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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (41 page)

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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Habiendo así, en cierto modo, supuesto dos propiedades de las causas de estas afecciones, a saber: que las cualidades producen un placer o dolor separados y que los sujetos en los cuales se hallan estas cualidades se refieren a la propia persona, procedo a examinar las pasiones mismas, para hallar algo en ellas correspondiente a las propiedades supuestas en sus causas. Primeramente hallo que el objeto peculiar del orgullo y la humildad está, determinado por un instinto original y natural, y que es absolutamente imposible, dada la constitución originaria del espíritu, que estas pasiones puedan referirse a algo remoto, al yo o la persona individual de cuyas acciones y sentimientos somos íntimamente consocios cada uno de nosotros. Aquí, en último término, se dirige la atención cuando somos dominados por una de estas dos pasiones, y no podemos en esta situación del espíritu ni perder de vista este objeto. No pretendo dar una razón para esto, sino que considero una dirección semejante del pensamiento como una cualidad original.

La segunda cualidad que yo descubro en estas pasiones, y que considero igualmente como una cualidad original, son sus sensaciones o las peculiares emociones que producen en el alma, y que constituyen su verdadero ser y esencia. Así, el orgullo es una sensación placentera y la humildad una sensación dolorosa, y suprimiendo el placer y el dolor no existirían en realidad el orgullo y la humildad. Nuestro sentimiento real nos convence de esto, y más allá de nuestro sentimiento es en vano razonar o disputar aquí.

Si yo comparo, por consiguiente, estas dos propiedades de las pasiones que se acaban de establecer, a saber: su objeto, que es el yo, y su sensación, que es el placer o dolor, con las dos propiedades propuestas de las causas, a saber: su relación con el yo y su tendencia a producir placer o dolor independientemente de la pasión, hallo inmediatamente, suponiendo que estos supuestos son exactos, que el verdadero sistema se me presenta con una evidencia irresistible. La causa que despierta la pasión se refiere al objeto que la naturaleza ha atribuido a la pasión; la sensación que produce la causa separadamente se refiere a la sensación de la pasión; de esta doble relación de ideas e impresiones se deriva la pasión. Una de las ideas se convierte fácilmente en su correlativa, y una de las impresiones, en la que se le asemeja y le corresponde. ¡Con cuánta mayor facilidad no debe ser hecha esta transición cuando estos procesos se asisten recíprocamente y la mente recibe un doble impulso de las relaciones de impresiones e ideas a la vez!

Para comprender esto mejor debemos suponer que la naturaleza ha dado a los órganos del espíritu humano una cierta disposición, adecuada para producir una peculiar impresión o conmoción que nosotros llamamos orgullo; a esta emoción ha asignado una cierta idea, a saber: la del yo, que jamás deja de producir. Esta disposición de la naturaleza se concibe fácilmente. Tenemos muchos ejemplos de un mecanismo semejante. Los nervios de la nariz y del paladar se hallan dispuestos de manera que en ciertas circunstancias llevan sensaciones semejantes al espíritu; las sensaciones de apetito y hambre producen en nosotros siempre la idea de los objetos particulares que son adecuados, a cada deseo. Estas dos circunstancias se hallan unidas en el orgullo. Los órganos se hallan dispuestos para producir la pasión, y la pasión, después de producida, despierta naturalmente una cierta idea. Todo esto no necesita pruebas. Es evidente que no podemos ser poseídos por esta pasión cuando no existe en el espíritu una disposición apropiada para ello, y es evidente también que la pasión dirige siempre su mirada hacia nosotros mismos y nos hace pensar sobre nuestras cualidades y circunstancias.

Habiendo sido bien entendido esto se puede preguntar ahora si la naturaleza produce la pasión inmediatamente por ella misma o si debe ser auxiliada por la cooperación de otras causas, pues se observa que en este respecto su conducta es distinta en las diferentes pasiones y sensaciones. El paladar debe ser excitado por un objeto externo para producir algún sabor agradable; pero el hambre surge internamente sin que concurra un objeto externo. Sucede lo que ocurre con otras pasiones e impresiones, es cierto: que el orgullo requiere de algún objeto externo y que los órganos que lo producen no se hallan impulsados, como el corazón y las arterias, por un movimiento original e interno.

Pues primeramente la experiencia de todos los días nos convence de que el orgullo requiere ciertas causas para ser producido y languidece cuando no es mantenido por alguna cualidad excelente en el carácter, alguna ventaja corporal en el traje, coches o fortuna.

Segundo: es evidente que el orgullo sería perpetuo si surgiese inmediatamente, por naturaleza, pues el objeto es siempre el mismo y no existe disposición del cuerpo peculiar del orgullo, como de la sed o del hambre.

Tercero: la humildad se halla exactamente en la misma situación que el orgullo, y, por consiguiente, dado lo antes supuesto, debe ser igualmente perpetua o debe destruir la pasión contraria desde el primer momento, de modo que ninguna de ellas puede hacer su aparición. En general, debemos sentirnos satisfechos con la conclusión precedente de que el orgullo debe tener una causa, así como un objeto, y que la una no ejerce influencia sin el otro.

La dificultad, pues, estriba tan sólo en descubrir esta causa y hallar qué es lo que da el primer impulso y pone en acción aquellos órganos que son naturalmente adecuados para producir la emoción. Al consultar mi propia experiencia para resolver esta dificultad hallo inmediatamente un sinnúmero de diferentes causas que producen el orgullo, y examinando estas causas supongo, lo que a primera vista percibo como probable, que en todas ellas concurren dos circunstancias, que son: que por sí mismas producen una impresión relacionada con la pasión y que están situadas en un sujeto relacionado con el objeto de la pasión. Si considero después de esto la naturaleza de la relación y sus efectos sobre las pasiones y las ideas, no puedo ya dudar de estos supuestos, a saber: que expresan el verdadero principio que produce el orgullo e imprime el movimiento a los órganos de éste, que, hallándose dispuestos naturalmente para producir la afección, requieren solamente un primer impulso o comienzo para su acción. Todo lo que produce una sensación agradable y se relaciona con el yo produce la pasión del orgullo, que es también agradable y tiene como objeto el yo.

Lo que he dicho del orgullo es igualmente cierto de la humildad. La sensación de humildad es desagradable como el orgullo es agradable, razón por la cual debe cambiar de cualidad la sensación producida por las causas, mientras que la relación con el yo continúa siendo la misma. Aunque orgullo y humildad son completamente contrarios en sus efectos y sensaciones, tienen, sin embargo, el mismo objeto, de modo que se requiere tan sólo cambiar la relación de las impresiones, sin hacer ningún cambio en las ideas. De acuerdo con lo anterior, hallamos que una hermosa casa que nos pertenece produce orgullo, y que la misma casa, aun perteneciéndonos, produce humildad si por un accidente su belleza se ha cambiado en fealdad, y por esto la sensación de placer que correspondía al orgullo se ha transformado en dolor, que es la correspondiente a la humildad. La doble relación entre las ideas y las impresiones subsiste en ambos casos y produce una fácil transición de una emoción a la otra.

En una palabra: la naturaleza ha concedido una especie de atracción a ciertas impresiones e ideas, por la cual, al surgir naturalmente, traen tras sí a sus correlativas. Si estas dos atracciones o asociaciones de impresiones e ideas concurren en el mismo objeto se apoyan recíprocamente y la transición de las afecciones y de la imaginación se hace con la más grande naturalidad y facilidad. Cuando una idea produce una impresión relacionada con una impresión que se halla enlazada con una idea, relaciona con la primera idea estas dos impresiones y no dejará de presentarse la una con la otra en cualquier caso. La cualidad que actúa sobre la pasión produce separadamente una impresión que se le asemeja; el sujeto al cual pertenece la cualidad se pone en relación con el yo, el objeto de la pasión; por esto no debe maravillar que la causa total, consistente en una cualidad y en un sujeto, haga surgir de un modo instable la pasión.

Para ilustrar esta hipótesis podemos comparar el presente caso con el que empleé en otro lugar para explicar la creencia perteneciente a los juicios que os acerca de la causalidad. Yo he observado que en todos los juicios de este género hay siempre una impresión actual y una idea relacionada con ella, y que la impresión presente concede vivacidad a la fantasía, mientras que la relación transfiere esta vivacidad, por una transmisión fácil, a la idea relacionada. Sin la impresión presente, la atención no se halla fijada ni los espíritus excitados. Sin la relación, esta atención permanece dirigida a su primer objeto y no tiene ulteriores consecuencias.

Existe, evidentemente, una gran analogía entre esta hipótesis y la que ahora hemos propuesto con respecto a una impresión y una idea que se transforman en otra impresión e idea por medio de su doble relación, analogía que debe ser considerada como una prueba no despreciable de ambas hipótesis.

Sección VI - Limitaciones de este sistema.

Antes de ir más lejos en este asunto y examinar en particular todas las causas de orgullo y humildad será conveniente hacer alguna restricción en el sistema general de que todos los objetos agradables relacionados con nosotros por una asociación de ideas e impresiones producen orgullo, y todos los desagradables, humildad. Estas limitaciones se derivan de la naturaleza real del asunto.

I. Si suponemos que un objeto agradable adquiere una relación con el yo, la primera pasión que aparece es alegría, y esta pasión presenta una relación más simple que orgullo o vanagloria. Podemos experimentar alegría estando presentes a una fiesta en que nuestros sentidos son regalados con delicias de todo género; pero sólo el que da la fiesta, además de la alegría experimenta la pasión adicional de satisfacción de sí mismo y vanidad. Es cierto que hay hombres que se vanaglorian a veces de una diversión en la que tan sólo han estado presentes, y mediante una relación tan débil convierten su placer en orgullo; sin embargo, debe en general ser concedido que la alegría surge de una relación menos importante que la vanidad y que muchas cosas que nos son demasiado extrañas para producir orgullo son capaces de proporcionarnos deleite y placer. La razón de la diferencia puede ser explicada así. Una relación es requisito para la alegría, a fin de que se aproxime el objeto a nosotros y nos produzca alguna satisfacción. Pero, aparte de lo que es común a ambas pasiones, se requiere esto para el orgullo, a fin de producir la transición de una pasión a otra y convertir la satisfacción en vanidad. Como tiene una doble tarea que realizar, debe ser dotado con doble fuerza y energía. A lo que podemos añadir que cuando los objetos agradables no poseen una relación íntima con nosotros la poseen con respecto a otra persona, y que esta última relación no solamente supera a la primera, sino que la destruye, como veremos más adelante.

Aquí, pues, radica la primera limitación que debemos hacer en nuestra posición general, a saber: que todo lo que se halla relacionado con nosotros y produce placer o dolor produce igualmente orgullo o humildad. No se requiere sólo una relación, sino una relación íntima, y más íntima que la necesaria para la alegría.

II. La segunda limitación es que el objeto agradable no debe ser sólo relacionado íntimamente, sino también ser perteneciente a nosotros mismos, o por lo menos común a nosotros y a unas cuantas personas. Es una cualidad observable en la naturaleza humana, que nosotros intentaremos explicar más tarde, que todo lo que se presenta frecuentemente y a lo que estamos desde largo tiempo habituados pierde su valor para nosotros y pronto es despreciado y descuidado. Además, nosotros juzgamos los objetos más por comparación que por su mérito real e intrínseco, y donde no podemos aumentar su valor mediante el contraste nos inclinamos a no estimar sino lo que es esencialmente bueno en ellos. Estas propiedades del espíritu ejercen su efecto sobre la alegría y sobre el orgullo, y es notable que bienes que son comunes al género humano y mediante el hábito nos han llegado a ser familiares nos producen tan sólo una pequeña satisfacción, aunque quizá de una especie más excelente que aquellos a los que por su rareza atribuimos un valor mucho más alto. Aunque estas circunstancias influyen en las dos pasiones que nos ocupan, tienen mucho mayor influjo sobre la vanidad. Nos alegramos por muchos bienes que a causa de su frecuencia no nos producen orgullo. La salud, cuando vuelve después de una larga ausencia nos produce una satisfacción realmente sensible; pero es rara vez considerada como un motivo de vanidad porque se disfruta con muchos otros.

La razón por que el orgullo es mucho más delicado en este respecto que la alegría creo que es la siguiente:

Para que se produzca el orgullo debemos considerar siempre dos objetos, a saber: la causa o el objeto que produce placer, y el yo, que es objeto real de la pasión.

Para la alegría es sólo necesario un objeto para que se produzca, a saber: el que cause placer, y aunque es requisito indispensable que posea alguna relación con el yo, lo es tan sólo para hacerlo agradable, y no es el yo, propiamente hablando, el objeto de esta pasión. Puesto que, por consiguiente, el orgullo tiene, en cierto respecto, dos objetos hacia los cuales dirige nuestra vista, se sigue que cuando ni uno ni otro tienen alguna singularidad la pasión debe ser más debilitada por ello que una pasión que tiene sólo un objeto. Comparándonos con los otros, como podemos hacerlo en cada momento, hallamos que no nos distinguimos de ellos en lo más mío, y comparando el objeto que poseemos descubrimos aún la misma lamentable circunstancia. Por estas dos comparaciones tan desventajosas la pasión debe ser enteramente destruida.

III. La tercera restricción es que el objeto placentero o doloroso tiene que ser muy claro y manifiesto, y no sólo para nosotros mismos, sino también para los otros.

Esta circunstancia, como las dos precedentes, ejerce un efecto sobre la alegría y sobre el orgullo. Nos imaginamos más felices y también más virtuosos o hermosos cuando aparecemos como tales a los otros, pero hacemos aún más ostentación de nuestras virtudes que de nuestros placeres. Esto procede de causas que yo trataré de explicar después.

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