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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (76 page)

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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No corresponde a mi propósito presente mostrar que estos principios generales se aplican a la pasada revolución y que todos los derechos y privilegios que pueden ser sagrados para una nación libre se hallasen en aquel tiempo amenazados del mayor peligro. Me agrada más abandonar este discutido asunto, si realmente admite discusión, y permítirme algunas reflexiones filosóficas que naturalmente surgen de tan importante suceso.

Primeramente podemos observar que si los lores y comunes, en nuestra Constitución, pudiesen sin razón de interés público deponer al rey actual o después de su muerte excluir al príncipe que por las leyes y costumbres establecidas debía sucederle, nadie estimaría este procedimiento legal o se creería obligado a contentarse con él. Pero si el rey, por sus prácticas injustas o sus intentos de un poder tiránico y despótico, perdiese su carácter legal, entonces no sólo es moralmente justo y conveniente a la naturaleza de la sociedad política destronarlo, sino que, lo que es más aún, nos inclinaremos a pensar que los miembros restantes de la Constitución adquieren el derecho de excluir a su próximo heredero y a escoger quien les agrade.

Esto se funda en una propiedad muy particular de nuestro pensamiento e imaginación. Cuando un rey pierde su autoridad, su heredero, naturalmente, permanece en la misma situación que si el rey hubiera desaparecido por muerte, a menos que por mezclarse en la tiranía no pierda su autoridad también. Sin embargo, aunque esto pueda parecer razonable, fácilmente nos satisfacemos con la opinión contraria. La deposición de un rey en un Gobierno como el nuestro es ciertamente un acto que va más allá de la autoridad corriente y la asunción ilegal del poder para el bien público, que en el curso ordinario del Gobierno no puede pertenecer a ningún miembro de la Constitución. Cuando el bien público es tan grande y tan evidente que justifica esta acción, el uso recomendable de esta licencia nos lleva a atribuir al Parlamento el derecho de usar de licencias ulteriores, y siendo una vez transgredidos con aprobación los antiguos límites de las leyes, no nos hallamos inclinados a ser tan rigurosos confinándonos en sus límites. El espíritu continúa, naturalmente, una serie de acciones que ha comenzado, y no sentimos corrientemente ningún escrúpulo referente a nuestro deber después que la primera acción, del género que sea, ha sido realizada por nosotros. Así, en la revolución ninguno de los que pensaban que el destronamiento del padre era justificable estimaban hallarse limitados a su hijo, aún niño; aunque el desgraciado monarca hubiera muerto inocente en este tiempo y su hijo, por un accidente, hubiera atravesado el mar, no hay duda de que una regencia hubiera sido nombrada hasta que él hubiera llegado a la debida edad y pudiera ser repuesto en sus dominios. Como las propiedades más insignificantes de la imaginación tienen un efecto sobre los juicios del pueblo, es una muestra de la sabiduría de las leyes y del Parlamento aprovechar estas propiedades y elegir los magistrados en una o en otra línea, según como el vulgo les atribuya, naturalmente, autoridad y derecho.

Segundo: aunque la subida al trono del príncipe de Orange pudo en un principio dar ocasión a muchas disputas y pudo ser su derecho contestado, no debe aparecer ahora dudoso, sino haber adquirido una autoridad suficiente por los tres príncipes que le han sucedido en el mismo derecho. Nada es más usual, aunque nada puede parecer a primera vista más irracional, que este modo de pensar. Los príncipes parecen frecuentemente adquirir un derecho por sus sucesores lo mismo que por sus antecesores, y un rey que durante su vida pudo ser considerado como usurpador será considerado por la posteridad como un príncipe legal porque ha tenido la buena fortuna de poner su familia sobre el trono y de cambiar enteramente la forma de Gobierno. Julio César se considera como el primer emperador romano, mientras que Sila y Mario, cuyos derechos eran iguales a los de éste, son tratados como tiranos y usurpadores. El tiempo y la costumbre dan autoridad a todas las formas de Gobierno y a todas las sucesiones de los príncipes, y el poder, que en un comienzo se hallaba fundado solamente en la injusticia y la violencia, llega a ser con el tiempo legal y obligatorio. No se detiene aquí el espíritu, sino que, retrocediendo sobre sus huellas, transfiere a los predecesores y antepasados el derecho que naturalmente atribuye a la posteridad, por hallarse relacionados y unidos en la imaginación. El actual rey de Francia hace a Hugo Capeto un príncipe más legal que Cromwell, del mismo modo que la libertad establecida de los holandeses no es una apología poco considerable para su obstinada resistencia contra Felipe II.

Sección XI - De las leyes de las naciones.

Cuando la sociedad civil ha sido establecida entre la mayor parte del género humano y han sido formadas diferentes sociedades contiguas las unas a las otras surge un nuevo sistema de deberes entre los estados vecinos, deberes adecuados a la naturaleza de las relaciones que mantienen los unos con los otros. Los tratadistas de política nos dicen que en todo género de relaciones un cuerpo político debe ser considerado como una persona, y de hecho esta aserción es justa en tanto que las diferentes naciones, del mismo modo que las personas privadas, requieren de la asistencia mutua y al mismo tiempo que su egoísmo y ambición son las fuentes perpetuas de la guerra y la discordia. Sin embargo, aunque las naciones en este particular se asemejen a los individuos, como son muy diferentes en otros respectos, no hay que maravillarse de que se determinen por máximas muy diferentes y den lugar a un nuevo sistema de reglas que nosotros llamamos las leyes de las naciones.

Bajo este título comprendemos la inviolabilidad de las personas de los embajadores, la declaración de guerra, el abstenerse de envenenar las armas, con otros deberes del mismo género que son evidentemente calculados para las relaciones que son peculiares a las diferentes sociedades.

Aunque estas leyes se añaden a las leyes de la naturaleza, no las suprimen completamente, y se puede afirmar con seguridad que las tres reglas fundamentales de la justicia, la estabilidad de la posesión, su transmisión por consentimiento y la realización de las promesas, son deberes tanto de los príncipes como de los súbditos. El mismo interés produce el mismo efecto en ambos casos. Cuando la posesión no tiene estabilidad, la lucha debe ser continua. Cuando la propiedad no se transmite por consentimiento, no puede existir comercio alguno. Cuando las promesas no se observan, no puede haber ni ligas ni alianzas. Por consiguiente, las ventajas de la paz, comercio y auxilio mutuo nos hacen extender a los diferentes reinos las mismas nociones de justicia que tienen lugar entre los individuos.

Existe una máxima muy corriente en el mundo que pocos políticos conceden con gusto, pero que ha sido autorizada por la práctica de todas las edades, según la que existe un sistema de moral calculado para los príncipes, mucho más libre que el que debe regir para las personas privadas. Es evidente que esto no ha de ser entendido en el sentido más limitado de los deberes y obligaciones públicas ni será nadie tan extravagante que afirme que los tratados más solemnes no puedan tener fuerza entre los príncipes, pues cuando los príncipes realizan entre ellos tratados deben proponerse alguna ventaja por la ejecución de los mismos, y la espera de una ventaja tal para el futuro debe obligarlos a realizar su parte y debe establecer esta ley de la naturaleza. Por consiguiente, el sentido de esta máxima política es que aunque la moralidad de los príncipes tiene la misma extensión no tiene la misma fuerza que la de las personas privadas y puede ser violada por el motivo más trivial. Aunque esta proposición pueda parecer extraña a ciertos filósofos, será fácil defenderla sobre los principios con que explicamos el origen de la justicia y la equidad.

Cuando los hombres han hallado por experiencia que es imposible subsistir sin sociedad y que es imposible mantener la sociedad mientras se da libre curso a los apetitos, un interés tan urgente domina rápidamente sus acciones y les impone la obligación de observar las reglas que yo llamo leyes de justicia. Esta obligación de interés no permanece aquí, sino que, por el curso necesario de las pasiones y sentimientos, da lugar a la obligación moral del deber, cuando aprobamos las acciones que tienden a la paz de la sociedad y desaprobamos las que tienden a su perturbación. La misma obligación natural de interés tiene lugar entre reinos independientes y da lugar a la misma moralidad; así, que ninguno que profese tan corrompida moral aprobará que un príncipe voluntariamente y por su propio acuerdo no cumpla su palabra o viole un tratado. Sin embargo, podemos observar aquí que aunque las relaciones de diferentes Estados sean ventajosas y a veces necesarias no son tan necesarias y ventajosas como las que existen entre los individuos, sin las que es totalmente imposible para la naturaleza humana la existencia. Por consiguiente, ya que la obligación natural de justicia entre los diferentes Estados no es tan poderosa como entre los individuos, la obligación moral que surge de ella debe participar de su debilidad y debemos ser más indulgentes con un príncipe o un ministro que engaña a otro que con un caballero particular que rompe su palabra de honor.

Si se pregunta qué relación existe entre estas dos especies de moralidad responderé que ésta es una cuestión a la que no podemos dar una respuesta precisa y no es posible reducir a números esta relación que podemos fijar entre ellas. Se puede afirmar seguramente que esta relación se halla por sí misma, sin ninguna clase de estudio de los hombres, como podemos observarla en muchas otras ocasiones. La práctica del mundo va más lejos y nos enseña los grados de nuestro deber mejor que la más sutil filosofía que hasta ahora se haya inventado. Esto puede servir como una prueba convincente de que todos los hombres tienen una noción implícita de la fundamentación de las reglas morales referentes a la justicia natural y civil y se dan cuenta de que surgen meramente de las convenciones humanas y del interés que tenemos en el mantenimiento de la paz y el orden, pues de otro modo la disminución de interés jamás produciría una relajación de la moralidad y jamás nos reconciliaría más fácilmente con la violación de la justicia entre los príncipes y repúblicas que en el comercio privado de un súbdito con otro.

Sección XII - De la castidad y la modestia.

Si alguna dificultad acompaña al sistema concerniente a las leyes de la naturaleza y de las naciones se referirá a la aprobación o censura universal que sigue a su observancia o violación, y que no se puede pensar suficientemente explicada por el interés general de la sociedad. Para evitar tanto como sea posible los escrúpulos de este género consideraré aquí otra serie de deberes, a saber: la modestia y la castidad, que pertenecen al bello sexo, y no dudo se hallará que estas virtudes son casos aún más notables de la actuación de los principios sobre los que yo he insistido.

Hay algunos filósofos que combaten con vehemencia las virtudes femeninas, y yo pienso que han ido demasiado lejos disipando errores populares cuando creen poder mostrar que no existe fundamento en la naturaleza para la modestia exterior que exigimos en las expresiones, traje y conducta del bello sexo. Creo que puedo economizarme el trabajo de insistir sobre un asunto tan claro, y me es dado proceder sin más preparación a examinar de qué manera estas nociones surgen de la educación de las convenciones voluntarias de los hombres y del interés de la sociedad.

Quien considere la longitud y debilidad de la infancia humana al mismo tiempo que el interés que ambos sexos tienen por su progenie verá fácilmente que debe existir una unión del hombre y la mujer para la educación de la juventud y que esta unión debe ser de duración considerable. Sin embargo, para inducir al hombre a imponerse a él mismo esta obligación y a someterse gustosamente a todas las fatigas y gastos a los que se halla por ella sujeto debe creer que sus hijos son los suyos propios y que su instinto natural no se dirige a un objeto injusto cuando da rienda suelta a su amor y ternura. Ahora bien: si examinamos la estructura del cuerpo humano hallaremos que esta seguridad es muy difícil de alcanzarse por nuestra parte y que ya que en la copulación de los sexos el principio de la generación pasa del hombre a la mujer, puede tener fácilmente lugar un error por parte del primero, aunque es totalmente imposible con respecto a la última. De esta observación trivial y anatómica se deriva la gran diferencia entre la educación y los deberes de los dos sexos.

Si un filósofo considerase el asunto a priori razonaría del siguiente modo: Los hombres son inclinados al trabajo para la alimentación y nutrición de sus hijos, por la persuasión de que son realmente los propios, y, por consiguiente, es razonable y aun necesario darles alguna seguridad en este particular. Esta seguridad no puede consistir totalmente en la imposición de severos castigos para las transgresiones de la fidelidad conyugal por parte de la mujer, puesto que estos castigos públicos no pueden ser infligidos sin prueba legal, lo que es difícil de encontrar en este asunto.

¿Qué imposición, por consiguiente, debemos imponer a la mujer para equilibrar una tentación tan fuerte como es la que tienen con respecto a la infidelidad? No parece existir más imposición posible que el castigo de la mala fama o reputación, castigo que tiene una poderosa influencia sobre el espíritu humano y que al mismo tiempo es infligido por el mundo valiéndose de presunciones y conjeturas y de pruebas que jamás se admitirían ante un tribunal de justicia. Por consiguiente, para imponer un debido dominio sobre sí al sexo femenino debemos unir un grado peculiar de vergüenza con su infidelidad, sobre todo con la que surge meramente de su injusticia, y debemos conceder una alabanza proporcionada a su castidad.

Sin embargo, aunque éste es un motivo muy poderoso para la fidelidad, nuestro filósofo descubrirá rápidamente que no basta por sí solo para este propósito. Todas las criaturas humanas, especialmente las del sexo femenino, se inclinan a abandonar los motivos remotos en favor de una tentación presente. La tentación es aquí la más fuerte imaginable; su aproximación es insensible y seductora, y una mujer fácilmente halla, o se vanagloria de hallar, ciertos medios de proteger su reputación y evitar todas las consecuencias perniciosas de sus placeres. Por consiguiente, es necesario que, aparte de la infamia que acompaña a tales licencias, debe existir algún precedente retraimiento o temor que pueda evitar la aproximación primera y pueda dar al sexo femenino repugnancia por todas las expresiones, posturas y libertades que tienen inmediata relación con este placer.

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