. Podía decorar el hotel como nadie, y decirle al encargado cuántas suites necesitaban un surtido de bebidas alcohólicas, pero ¿cómo se las arreglaría en esa situación? Su empleado humano lo miró con amargura. Baruch lucía un traje impecable, incluso a ojos tan inexpertos como los míos. Estaba convencida de que se lo habían hecho a medida, y que había costado un ojo de la cara.

La muchedumbre me había empujado hacia atrás, hasta quedar apretada contra la pared, junto a una puerta; la de Kentucky, me di cuenta. Aún no se había abierto. Las dos Britlingen tendrían que afinar la vigilancia con tanto trasiego en los aledaños de su puerta. El jaleo era tremendo. Estaba junto a una mujer con uniforme del personal de seguridad, prácticamente como el del ex policía, pero ella no tenía que llevar corbata.

—¿Cree que es buena idea dejar que haya tanta gente en esta zona? —pregunté. No quería decirle a esa mujer cómo hacer su trabajo, pero vaya. ¿Acaso nunca había visto ningún capítulo de CSI?

La mujer me lanzó una mirada sombría.

—¿Y qué está usted haciendo aquí? —atacó, como si estuviese descubriendo algo.

—Estoy aquí porque acompañaba al grupo que ha descubierto los cuerpos.

—Pues manténgase en silencio y déjenos hacer nuestro trabajo —dijo, con el tono más duro posible.

—¿Y qué trabajo sería ése? No parece que esté haciendo nada en absoluto —repliqué.

Vale, puede que no debiera decir eso, pero es que no estaba haciendo nada. A mí me parecía que debería…

Y en ese momento se me echó encima, me puso contra la pared y me esposó.

Lancé un grito ahogado de sorpresa.

—La verdad es que esto no es lo que pretendía que hiciera —dije con dificultad, ya que tenía la cara apretada contra la puerta de la suite.

Se produjo un gran silencio en el gentío que teníamos detrás.

—Jefe, esta mujer estaba causando problemas —explicó la vigilante.

El de marrón le dedicó una mirada terrible.

—Landry, pero ¿qué estás haciendo? —preguntó una voz de hombre más que razonable. El tipo de voz que se emplea con un crío irracional.

—Me estaba diciendo lo que tenía que hacer —repuso la vigilante, pero su voz se desinflaba con cada palabra que pronunciaba.

—¿Qué te estaba diciendo que hicieras, Landry?

—Se preguntaba qué hacía toda esta gente aquí, señor.

—¿Y no es una pregunta válida, Landry?

—¿Señor?

—¿No crees que deberíamos desalojar a alguna de estas personas?

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