Read Tratado de la Naturaleza Humana Online
Authors: David Hume
Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia
Estas son las opiniones de mi melancolía e indolencia, y de hecho debo confesar que la filosofía no tiene nada que oponerles y espera una victoria más de la vuelta de una disposición seria y de buen humor que de la fuerza de la razón y convicción. En todos los incidentes de la vida debemos conservar nuestro escepticismo. Si creemos que el fuego calienta y el agua refresca es tan sólo porque nos cuesta mucho trabajo pensar de otro modo. Es más; si somos filósofos, debemos serlo tan sólo sobre principios escépticos y partiendo de una inclinación que experimentamos de os de esta manera. Cuando la razón es activa y se combina con alguna inclinación puede asentirse a ella. Cuando no lo hace, no puede tener derecho alguno a actuar sobre nosotros.
En el momento, pues, que me hallo fatigado de la diversión y la sociedad y he cedido a la meditación en mi cuarto o en un paseo solitario a la orilla de un río, experimento que mi espíritu se concentra en sí mismo y se inclina naturalmente a considerar todos aquellos asuntos en torno de los cuales he encontrado tantas discusiones en el curso de mi lectura y conversación. No puedo menos de sentir la curiosidad de conocer los principios del bien y el mal moral, la naturaleza y fundamento del gobierno y la causa de las varias pasiones e inclinaciones que actúan sobre mí y me dirigen. Me hallo incómodo al pensar que apruebo un objeto y censuro otro, llamo a una cosa bella y a otra fea, decido con respecto a la verdad y falsedad, razón y locura, sin conocer sobre qué principios procedo. Me intereso por la condición de las gentes cultas que se hallan poseídas de una ignorancia deplorable con respecto a todas estas particularidades. Experimento una ambición que surge en mí de contribuir a la instrucción del género humano y adquirir un nombre por mis invenciones y descubrimientos. Estos sentimientos surgen naturalmente en mi disposición presente, y si trato de desterrarlos interesándome por otros asuntos o diversiones, experimento que perderé un placer, y éste es el origen de mi filosofía.
Aun suponiendo que esta curiosidad y ambición no me transporte a especulaciones fuera de la esfera de la vida corriente, sucederá naturalmente que por mi debilidad debo ser llevado a investigaciones tales. Es cierto que la superstición es mucho más audaz en sus sistemas e hipótesis que la filosofía, y mientras que la última se contenta asignando nuevas causas y principios a los fenómenos que aparecen en el mundo visible, la segunda nos revela un mundo propio y nos presenta escenas, seres y objetos que son totalmente nuevos. Ya que es casi imposible para el espíritu humano permanecer, como el de los animales, dentro del estrecho círculo de objetos que son el asunto de la conversación y acción diaria, podemos solamente deliberar con respecto a la elección de nuestra guía y debemos preferir la más segura y más agradable. En este respecto me atrevo a recomendar la filosofía, y no experimento escrúpulo alguno en darle la preferencia sobre la superstición, de cualquier género o denominación que sea. Pues como la superstición surge natural y fácilmente de las opiniones populares del género humano, arraiga más poderosamente en el espíritu y frecuentemente es capaz de perturbarnos en la conducta de nuestras vidas y acciones. La filosofía, por el contrario, si es exacta puede presentamos solamente opiniones indulgentes y moderadas, y si es falsa y extravagante, sus opiniones son meramente los objetos de una especulación fría y general, y rara vez consiguen interrumpir el curso de nuestras tendencias naturales. Los cínicos son un ejemplo extraordinario de filósofos que partiendo de razonamientos puramente filosóficos cayeron en extravagancias tan grandes de conducta como cualquier monje o derviche que haya existido en el mundo. Hablando en general, los errores en religión son peligrosos; los errores en filosofía, solamente ridículos.
Me doy cuenta de que estos dos casos de fuerza y debilidad del espíritu no comprenderán todo el género humano y que existen, en Inglaterra en particular, hombres muy honrados que, habiéndose dedicado a sus asuntos domésticos o habiéndose divertido con entretenimientos corrientes, no han ido en su pensamiento mucho más allá de estos objetos que todos los días se nos aparecen a los sentidos. De hecho no pretendo hacer de ellos filósofos ni espero asociarlos a estas investigaciones o hacerlos oyentes de estos descubrimientos. Hacen bien en seguir en su estado presente, y en lugar de refinarse para convertirse en filósofos, deseo que comuniquen a nuestros fundadores de sistemas un poco de su mixtura terrena como un ingrediente que les es muy necesario y que servirá para templar las partículas ígneas de que se hallan compuestos. Mientras que se permita entrar en la filosofía a una imaginación ardiente y se acepten las hipótesis meramente porque son plausibles y agradables, no podremos tener principios firmes ni opiniones que se armonicen con las prácticas comunes y experiencias. Si se suprimiesen estas hipótesis, podríamos esperar establecer un sistema o serie de opiniones que, sin ser verdaderas (quizá es mucho esperar esto), puedan por lo menos ser satisfactorias para el espíritu humano y puedan resistir la prueba del examen más crítico. No debemos desesperar de alcanzar este fin por los varios sistemas quiméricos que han surgido y decaído sucesivamente entre los hombres, si consideramos la brevedad del período en que estas cuestiones han sido asunto de investigación y razonamiento. Dos mil años, con tan largas interrupciones y bajo tan poderosos descorazonamientos, son un período de tiempo pequeño para conceder una perfección tolerable a las ciencias, y quizá nos hallamos en una edad demasiado temprana del mundo para descubrir los principios que examinará una posteridad tardía. Por mi parte, mi única esperanza es que pueda contribuir un poco al avance del conocimiento, dándole en algunos respectos una dirección diferente a las especulaciones de los filósofos y poniendo de relieve más claramente aquellos asuntos que sólo pueden esperar seguridad y convicción. La naturaleza humana es la única ciencia del hombre y ha sido hasta ahora la más descuidada. Será suficiente para mí el poder haberla encarrilado y que la esperanza de esto sirva para curar a mi temperamento de la melancolía y a vigorizarle de la indolencia que a veces me domina. Si el lector se halla en la misma disposición favorable, le ruego que me siga en mis especulaciones futuras. Si no, que ceda a su inclinación y espere que vuelva la aplicación y el buen humor. La conducta de un hombre que estudia filosofía de esta manera libre de preocupación es más verdaderamente escéptica que la de uno que, experimentando en sí mismo una inclinación hacia ella, se halle tan oprimido por dudas y escrúpulos que la rechace totalmente. Un verdadero escéptico desconfiará de sus dudas filosóficas lo mismo que de sus convicciones filosóficas y no rehusará jamás una satisfacción inocente que se presente por razón de alguna de ellas.
No es tampoco conveniente que cedamos en general a nuestra inclinación en las investigaciones filosóficas más elaboradas, a pesar de nuestros principios escépticos, sino que debemos ceder también a la tendencia que nos inclina a ser positivos y ciertos en puntos particulares, según el aspecto bajo el que los consideramos en un instante particular. Es más fácil evitar todo examen e investigación que refrenar una tendencia tan natural y ponernos en guardia contra la seguridad que surge siempre de la consideración exacta y plena de un objeto. En una ocasión tal no sólo propendemos a olvidar nuestro escepticismo, sino también nuestra modestia, y hacemos uso de términos, como es evidente, es cierto, es innegable, que debía evitar quizá una deferencia debida al público. Puedo haber caído en esta falta por el ejemplo de otro; pero me excuso aquí frente a las objeciones que se me puedan hacer en este respecto, y declaro que expresiones tales me fueron sugeridas por la consideración presente del objeto y no implican ningún espíritu dogmático ni idea vanidosa de mi propio juicio, que son opiniones que, según creo, no puede profesar ninguno, y un escéptico menos que los otros.
Del mismo modo que las percepciones de la mente pueden dividirse en impresiones e ideas, las impresiones admiten otra división en originales y secundarias.
Esta división de las impresiones es la misma que la que yo empleé por primera vez cuando distinguí entre impresiones de sensación y reflexión. Impresiones originales o impresiones de sensación son las que, sin ninguna percepción antecedente, emergen en el espíritu, originadas por la constitución del cuerpo, por los espíritus animales o por la impresión de los objetos sobre los órganos externos. Impresiones secundarias o reflexivas son aquellas que proceden de alguna de estas originales o inmediatamente o por la interposición de su idea. Del primer género son todas las impresiones de los sentidos y todos los dolores y placeres corporales. Del segundo son las pasiones y otras emociones semejantes.
Es cierto que el espíritu, en sus percepciones, debe comenzar en alguna parte, y puesto que las impresiones preceden a sus correspondientes ideas, deben existir impresiones que sin precedente alguno hagan su aparición en el alma. Como éstas dependen de causas naturales y físicas, el examen de ellas me llevaría demasiado lejos de mi presente asunto a materias de las ciencias, de la anatomía y filosofía natural. Por esta razón debo aquí limitarme a estas otras impresiones que yo he llamado secundarias o reflexivas, por surgir o de las impresiones originales o de sus ideas. El placer y dolor corporales son el origen de varias pasiones cuando son sentidas y consideradas por el espíritu, pero surgen originalmente en el alma o en el cuerpo -sea lo que in ningún pensamiento o percepción que los preceda. Un acceso de gota produce una larga serie de pasiones, como pena, esperanza, temor; pero no se deriva inmediatamente de una afección o, idea.
Las impresiones reflexivas pueden dividirse en dos géneros: el tranquilo y el violento. Del primer género es el sentimiento de la belleza y fealdad en la acción, composición y objetos externos. Del segundo son las pasiones de amor y odio, pena y alegría, orgullo y humildad. Esta división se halla lejos de ser exacta. Los arrebatos de la poesía y la música alcanzan frecuentemente la más grande intensidad, mientras que las impresiones propiamente llamadas pasiones pueden reducirse a una emoción tan tenue que llegan a ser en cierto modo imperceptibles. Pero como en general las pasiones son más violentas que las emociones que surgen de la belleza o fealdad, se han distinguido comúnmente estas impresiones de las otras. Siendo el problema del espíritu humano tan abundante y vario, debo aprovechar aquí la división corriente y aceptable de modo que pueda proceder con el mayor orden, y habiendo dicho todo lo que considero necesario concerniente a nuestras ideas, debo ahora explicar estas emociones violentas o pasiones, su naturaleza, origen, causas y efectos.
Si echamos una ojeada de conjunto a las pasiones, se presenta por sí misma la división en directas e indirectas. Entiendo por pasiones directas las que nacen inmediatamente del bien o el mal, del placer o el dolor; por indirectas, las que proceden de estos mismos principios, pero mediante la combinación con otras cualidades. Yo no puedo ahora justificar o explicar con más detalle esta distinción; sólo puedo hacer observar en general que entre las pasiones indirectas comprendo el orgullo, humildad, ambición, vanidad, amor, odio, envidia, piedad, malicia y generosidad, con las que dependen de ellas; y entre las pasiones directas, el deseo de aversión, pena, alegría, esperanza, miedo, menosprecio y seguridad. Debo comenzar con las primeras.
Siendo las pasiones del orgullo y la humildad impresiones simples y uniformes, es imposible que podamos mediante una serie de palabras dar de ellas una definición precisa, lo que tampoco es factible de cualquier otra pasión. Lo más que podemos pretender es una descripción suya enumerando las circunstancias que se refieren a ellas. Sin embargo, como las palabras orgullo y humildad son de uso corriente y las impresiones que representan lo más conocido para cualquiera, cada uno, partiendo de su propia vida, será capaz de formarse una idea precisa de ellas sin correr el riesgo de equivocarse, razón por la cual, y por no perder tiempo en los es, debo entrar inmediatamente en el examen de estas pasiones.
Es evidente que el orgullo y la humildad, aunque de un modo absolutamente opuesto, tienen idéntico objeto. Este objeto somos nosotros mismos o la serie de las ideas e impresiones relacionadas de las cuales nosotros tenemos memoria y iencia íntima. En esto se concentra siempre la vista cuando somos dominados por una de estas dos pasiones. Según que la idea de nosotros mismos es más o menos ventajosa, experimentamos una de estas afecciones opuestas y somos exaltados por el orgullo o deprimidos por la humildad. Sean los que quieran los objetos conocidos por el espíritu, éstos se consideran siempre en relación con nosotros mismos: de otro modo no serían capaces jamás de excitar estas pasiones o producir el más pequeño aumento o disminución de ellas. Cuando la propia persona no entra en consideración no hay lugar para el orgullo y la humildad.
Pero aunque esta sucesión enlazada de percepciones que llamamos yo sea siempre el objeto de estas dos pasiones, es imposible que sea su causa o que sea suficiente por sí sola para despertarlas. Puesto que estas pasiones son absolutamente contrarias y tienen el mismo objeto, si fuese este objeto su causa no se podría producir ningún grado de una pasión sin que al mismo tiempo se despertase un grado igual de la otra; mediante la oposición y contrariedad de dichas pasiones deben destruirse ambas. Es imposible que un hombre sea al mismo tiempo orgulloso y humilde, y cuando hay diferentes razones para estas pasiones, como acontece frecuentemente, o surgen las pasiones alternativamente, o si se encuentran, la una destruye a la otra tanto como lo permite su intensidad, y la que persiste, la que es más intensa, continúa actuando sobre el espíritu. Pero en el presente caso ninguna de las pasiones puede llegar a ser la más fuerte, porque suponiendo que surgen tan sólo por la consideración de nosotros mismos, y siendo ésta indiferente para las dos, éstas deben producirse en la misma proporción, o, con otras palabras, no puede producirse ni una ni otra. Si se excita una pasión y al mismo tiempo surge una intensidad análoga de su antagonista, se destruye inmediatamente lo producido y debe quedar el espíu perfectamente tranquilo e indiferente.