Read Tratado de la Naturaleza Humana Online
Authors: David Hume
Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia
Los escritores políticos que han recurrido a las promesas o contrato originario como fuente de nuestra obediencia para con los Gobiernos pretenden establecer un principio que es perfectamente justo y razonable, aunque el razonamiento sobre el que intenten establecerlo sea erróneo y sofístico. Desean probar que nuestra sumisión al Gobierno admite excepciones y que una extraordinaria tiranía en los gobernantes es suficiente para libertar a los súbditos de todos los lazos de la obediencia.
Puesto que los hombres, dicen ellos, entran en sociedad y se someten al Gobierno por su consentimiento libre y voluntario, deben tener presentes ciertas ventajas que se proponen obtener y por las que les agrada abandonar su libertad nativa. Existe, por lo tanto, algo prometido por la parte de los magistrados, a saber: la protección y la seguridad, y es tan sólo por la esperanza de estas ventajas por lo que se puede persuadir al hombre de someterse a ellos. Pero cuando en lugar de la protección y la seguridad encuentran la tiranía y la opresión, se hallan liberados de sus promesas (como sucede en todo contrato condicional) y vuelven al estado de libertad que precede a la institución del Gobierno. Los hombres no serán nunca tan tontos que realicen compromisos que resulten sólo ventajosos para otros sin una esperanza de mejorar su propia condición. Todo el que quiera sacar algún provecho de nuestra sumisión debe comprometerse él mismo, expresa o tácitamente, a hacernos sacar alguna ventaja de su autoridad, y no puede esperar que sin la realización de su parte nosotros continuemos obedeciéndole.
Repito que esta conclusión es justa, aunque sus principios sean erróneos, y me vanaglorio de poder llegar a la misma conclusión sobre principios más razonables.
No intentaré al establecer nuestros deberes políticos afirmar que los hombres se dan cuenta de las ventajas del Gobierno, que instituyen después un Gobierno teniendo en cuenta estas ventajas y que esta institución requiere una promesa que impone una obligación moral en un cierto grado, pero que, siendo condicional, cesa de ser obligatoria cuando la otra parte contratante no realiza su parte en el compromiso. Comprendo que la promesa misma surge totalmente de las convenciones humanas y está inventada con el fin de un cierto interés. Busco, por consiguiente, algún interés semejante, enlazado más inmediatamente con el Gobierno y que pueda ser a la vez el motivo original para su institución y la fuente de la obediencia a él. Este interés hallo que consiste en la seguridad y protección que disfruto en la sociedad política.
y que no podemos jamás alcanzar cuando somos absolutamente libres o independientes. Como el interés, por consiguiente, es la sanción inmediata del Gobierno, el uno no puede tener más larga existencia que el otro, y siempre que los magistrados civiles llevan su opresión tan lejos que hacen intolerable totalmente su autoridad no nos hallamos obligados a someternos a ellos. La causa cesa: el efecto debe cesar también.
Hasta aquí es inmediata y directa la conclusión concerniente a la obligación natural que tenemos de obediencia. En cuanto a la obligación moral, podemos observar que sería aquí falsa la máxima de que cuando la causa cesa el efecto debe cesar, pues existe un principio en la naturaleza humana, del que frecuentemente hemos tenido noticia, según el cual los hombres se hallan poderosamente adheridos a las reglas generales y frecuentemente aplican nuestras máximas más allá de las razones que nos indujeron a establecerlas en un comienzo. Cuando los casos son similares en muchas particularidades nos sentimos inclinados a considerarlos del mismo modo, sin ver que difieren en las más de sus circunstancias importantes y que su semejanza es más aparente que real. Debe, por consiguiente, pensarse que en el caso de la obediencia nuestra obligación del deber no cesará aun cuando la obligación natural del interés, que es su causa, haya cesado, y que los hombres pueden hallarse obligados por conciencia a someterse a un Gobierno tiránico contra su propio y público interés. De hecho, sólo admito la fuerza de este razonamiento en cuanto reconozco que las reglas generales se aplican más allá de los principios sobre los que han sido fundadas y que rara vez notamos una excepción de ellas, a menos que esta excepción tenga las cualidades de una regla general y se funde en casos muy numerosos y comunes. Ahora bien: afirmo que esto ocurre en el caso presente. Cuando los hombres se someten a la autoridad de los otros es para procurarse alguna seguridad contra la maldad e injusticia de los hombres, que son llevados continuamente por sus pasiones indóciles y por su interés presente e inmediato a la violación contra las leyes de la sociedad. Pero como esta imperfección es inherente a la naturaleza humana, sabemos que debe alcanzar a los hombres, en todos sus estados y condiciones, y que aquellos que elegimos por gobernantes no deben llegar a ser inmediatamente superiores al resto de la humanidad por razón de su superior poder y autoridad. Lo que esperamos de ellos no depende de un cambio de su naturaleza, sino de su situación, cuando adquieren un interés más inmediato en el mantenimiento del orden y la ejecución de la justicia. Sin embargo, aparte de que este interés es solamente más inmediato en la realización de la justicia entre sus súbditos, digo que debemos esperar frecuentemente de la irregularidad de la naturaleza humana que olviden aquéllos aun su interés inmediato y sean llevados por sus pasiones a todos los excesos de crueldad y ambición. Nuestro conocimiento general de la naturaleza humana, nuestra observación de la historia pasada del género humano, nuestra experiencia de la época presente nos llevan a abrir la puerta a las excepciones y nos hacen concluir que podemos oponernos a los efectos más violentos del poder supremo sin cometer crimen o injusticia.
De acuerdo con esto, podemos observar que es la práctica general y el principio de la humanidad lo que acabamos de exponer y que ninguna nación que sepa hallar remedio para ello sufre los estragos de un tirano o es censurada por su resistencia.
Los que tomaron armas contra Dionisio, Nerón o Felipe II se atraen la simpatía de todo lector en la lectura de su historia y sólo la perversión del sentido común puede llevarnos a condenarlos. Por consiguiente, es cierto que en todas nuestras nociones de moral jamás mantenemos un absurdo tal como lo es la obediencia pasiva, sino que permitimos la resistencia en los más evidentes casos de tiranía y opresión. La opinión general del género humano tiene alguna autoridad en todos los casos; pero en moral es perfectamente infalible y no es menos infalible porque los hombres no puedan explicar claramente los principios en que se funda. Pocas personas pueden seguir la marcha de este razonamiento: el Gobierno es una mera invención humana para el interés de la sociedad. Cuando la tiranía del gobernante suprime este interés suprime la obligación natural de la obediencia; la obligación moral se funda en la natural y, por consiguiente, debe cesar cuando ésta cesa, especialmente cuando el asunto es tal que nos hace prever muchas ocasiones en que la obligación natural puede cesar y producirnos una especie de reglas generales para la regulación de nuestra conducta en tales casos. Aunque este razonamiento es demasiado sutil para el vulgo, es cierto que todos los hombres tienen una noción implícita de él y se dan cuenta de que deben obediencia al Gobierno tan sólo por razón del interés público, y al mismo tiempo de que la naturaleza humana se halla tan sometida a tantas fragilidades y pasiones que puede pervertir fácilmente esta institución y cambiar sus gobernantes en tiranos y enemigos públicos. Si el sentido del interés público no fuese nuestro motivo original de obediencia, preguntaría gustosamente qué otro principio existe en la naturaleza humana capaz de dominar la ambición de los hombres y forzarlos a una sumisión tal. La imitación y la costumbre no son suficientes, pues se pone de nuevo la cuestión de qué motivo produjo los primeros casos de sumisión que imitamos y la serie de acciones que dan lugar a la costumbre. No es evidentemente otro principio más que el del interés público, y si el interés produce primeramente obediencia al Gobierno, la obligación de la obediencia debe cesar cuando el interés cesa en un grado alto y en un número considerable de casos.
Aunque en algunas ocasiones puede ser justificado, tanto en la sana política como en la moralidad, resistir al poder supremo, es cierto que en el curso ordinario de los asuntos humanos nada puede ser más pernicioso y criminal, y que aparte de las convulsiones que acompañan siempre a las revoluciones, un proceder semejante tiende directamente a la destrucción de todo Gobierno y a la producción de una anarquía y confusión total entre el género humano. Como las sociedades numerosas y civilizadas no pueden subsistir sin Gobierno, así el Gobierno es enteramente inútil sin una exacta obediencia. Podemos siempre pesar las ventajas que obtenemos de la autoridad frente a sus desventajas, y de este modo llegaremos a ser más escrupulosos para poner en práctica la doctrina de la resistencia. La regla general requiere sumisión, y sólo en los casos de gravosa tiranía y opresión la excepción puede tener lugar.
Puesto que una sumisión ciega de este tipo se exige corrientemente a los magistrados, surge la cuestión de a quién es debida y a quién debemos considerar como magistrados legales. Para responder a esta cuestión resumamos lo que ya se estableció con respecto al origen del Gobierno y sociedad política. Una vez que los hombres han experimentado la imposibilidad de mantener un orden estable en la sociedad, mientras cada uno de ellos es dueño de sí mismo y viola u observa las leyes del interés según su interés o placer presente, van a dar naturalmente a la invención del Gobierno y apartan de su poder propio, tan lejos como les es posible, el violar las leyes de la sociedad. Por consiguiente, el Gobierno surge de la convención voluntaria de los hombres, y es evidente que la misma convención que establece el Gobierno determina las personas que han de gobernar y evita toda duda y ambigüedad en este respecto. El consentimiento voluntario de los hombres debe tener aquí más grande eficacia, de modo que la autoridad de los magistrados debía hallarse en un principio basada en el fundamento de la promesa de sus súbditos, por la que se obligaban a la obediencia, lo mismo que en otro contrato o acuerdo. La misma promesa, pues, que los obliga a la obediencia los somete a una persona particular y la hace objeto de su obediencia.
Pero cuando el Gobierno ha sido establecido sobre este fundamento durante algún tiempo considerable y el interés separado que tenemos en la sumisión ha producido un sentimiento diferente de moralidad, el caso cambia totalmente y una promesa no es ya capaz de determinar el magistrado particular, puesto que ya no se considera como fundamento del Gobierno. Nos suponemos naturalmente nacidos para esta sumisión e imaginamos que estas personas determinadas tienen el derecho de gobernarnos, del mismo modo que nosotros por nuestra parte nos hallamos obligados a obedecerlas. Estas nociones de derecho y obligación no se derivan más que de las ventajas que obtenemos del Gobierno, lo que nos produce una repugnancia a resistirnos a ellas y nos desagrada cuando vemos un caso de este tipo en nosotros.
Sin embargo, es aquí notable que en este nuevo estado de cosas la sanción original del Gobierno, que es el interés, no se admite para determinar las personas a que hemos de obedecer, como lo hizo la sanción original en un comienzo, cuando los asuntos se basaban en la promesa. Una promesa fija y determina las personas sin vacilación; pero es evidente que si los hombres hubieran de regular su conducta en este particular por la consideración de un interés peculiar, ya público o privado, se verían envueltos en una confusión sin fin y harían todo Gobierno en gran parte ineficaz. El interés privado de cada uno es diferente, y aunque el interés público es siempre en sí mismo uno e idéntico, sin embargo llega a ser la fuente de grandes disensiones por razón de las diferentes opiniones que mantienen las personas particulares con respecto de él. El mismo interés, por consiguiente, que nos lleva a someternos a los magistrados nos hace renunciar a la elección de éstos y nos obliga a una cierta forma de Gobierno y a personas particulares, sin permitirnos aspirar a la más grande perfección en ambas cosas. El caso es aquí el mismo que en la ley de la naturaleza referente a la estabilidad de la posesión. Es muy ventajoso, y aun absolutamente necesario, para la sociedad que la posesión sea estable, y esto nos lleva al establecimiento de una regla tal; pero hallamos que si persiguiésemos la misma ventaja asignando posesiones particulares a personas particulares no lograríamos nuestro fin y perpetuaríamos la confusión que esta regla intenta evitar. Debemos, por consiguiente, proceder por reglas generales y guiarnos por intereses generales al modificar la ley de la naturaleza concerniente a la estabilidad de las posesiones. No necesitamos temer que nuestro asentimiento a esta ley disminuirá por razón de la aparente insignificancia de los intereses por los que se halla determinada. El impulso del espíritu se deriva de un interés muy fuerte, y los restantes intereses, pequeños, sirven solamente para dirigir el movimiento, sin añadirle nada o disminuirlo. Lo mismo sucede con el Gobierno. Nada es más ventajoso para la sociedad que una invención semejante, y este interés es suficiente para hacérnoslo abrazar con ardor y presteza aunque estemos obligados después a regular y dirigir nuestra sumisión al Gobierno por diversas consideraciones que no tienen la misma importancia y a elegir nuestros magistrados sin tener presente una ventaja particular para hacer dicha elección.
El primero de los principios de que yo debo ocuparme como fundamento del derecho de la magistratura es el que da autoridad a los más de los Gobiernos establecidos del mundo, sin excepción; me refiero a la posesión continuada de una forma de Gobierno o a la sucesión de los príncipes. Es cierto que si remontamos al primer origen de toda nación hallaremos que pocas veces existe una dinastía real o un Gobierno que no se halle fundado primitivamente en la usurpación y la rebelión y cuyo derecho no sea en un comienzo peor que dudoso e incierto. Sólo el tiempo concede solidez a su derecho, y actuando gradualmente sobre los espíritus de los hombres los reconcilia con la autoridad y hace que ésta les parezca justa y razonable. Nada como la costumbre causa un sentimiento que tenga más influencia sobre nosotros o que dirija nuestra imaginación más poderosamente hacia el objeto. Cuando nos hemos acostumbrado durante largo tiempo a obedecer a una serie de hombres, este instinto general o tendencia que suponemos una obligación moral que acompaña a la lealtad toma fácilmente su dirección propia y elige esta serie de hombres para su objeto. Es el interés el que da el instinto general, pero la costumbre es la que da su dirección particular.