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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (64 page)

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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Sin embargo, para escoger un caso más semejante preguntaré gustoso por qué el incesto en la especie humana es criminal y por qué la misma acción y las mismas relaciones en los animales no tienen lo más mínimo de fealdad y deformidad moral.

Si se me responde que esta acción es inocente en los animales porque no poseen suficiente razón para reconocer su fealdad, pero que por estar los hombres dotados de esta facultad, que puede obligarlos a cumplir su deber, la misma acción en ellos se hace criminal, replicaré que esto es evidentemente argüir en un círculo, pues antes que la razón pueda percibir esta fealdad la fealdad debe existir, y, por consecuencia, es independiente de las decisiones de nuestra razón y es más propiamente su objeto que su efecto. Según este sistema, todo animal que tiene sentídos, apetito y voluntad, es decir, todo animal, debe ser susceptible de las mismas virtudes y vicios por los cuales concedemos alabanza o censura a las criaturas humanas. Toda la diferencia estará en que nuestra razón superior puede servir para descubrir el vicio y la virtud, y por este medio puede aumentar la censura o alabanza; pero este descubrimiento supone un ser separado en estas distinciones morales y un ser que depende tan sólo de la voluntad y el apetito y que tanto en pensamiento como en realidad debe ser distinguido de la razón. Los animales son susceptibles de las mismas relaciones con respecto a los otros de la especie humana, y por lo tanto serían susceptibles de la misma moralidad si la esencia de la moralidad consistiese en estas relaciones. Su carencia de grado suficiente de razón puede impedirles percibir sus deberes y obligaciones morales; pero nunca puede impedir que estos deberes existan, pues deben existir de antemano para ser percibidos. La razón los halla, pero no los produce. Este argumento merece ser tenido en cuenta por ser, según mi opinión, completamente decisivo.

El anterior razonamiento no sólo prueba que la moralidad no consiste en relaciones que son objeto de la ciencia, sino que, bien examinado, prueba también con igual certeza que tampoco consiste en hechos que puedan ser descubiertos por el entendimiento. Esta es la segunda parte de nuestro argumento, y si podemos hacer esto evidente nos será posible concluir que la moralidad no es un objeto de razón.

Pero ¿puede existir alguna dificultad para probar que el vicio y la virtud no son hechos cuya existencia podamos inferir por la razón? Tomemos una acción que se estima ser viciosa: el asesinato intencional, por ejemplo. Examinémoslo en todos sus aspectos y veamos si se puede hallar algún hecho o existencia real que se llame vicio. De cualquier modo que se le considere, sólo se hallan ciertas pasiones, motivos, voliciones y pensamientos. No existen otros fenómenos en este caso. El vicio nos escapa enteramente mientras se le considere como un objeto. No se le puede hallar hasta que se dirige la reflexión hacia el propio pecho y se halla un sentimiento de censura que surge en nosotros con respecto a la acción. Aquí existe un hecho; pero es objeto del sentimiento, no de la razón. Está en nosotros mismos, no en el objeto. Así, cuando se declara una acción o carácter vicioso no se quiere decir sino que por la constitución de nuestra naturaleza experimentamos un sentimiento o afección de censura ante la contemplación de aquél. El vicio y la virtud, por consiguiente, pueden ser comparados con los sonidos, colores, calor y frío, que según la filosofía moderna no son cualidades en los objetos, sino percepciones en el espíritu, y este descubrimiento en moral, lo mismo que otros en la física, debe ser considerado como un avance considerable de las ciencias especulativas, aunque, lo mismo que éstas, no tiene o tiene poca influencia en la práctica. Nada puede ser más real o interesarnos más que nuestros propios sentimientos de placer y dolor, y si éstos son favorables a la virtud y desfavorables al vicio no puede ser requerido nada más para la regulación de nuestra conducta y vida.

No puedo menos de añadir a estos razonamientos una observación que puede quizá ser estimada de alguna importancia. En todo sistema de moralidad que hasta ahora he encontrado he notado siempre que el autor procede durante algún tiempo según el modo corriente de razonar, y establece la existencia de Dios o hace observaciones concernientes a los asuntos humanos, y de repente me veo sorprendido al hallar que en lugar de los enlaces usuales de las proposiciones es no es encuentro que ninguna proposición se halla enlazada más que con debe o no debe. Este cambio es imperceptible, pero es, sin embargo, de gran consecuencia, pues como este debe o no debe expresa una nueva relación o afirmación, es necesario que sea observada y explicada y al mismo tiempo debe darse una razón para lo que parece completamente inconcebible, a saber: como esta nueva relación puede ser una deducción de otras que son totalmente diferentes de ella, ya que los autores no usan comúnmente de esta precaución, debo aventurarme a recomendarla a los lectores, y estoy persuadido de que esta pequeña atención acabará con todos los sistemas corrientes de inmoralidad y nos permitirá ver que la distinción de vicio y virtud no se funda meramente en las relaciones de los objetos ni se percibe por la razón.

Sección II - Las distinciones morales se derivan de un sentido moral.

Así, el curso del anterior argumento nos lleva a concluir que puesto que el vicio y la virtud no pueden descubrirse solamente por la razón o la comparación de ideas, debe ser mediante alguna impresión o sentimiento que nos ocasionan por lo que somos capaces de fijar la diferencia entre ellos. Nuestras decisiones concernientes a la rectitud y depravación moral son evidentemente percepciones, y como todas las percepciones son impresiones o ideas, la exclusión de las unas es un argumento convincente en favor de las otras. La moralidad, por consiguiente, es más propiamente sentida que juzgada, aunque este sentimiento o afección es comúnmente tan suave y sutil que nos inclinamos a confundirlo con una idea, según nuestra costumbre de tomar unas cosas por otras cuando existe entre ellas una gran semejanza.

La cuestión que se presenta en seguida es de qué naturaleza son estas impresiones y de qué manera actúan sobre nosotros. Aquí no podemos permanecer largo tiempo perplejos, sino que debemos declarar que la impresión que surge de la virtud es agradable y la que procede del vicio desagradable. La experiencia de cada momento nos convencerá de ello. No existe un espectáculo tan hermoso como una acción noble y generosa ni nada que nos cause más horror que una cruel y pérfida.

No hay goce igual al que recibimos de la compañía de los que amamos y estimamos, así como el más grande de los castigos consiste en ser obligado a pasar nuestra vida con los que odiamos o despreciamos. Una verdadera obra dramática o novela debe proporcionarnos casos de este placer que la virtud produce y del dolor que surge del vicio.

Ahora bien: puesto que las impresiones distintivas por las que se conoce el bien y el mal moral no son más que dolores o placeres particulares, se sigue que en todas las investigaciones referentes a estas distinciones morales será suficiente mostrar los principios que nos hacen sentir una satisfacción o dolor ante la contemplación de un carácter, para saber por qué el carácter es laudable o censurable. ¿Por qué una acción o sentimiento o carácter es virtuoso o vicioso? Porque su consideración causa un placer o dolor de un género particular. Por consiguiente, dando razón del placer o el dolor explicamos suficientemente el vicio y la virtud. Tener el sentido de la virtud no es más que sentir una satisfacción de un género particular ante la contemplación de un carácter. El sentimiento mismo constituye nuestra alabanza o admiración. No vamos más lejos ni investigamos la causa de la satisfacción. No inferimos que un carácter sea virtuoso porque agrada, sino que sintiendo que agrada de un modo particular sentimos, en efecto, que es virtuoso. Es el mismo caso que nuestros juicios concernientes a todos los géneros de belleza, gustos y sensaciones. Nuestra aprobación se halla implicada en el placer inmediato que nos producen.

He objetado al sistema que establece reglas eternas, racionales, de lo justo e injusto que es imposible mostrar en las acciones de las criaturas racionales relaciones que no se hallen en los objetos externos, y que, por consiguiente, si la moralidad acompaña siempre a estas relaciones será posible para la materia inanimada el hacerse virtuosa o viciosa. Ahora bien: puede de igual modo objetarse al presente sistema que si la virtud y el vicio se hallan determinados por el placer y el dolor estas cualidades deben en todo caso surgir de sensaciones, y, por consiguiente, cualquier objeto, ya sea animado o inanimado, racional o irracional, puede llegar a ser bueno o malo con tal que pueda excitar una satisfacción o desagrado. Pero aunque esta objeción parece ser la misma, no tiene de ningún modo igual fuerza en un caso que en el otro, pues, primero, es evidente que bajo el término de placer comprendemos sensaciones que son muy diferentes entre sí y que tienen tan sólo la semejanza remota requerida para que sean designadas por el mismo término abstracto. Una buena composición de música y una botella de buen vino producen placer igualmente y, lo que es más, su bondad se halla determinada meramente por el placer. ¿Pero podremos decir por esto que el vino es armonioso o que la música tiene un buen sabor?

Del mismo modo un objeto inanimado y el buen carácter o buenos sentimientos de una persona pueden producir una satisfacción; pero como la satisfacción es diferente, evita que nuestros sentimientos que se refieren a ellos sean confundidos y nos hace que atribuyamos virtud a los unos y no al otro. No todo sentimiento de placer o dolor que surja de los caracteres y acciones es del género especial que nos hace alabar o condenar. Las buenas cualidades de un enemigo nos son nocivas, pero pueden captarse nuestra estima o respeto. Solamente cuando un carácter es considerado en general sin referencia a nuestros intereses particulares causa un sentimiento o afecto que denominamos bien o mal moral. Es cierto que los sentimientos de interés y morales son susceptibles de ser confundidos y que, naturalmente, pasan los unos a los otros. Rara vez acontece que no imaginemos un enemigo como vicioso y que podamos distinguir entre su oposición a nuestros intereses y su villanía o bajeza real; pero esto no impide que los sentimientos sean en sí mismos diferentes, y un hombre de temperamento y juicio puede librarse por él mismo de estas ilusiones. De igual manera, aunque una voz musical no es más que aquella que produce un género particular de placer, es difícil, sin embargo, para un hombre notar que la voz de un enemigo es agradable o conceder que es musical; pero una persona de un oído fino y que tiene dominio sobre sí misma puede separar estos sentimientos y alabar lo que lo merece.

Segundo, podemos recordar el precedente sistema de las pasiones para hacer notar una diferencia aun más considerable entre nuestros dolores y placeres. El orgullo y la humildad, el amor y el odio, son excitados cuando se nos presenta algo que posee una relación con el objeto de la pasión y produce una sensación separada relacionada con la sensación de la pasión. Ahora bien: la virtud y el vicio van acompañados de estas circunstancias. Deben hallarse necesariamente en nosotros o en los otros y excitar placer o dolor, y, por consiguiente, dar lugar a una de estas cuatro pasiones, que se distinguen claramente del placer y el dolor que despiertan los objetos inanimados y que frecuentemente no tienen relación con nosotros; éste es quizá el efecto más considerable que la virtud y el vicio tienen sobre el espíritu humano.

Se puede ahora preguntar en general, con respecto a este dolor o placer que distingue el mal y el bien moral, de qué principio se deriva y por qué surge en el espíritu humano. A esto respondo: primeramente, que es absurdo imaginar que en cada caso especial estos sentimientos sean producidos por una propiedad original y constitución primaria, pues como el número de nuestros deberes es en cierto modo infinito, es imposible que nuestros instintos originales se extiendan a todos ellos y que desde nuestra primera infancia impriman en el espíritu humano toda la multitud de preceptos que se comprenden en los sistemas más completos de ética. Semejante manera de proceder no está de acuerdo con las máximas usuales según las que se conduce la naturaleza, en la que pocos principios producen toda la variedad que observamos en el universo y todo sucede del modo más fácil y sencillo. Es necesario, por consiguiente, reducir estos impulsos primarios y hallar algunos principios generales sobre los que se funden todas nuestras nociones morales.

En segundo lugar, puede preguntarse si debemos buscar estos principios en la naturaleza o debemos suponerles algún otro origen. Responderé que nuestra respuesta en esta cuestión depende de la definición de la palabra naturaleza, puesto que no hay nada más ambiguo y equívoco que aquélla. Si la naturaleza se contrapone a los milagros, no sólo la distinción entre el vicio y la virtud es natural, sino todo hecho que haya sucedido en el mundo, exceptuando los milagros sobre los que nuestra religión está fundada. Diciendo, pues, que los sentimientos de vicio y virtud son naturales en este sentido no hacemos ningún descubrimiento extraordinario.

Sin embargo, la naturaleza puede contraponerse también a lo raro y no usual, y en este sentido de la palabra, que es el corriente, pueden surgir disputas concernientes a lo que es natural y no natural, y se puede, en general, afirmar que no poseemos un criterio preciso según el cual estas disputas puedan ser decididas. Lo frecuente y raro depende del número de casos que hemos observado, y como este número puede aumentar o disminuir gradualmente, será imposible fijar los límites entre ellos. Podemos sólo afirmar en este asunto que si algo hay que pueda llamarse natural en este sentido lo serán los sentimientos de la moralidad, puesto que jamás existió una nación en el mundo ni una persona en una nación que se hallasen totalmente privadas de ellos y que en algún caso no mostrasen la más pequeña aprobación o censura de la conducta. Estos sentimientos se hallan tan arraigados en nuestra constitución y temperamento, que sin confundir al espíritu humano por la enfermedad o la locura es imposible extirparlos o destruirlos.

La naturaleza puede también ser contrapuesta al artificio lo mismo que lo fue a lo raro y no usual, y en este sentido puede ser discutido si las nociones de virtud son naturales o no. Fácilmente olvidamos que los designios, proyectos y consideraciones de los hombres son principios tan necesarios en su actuación como el calor y el frío, lo húmedo y lo seco, y estimándolos libres y enteramente obra nuestra es usual ponerlos en oposición con los principios de la naturaleza. Si, por consiguiente, se pregunta si el sentido de la virtud es natural o artificial, opino que me es imposible por el momento dar una respuesta precisa a esta cuestión. Quizá aparecerá después que nuestro sentido de algunas virtudes es artificial y el de otras natural. La discusión de esta cuestión será más oportuna cuando entremos en los detalles exactos de cada virtud y vicio particular.

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