Read Tratado de la Naturaleza Humana Online
Authors: David Hume
Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia
Para esto supongo una masa de materia cuyas partes son contiguas y están enlazadas y que se halla situada ante nosotros; es claro que debemos atribuir a esta masa una identidad perfecta coa tal de que sus partes continúen ininterrumpidas e invariablemente las mismas cualquiera que sea el movimiento o cambio de lugar que podamos observar en algunas de sus partes. Pero suponiendo que alguna parte pequeña o insignificante se añade o se resta de la masa, aunque esto destruye en absoluto la identidad del todo, rigurosamente hablando, rara vez pensamos de un modo tan exacto y no experimentamos escrúpulo alguno para declarar que la masa de la materia es la misma cuando hallamos una alteración tan pequeña. El paso del pensamiento de un objeto antes del cambio al objeto después de él es tan suave y fácil que apenas percibimos la transición y nos inclinamos a imaginar que no es más que una consideración continua del mismo objeto.
Existe una circunstancia muy notable que acompaña a este experimento, a saber: que aunque el cambio de una parte considerable de una masa de materia destruye la identidad del todo, sin embargo, debemos medir el tamaño de la parte no absolutamente, sino en su relación con el todo. La adición o disminución de una montaña no bastará para producir una diversidad en un planeta, aunque el cambio de algunas pulgadas sea capaz de destruir la identidad de algunos cuerpos. Será imposible explicar esto más que reflexionando acerca de que los objetos actúan en el espíritu y rompen o interrumpen la continuidad de sus acciones, no según su tamaño real, sino según su relación con cada uno de los otros, y, por consiguiente, ya que esta interrupción hace que un objeto cese de aparecer el mismo, debe ser el progreso ininterrumpido del pensamiento el que constituye la identidad imperfecta.
Esto puede confirmarse por otro fenómeno. Un cambio en una parte considerable de un cuerpo destruye su identidad; pero es notable que cuando el cambio se produce gradual e insensiblemente somos menos capaces de atribuirle el mismo efecto. La razón no puede ser claramente otra sino que el espíritu, al seguir los cambios sucesivos del cuerpo, experimenta fácil el paso de la consideración de su condición en un momento a la consideración de ella en otro y no percibe en ningún tiempo particular una interrupción en sus acciones. Partiendo de esta percepción continua atribuye una existencia continua e identidad al objeto.
Cualquiera que sea la precaución de que podamos hacer uso al introducir los cambios gradualmente y al hacerlos proporcionados al todo, es cierto que, cuando, por último, observamos que los cambios han llegado a ser muy considerables, experimentamos escrúpulos para atribuir una identidad a tales objetos diferentes. Existe, sin embargo, otro artificio por el que podemos inducir a la imaginación a dar un paso más lejos, y es el producir una referencia de las partes entre sí y una combinación para un fin o propósito común. Un barco del que se han cambiado partes importantes por frecuentes reparaciones se considera como el mismo, y la diferencia de los materiales no nos impide atribuirle una identidad. El fin común para que todas las partes sirven es el mismo en todas sus variaciones y nos proporciona una fácil transición de la imaginación de una situación del cuerpo a otra.
Sin embargo, aun es más notable esto cuando añadimos una simpatía de las partes a su fin común y suponemos que mantienen entre sí la relación recíproca de causa y efecto en todas sus acciones y operaciones. Este es el caso de todos los animales y vegetales, en los que no sólo las varias partes se refieren a algún propósito general, sino que dependen también mutuamente entre sí y se hallan en conexión entre ellas. Es el efecto de una tan fuerte relación que, aunque cada uno debe conceder que en pocos años los vegetales y los animales han sufrido un cambio total, les atribuimos identidad, aunque su forma, tamaño y substancia se hallan totalmente alterados. Una encina que crece desde una planta pequeña a un árbol grande es la misma encina, aunque no existe ni una partícula de materia o ninguna figura de sus partes que sean las mismas. Un niño llega a ser un hombre y es a veces grueso y a veces delgado, sin ningún cambio en su identidad.
Podemos también considerar los dos fenómenos siguientes, que son notables en su género: El primero es que, aunque somos capaces comúnmente de distinguir de un modo exacto entre identidad numérica e identidad específica, sin embargo, sucede a veces que las confundimos y que empleamos la una por la otra en nuestro pensamiento y razonamiento. Así, un hombre que oye un ruido frecuentemente interrumpido y renovado dice que es el mismo ruido, aunque es evidente que los sonidos poseen tan sólo una identidad o semejanza específica y que no existe nada éricamente idéntico más que la causa que los produce. De igual modo puede decirse, sin herir la propiedad del lenguaje, que una iglesia, que en un principio era de ladrillo, cayó en ruinas y que la parroquia reconstruyó la misma iglesia con piedra y según la arquitectura moderna. Aquí ni la forma ni los materiales son los mismos, ni hay nada común entre los dos objetos más que su relación con los habitantes de la parroquia, y, sin embargo, esto sólo basta para hacer que la llamemos la misma.
Debemos observar que en estos casos el primer objeto se halla en cierto modo aniquilado antes de que el segundo exista, por lo que jamás se presentan en un mismo momento del tiempo con la idea de diferencia y multiplicidad, y por esta razón somos menos cuidadosos llamándolos lo mismo.
Segundo. Podemos notar que, aunque en una sucesión de objetos relacionados se requiere que el cambio de las partes no sea repentino ni total para mantener la identidad, sin embargo, cuando los objetos son en su naturaleza mudables e inconstantes admitimos una transición más repentina que la que sería compatible otras veces con esta relación. Así, como la naturaleza de un río consiste en el movimiento y cambio de partes, aunque en menos de veinticuatro horas se hallan éstas alteradas, no deja por ello aquél de continuar siendo el mismo durante muchas generaciones.
Lo que es natural y esencial a algo es en cierto modo esperado, y lo esperado hace menos impresión y parece de menos importancia que lo que es inaudito y extraordinario. Un cambio considerable del primer género parece ser menor a la imaginación que un alteración insignificante del último, y como interrumpe menos la continuidad del pensar, tiene menor influencia para destruir la identidad.
Pasamos ahora a explicar la naturaleza de la identidad personal, que ha llegado a ser una cuestión tan importante en filosofía, especialmente en los últimos años, en Inglaterra, en donde todas las ciencias difíciles son estudiadas con un ardor y aplicación peculiares. Es evidente que aquí puede seguirse empleando el mismo método de razonamiento que ha tenido tan buenos resultados para explicar la identidad de las plantas, animales, barcos, casas y todos los productos compuestos y mudables de la naturaleza o el arte. La identidad que atribuimos al espíritu humano es tan sólo ficticia y del mismo género que la que adscribimos a los cuerpos vegetales o animales. No puede, pues, tener un origen diferente, sino que debe proceder de una actividad análoga de la imaginación dirigida a objetos análogos.
Como temo que este argumento no convenza al lector, aunque a mi parecer es totalmente decisivo, debe tener en cuenta el razonamiento que seguirá, que es aun más firme y más inmediato. Es evidente que la identidad que atribuimos al espíritu humano, por muy perfecta que la imaginemos, no es capaz de convertir en una las múltiples percepciones y hacerles perder sus características de distinción y diferencia que les son esenciales. Es cierto aún que cada percepción que entra en la composición del espíritu es una existencia distinta y diferente, distinguible y separable de cada una de las otras percepciones, ya sean simultáneas, ya sucesivas. Pero como, a pesar de esta distinción y separabilidad, suponemos que la serie total de las percepciones se halla unida por la identidad, surge la cuestión de si esta relación de identidad es algo que realmente enlaza entre sí nuestras varias percepciones o algo que solamente asocia sus ideas er la imaginación, esto es, con otras palabras, si al referirnos a la identidad de una persona observamos algún lazo entre sus percepciones o sólo experimentamos un enlace entre las ideas que nos formamos de ellas. Podemos decidir fácilmente esta cuestión si recordamos lo que ha sido probado extensamente, a saber: que el entendimiento jamás aprecia una conexión real entre los objetos, y que aun el enlace de causa y efecto, si se examina con rigor, se resuelve en una asociación habitual de ideas. De aquí se sigue evidentemente que la identidad no es nada que realmente pertenezca a estas percepciones diferentes y las una entre sí, sino tan sólo meramente una cualidad que les atribuimos a causa de la unión de sus ideas en la imaginación cuando reflexionamos sobre ellas. Ahora bien; las únicas cualidades que pueden dar a las ideas una unión en la imaginación son las tres relaciones antes mencionadas. Estas son los principios unificadores del mundo ideal, y sin ellas cada objeto distinto es separable por el espíritu y puede considerarse separadamente y no parece tener más relación con otro objeto que si se hallase separado de él por la más grande diferencia y lejanía. Por consiguiente, de algunas de estas tres relaciones, de semejanza, continuidad y causalidad, depende la identidad, y como la verdadera esencia de estas relaciones consiste en producir una fácil transición de ideas, se sigue que nuestra noción de la identidad personal procede totalmente del progreso suave y no interrumpido del pensamiento a lo largo de la serie de las ideas enlazadas, según los principios antes expuestos.
La única cuestión, pues, que nos queda es por qué relaciones se produce el progreso continuo de nuestro pensamiento cuando consideramos la existencia sucesiva de un espíritu o persona pensante. Es evidente que aquí debemos limitamos a la semejanza y causalidad y debemos dejar a un lado la contigüidad, que sólo tiene una influencia pequeña o no tiene ninguna en el caso presente.
Comenzando con la semejanza, supongamos que podemos ver tan claramente el espíritu de otro y observar la sucesión de percepciones que constituye su alma o principio pensante, y supongamos que esta otra persona conserva siempre la memoria de una parte considerable de sus percepciones pasadas; es evidente que nada puede contribuir más a conceder una relación a esta sucesión a pesar de todas sus variaciones. Pues ¿qué es la memoria más que la facultad por la cual hacemos surgir las imágenes de las percepciones pasadas? Y como una imagen necesariamente se asemeja a su objeto, ¿no debe la colocación frecuente de estas percepciones semejantes en la serie del pensar hacer pasar la imaginación más fácilmente de un término a otro y hacer que el todo parezca la continuidad de un mismo objeto? En este respecto, pues, la memoria no sólo descubre la identidad, sino que contribuye a su producción, creando la relación de semejanza entre las percepciones. El caso es análogo cuando nos consideramos a nosotros mismos que cuando lo hacemos con los otros.
En cuanto a la causalidad, podemos observar que la verdadera idea del espíritu humano es considerarlo como un sistema de diferentes percepciones o diferentes existencias que se hallan enlazadas entre sí por la relación de causa y efecto y se producen, destruyen, influyen y modifican mutuamente. Nuestras impresiones dan lugar a las ideas correspondientes, y estas ideas, a su vez, producen otras impresiones. Un pensamiento persigue a otro y trae tras de sí un tercero, por el cual es expulsado a su vez. En este respecto, a nada puedo comparar el alma mejor que a una República o Estado en que los diferentes miembros se hallen unidos por los lazos recíprocos del gobierno y subordinación y den la vida a otras personas que propagan la misma República, a pesar de los cambios incesantes de sus partes, y como la misma República no sólo puede cambiar sus miembros, sino también sus leyes y constituciones, la misma persona puede del mismo modo variar su carácter y disposición, lo mismo que sus impresiones e ideas, sin perder su identidad. Cualesquiera que sean los cambios que sufre, sus partes diversas siguen enlazadas aun por la relación de causalidad. Desde este punto de vista, nuestra identidad con respecto a las pasiones viene a corroborar la identidad con respecto a la imaginación, haciendo que nuestras percepciones distantes se influyan entre sí y dándonos un interés actual por nuestros dolores y placeres pasados o futuros.
Como la memoria por sí sola nos hace conocer la continuidad y extensión de esta sucesión de percepciones, debe ser considerada, por esta razón capitalmente, como la fuente de la identidad personal. Si no tuviésemos memoria, jamás podríamos tener una noción de la causalidad, ni, por consecuencia, de la cadena de causas y efectos que constituyen nuestro yo o persona. Sin embargo, habiendo adquirido esta noción de causalidad por la memoria, podemos extender la misma cadena de causas y, por consiguiente, la identidad de nuestras personas más allá de nuestra memoria, y podemos comprender tiempos, circunstancias y acciones que hemos olvidado enteramente, pero que suponemos en general que han existido. Pues ¡de qué pocas de nuestras acciones tenemos memoria! ¿Quién puede decirme, por ejemplo, cuáles fueron sus pensamientos y acciones el primero de enero de 1715, el 11 de marzo de 1719 y el 13 de agosto de 1733? ¿O se afirmará que, porque se han olvidado totalmente los incidentes de estos días, el Yo actual no es la misma persona que el Yo de aquel tiempo y por medio de esto se echarán abajo las nociones más firmes de la identidad personal? Desde este punto de vista, pues, la memoria no tanto produce como descubre la identidad personal, mostrándonos la relación de causas y efectos entre nuestras diferentes percepciones. Incumbirá a los que afirman que la memoria produce enteramente nuestra identidad personal dar una razón de por qué nuestra identidad personal se extiende más allá de nuestra memoria.
Esta doctrina, en su conjunto, nos lleva a una conclusión que es de gran importancia en el asunto presente, a saber: que no es posible que todas las cuestiones refinadas y sutiles relativas a la identidad personal sean jamás resueltas y deben considerarse más bien como dificultades gramaticales que como dificultades filosóficas. La identidad depende de las relaciones de las ideas, y estas relaciones producen la identidad por medio de una transición fácil que ocasionan. Sin embargo, como las relaciones y la facilidad de la transición pueden disminuir por grados insensibles, no tenemos un criterio exacto que nos sirva para decidir cualquier discusión referente al momento en que se adquiere o pierde el derecho al nombre de identidad.