Todos juntos y muertos (14 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Todos juntos y muertos
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—¿Puede decirme qué esperar de esa cumbre? ¿Cuáles serán los deseos de la reina?

—Sentémonos y trataré de explicárselo —dijo el señor Cataliades.

Durante la hora que siguió, él habló y yo lo interrumpí esporádicamente con mis preguntas.

Cuando Diantha se levantó bostezando, me sentía más preparada para los nuevos retos que tendría que afrontar en Rhodes. Johan Glassport cerró su libro y se nos quedó mirando, como si estuviese dispuesto a hablar.

—Señor Glassport, ¿había estado antes en la ciudad de Rhodes? —preguntó el señor Cataliades.

—Sí—repuso el abogado—. Hice mis prácticas en Rhodes. De hecho, solía estar a caballo entre Rhodes y Chicago.

—¿Cuándo estuvo en México? —pregunté yo.

—Oh, hace un par de años —respondió—. Tuve ciertos desacuerdos con mis socios comerciales de aquí, y me pareció un buen momento para…

—¿Salir echando leches de la ciudad? —completé su frase encantada.

—¿Poner pies en polvorosa? —sugirió Diantha.

—¿Coger el dinero y desaparecer? —añadió el señor Cataliades.

—Todas las respuestas valen —dijo Johan Glassport con una finísima sonrisa.

Capítulo 9

Llegamos a Rhodes a media tarde. Había un camión de Anubis esperándonos para cargar los ataúdes y llevarlos al Pyramid of Gizeh. No despegué la mirada de las ventanas de la limusina en todo el trayecto por la ciudad, y a pesar de la abrumadora presencia de cadenas de tiendas que también podían verse en Shreveport, no cabía duda de que estaba en un sitio completamente distinto. Mucho ladrillo rojo, tráfico, hileras de casas, un atisbo del lago… Trataba de mirar en todas las direcciones a la vez. Luego pudimos ver el hotel. Era asombroso. El día no era lo suficientemente soleado como para arrancar destellos a los cristales, pero eso no restaba majestuosidad a la pirámide. Había un parque al otro lado de la calle de seis carriles, que a esa hora rebosaba de tráfico. Más allá, estaba el gran lago.

Mientras el camión de Anubis rodeaba el hotel para acceder por la entrada trasera y descargar vampiros y equipajes, la limusina se deslizó rápidamente hacia la entrada principal del hotel. Cuando nosotras, criaturas diurnas, salimos del coche, no supe adonde mirar primero: las amplias aguas o los adornos de la propia estructura.

Las puertas del Pyramid estaban atendidas por numerosos hombres enfundados en uniformes marrones y beige, aunque también había silenciosos guardias. Había dos elaboradas reproducciones de sarcófagos dispuestas en vertical a ambos lados de la puerta. Eran fascinantes, y me habría encantado tener la oportunidad de examinarlos, pero el personal nos condujo como una exhalación al interior del edificio. Un hombre abrió la puerta del coche, otro comprobó nuestras identificaciones para ratificar que éramos huéspedes del hotel, y no periodistas, curiosos o fanáticos, y un tercero abrió la puerta del hotel de un empujón para indicarnos que debíamos entrar.

Ya había estado en un hotel para vampiros antes, así que no me sorprendió la presencia de guardias armados y la ausencia de ventanas en el piso bajo. El Pyramid of Gizeh se esforzaba por parecer un poco más humano que el Silent Shore, su homólogo de Dallas; a pesar de que las paredes lucían murales que reproducían arte egipcio antiguo, el vestíbulo era luminoso gracias a la luz artificial y resultaba horriblemente alegre debido al insistente hilo musical… «La chica de Ipanema» en un hotel para vampiros.

También había que decir que el vestíbulo estaba más concurrido que el del Silent Shore.

Había un montón de humanos y otras criaturas deambulando en sus quehaceres, mucha acción en el mostrador de recepción y cierta concurrencia en la caseta de bienvenida que había instalado el redil de vampiros de la ciudad anfitriona. Yo había estado con Sam en una convención de proveedores de bares en Shreveport una vez, cuando fuimos para que comprase un nuevo sistema para las cañas de cerveza, y reconocí el mismo ambiente. Estaba segura de que, en alguna parte, había una sala de convenciones con casetas, programas adheridos a paneles o demostraciones del algún tipo.

Ojalá hubiese un mapa del hotel, con todos los eventos y ubicaciones anotados, incluido en nuestro paquete de recepción. ¿O eran los vampiros demasiado esnobs como para necesitar ese tipo de ayudas? No, había un diagrama del hotel enmarcado e iluminado para la consulta de los huéspedes y los tours programados. El hotel estaba numerado al revés. El piso superior, el ático, estaba numerado con el uno. El bajo, el piso más amplio (el destinado para los humanos), tenía el número quince. Había un entrepiso que separaba el piso para humanos y recepción, y amplias salas de convenciones en el anexo norte del hotel, la proyección rectangular sin ventanas que tan rara nos había parecido en la imagen de Internet.

Observé a la gente que correteaba por el vestíbulo; camareras, guardaespaldas, mayordomos, mozos… Allí estábamos, todos esos castorcillos humanos yendo de acá para allá para que todo estuviese listo y dispuesto para los asistentes no muertos a la convención (¿se podía llamar así a una cumbre? ¿Cuál era la diferencia?). Me agrié un poco al preguntarme por qué era ése el orden de las cosas, cuando hacía unos años eran los vampiros los que corrían a esconderse a un rincón oscuro. Quizá aquello hubiera sido lo más natural. Me di un bofetón mental. Sólo me faltaba unirme a la Hermandad, si de verdad era lo que sentía. Recordé al pequeño grupo de manifestantes que se había congregado en el parque frente al Pyramid of Gizeh, con pancartas que ponían «Pirámide de rancios».

—¿Dónde están los ataúdes? —le pregunté al señor Cataliades.

—Llegarán por la entrada del sótano —explicó.

Había un detector de metales en la entrada. Me esforcé por no mirar mientras Johan Glassport se vaciaba los bolsillos. El detector saltó como una sirena cuando intentó atravesarlo.

—¿Los ataúdes también tienen que pasar por el detector de metales? —quise saber.

—No. Nuestros vampiros van en ataúdes de madera, pero con componentes de metal, y no se puede sacar a los vampiros para registrarles los bolsillos en busca de objetos metálicos, así que no tendría sentido —repuso el señor Cataliades, sonando impaciente por primera vez—. Además, algunos vampiros han escogido esas modernas cajas mortuorias de metal.

—Los manifestantes de enfrente —dije—. Me dan escalofríos. Les encantaría meterse aquí dentro.

El señor Cataliades sonrió, lo cual constituyó un panorama aterrador.

—Nadie va a entrar aquí, señorita Sookie. Hay otros guardias que usted no puede ver.

Mientras el señor Cataliades se encargaba de tramitar la recepción, me mantuve a su lado y me dediqué a mirar a la gente que nos rodeaba. Todos vestían muy bien y estaban hablando. Sobre nosotros. Enseguida me puse nerviosa ante las miradas que estábamos recibiendo, y el murmullo de los pensamientos de los pocos huéspedes vivos y el personal del hotel no hizo sino aumentar esa sensación. Éramos el séquito humano de la reina, que había sido la gobernante más poderosa de Estados Unidos. Ahora, no sólo se encontraba debilitada económicamente, sino que iba a ser juzgada por el asesinato de su marido. Podía entender por qué los demás lacayos nos encontraban interesantes (yo misma lo habría pensado), pero no podía evitar sentirme incómoda. En lo único que podía pensar era en lo brillante que debía de tener la nariz y las ganas que tenía de pasar un rato sola.

El empleado consultó el libro de reservas con deliberada lentitud, como si desease mantener la exhibición en el vestíbulo el mayor tiempo posible. El señor Cataliades trató con él con su habitual y elaborada cortesía, aunque eso también empezaba a agotarse al cabo de diez minutos.

Me mantuve a una discreta distancia durante el proceso, pero cuando me quedó claro que el empleado (cuarentón, consumidor de drogas ocasional, padre de tres) nos mantenía allí simple y llanamente para divertirse, me acerqué un paso. Puse la mano levemente sobre la manga del señor Cataliades para indicarle que quería unirme a la conversación. Se interrumpió para volver una cara interesada hacia mí.

—Danos las llaves y dinos dónde están nuestros vampiros o le diré a tu jefe que eres el que vende los objetos del Pyramid en eBay. Y si se te ocurre sobornar a una señora de la limpieza para que ponga una sola mano sobre la ropa interior de la reina, ya no digamos robarla, te echaré a Diantha encima. —Diantha acababa de volver de hacerse con una botella de agua. No dudó en mostrar sus mortales dientes afilados en una letal sonrisa.

El empleado se puso blanco y luego rojo, en un interesante patrón de circulación de la sangre.

—Sí, señorita —tartamudeó, y me pregunté si se mearía encima. Después de hurgar en su cabeza, dejó de importarme.

Al poco tiempo, todos teníamos nuestras llaves, una lista de las habitaciones de descanso de «nuestros» vampiros, y el botones estaba llevando nuestros bultos a uno de los carros de equipaje. Aquello me recordó algo.

«Barry», dije mentalmente. «¿Estás por aquí?»

«Sí», dijo una voz que no tenía nada que ver con la titubeante de la primera vez. «¿Sookie Stackhouse?»

«Soy yo. Estamos en recepción. Estoy en la 1538, ¿y tú?»

«En la 1576. ¿Qué tal estás?»

«Yo bien, pero Luisiana… Hemos pasado un huracán y ahora tenemos un juicio. Supongo que ya sabes de lo que te hablo.»

«Sí. Has tenido mucho movimiento.»

«Y que lo digas», le dije, preguntándome si mi mente proyectaría la sonrisa que describían mis labios.

«Te he recibido alto y claro.»

En ese momento percibí cómo debía de sentirse la gente en mi presencia.

«Te veo luego», le dije a Barry. «Oye, ¿cómo te apellidas?»

«Empezaste algo cuando sacaste mi don a relucir», me dijo. «Me llamo Barry Horowitz. Ahora sólo me hago llamar Barry el botones. Así es como me he registrado, por si te olvidas de mi número de habitación.»

«Vale. Estoy deseando hacerte una visita.»

«Lo mismo te digo.»

Y entonces, Barry y yo volvimos nuestras atenciones a otras cosas, y la extraña sensación de cosquilleo que producía la comunicación mental desapareció.

Barry es el único telépata al que he conocido, aparte de mí misma.

El señor Cataliades averiguó que todos los integrantes humanos (bueno, no vampiros) del grupo habían sido dispuestos en habitaciones por parejas. Algunos de los vampiros también. No le alegró mucho saber que compartiría habitación con Diantha, pero el hotel estaba hasta la bandera, según dijo el empleado. Quizá nos estuviera mintiendo con respecto a muchas otras cosas, pero ésa, en concreta, era una verdad como un templo.

A mí me había tocado compartir habitación con el juguete sexual de Gervaise y, mientras deslizaba la tarjeta por el lector de la puerta, me pregunté si ya estaría dentro. Sí que estaba. Me había esperado la típica fanática de los vampiros, una de esas que no dejan de revolotear a su alrededor en el Fangtasia, pero Carla Danvers era harina de otro costal.

—¡Hola, chica! —me recibió—. Me dije que no tardarías en llegar cuando trajeron tus maletas. Soy Carla, la novia de Gerry.

—Encantada de conocerte —saludé, estrechándole la mano. Carla era la reina de su promoción. Bueno, puede que no lo fuera literalmente, ni tampoco la más popular de su clase, pero seguro que había andado cerca. Tenía el pelo castaño oscuro y le llegaba hasta la barbilla, a juego con unos grandes ojos, con unos dientes tan rectos y blancos que habrían podido ser el anuncio de su odontólogo. Sus pechos habían pasado por una operación, y tenía las orejas llenas de pendientes, igual que el ombligo. Pude verlo todo porque Carla estaba desnuda, y no parecía entender que su desnudez se me antojaba excesivamente explícita para mi gusto—. ¿Lleváis mucho tiempo juntos, Gervaise y tú? —pregunté, para disimular mi incomodidad.

—Conocí a Gerry hace, veamos, siete meses. Dijo que sería mejor que me agenciase una habitación por separado porque era probable que tuviera que mantener reuniones de negocios en la suya, ya sabes. Además, pienso irme de compras mientras esté por aquí; ¡terapia de rebajas! ¡La gran ciudad y sus grandes almacenes! Y quería un lugar donde almacenar todas mis bolsas sin que tuviera que estar él para preguntarme cuánto me ha costado todo. —Me hizo un guiño que sólo podría definir como granuja.

—Vale —comenté—. Suena bien. —Lo cierto era que no sonaba tan bien, pero el programa de Carla no era asunto mío. Mi maleta me estaba esperando, así que la abrí y empecé a vaciarla, notando que mi bolsa con el bonito vestido dentro ya estaba en el armario. Carla me había dejado exactamente la mitad del espacio del armario y los cajones, lo cual estaba muy bien por su parte. Ella había llevado unas veinte veces más de ropa que yo, lo cual resaltaba más si cabe su carácter salomónico.

—¿Y tú de quién eres novia? —preguntó Carla. Se estaba haciendo la pedicura. Cuando estiró una pierna hacia arriba, la lámpara del techo delató algo metálico entre sus piernas. Absolutamente abochornada, me volví para estirar mi vestido en su percha.

—Salgo con Quinn —contesté.

Miré por encima del hombro, esforzándome por no bajar la mirada.

Carla parecía perdida.

—El hombre tigre —dije—. El que se encarga de la organización de las ceremonias.

Parecía que empezaba a reaccionar un poco.

—Grande, la cabeza afeitada —insistí.

El rostro se le iluminó.

—Oh, sí. ¡Lo vi esta mañana! Estaba desayunando en el restaurante mientras me registraba.

—¿Hay un restaurante?

—Claro. Aunque, claro, es diminuto. También hay servicio de habitaciones.

—Ya sabes, no es habitual que haya restaurantes en los hoteles para vampiros —dije, simplemente para dar conversación. Había leído un artículo al respecto en el American Vampire.

—Oh, vaya, eso no tiene ningún sentido. —Carla terminó con uno de los dedos del pie y empezó con el siguiente.

—No, desde el punto de vista de un vampiro.

Carla frunció el ceño.

—Sé que no comen. Pero la gente normal sí. Y éste es un mundo de gente normal, ¿no? Es como no aprender inglés cuando emigras a Estados Unidos.

Me volví para ver la cara de Carla y asegurarme de que hablaba en serio. Así era.

—Carla —dije, y me callé. No sabía qué decir, cómo decirle a Carla que a un vampiro de cuatrocientos años le traían sin cuidado los hábitos culinarios de un humano de veinte. Pero la chica estaba esperando que terminase mi frase—. Bueno, me alegro de que haya un restaurante —concluí con voz débil.

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