Tratado de la Naturaleza Humana (78 page)

Read Tratado de la Naturaleza Humana Online

Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
10.31Mb size Format: txt, pdf, ePub

Debo añadir además que existen varias circuns tancias que hacen esta hipótesis mucho más probable con respecto a las virtudes naturales que con respecto a las artificiales. Es cierto que la imaginación es más afectada por lo que es particular que por lo general y que los sentimientos se despiertan siempre con dificultad cuando sus objetos son en cierto grado vagos e indeterminados. Ahora bien: cada acto particular de justicia no es beneficioso para la sociedad, sino todo el esquema o sistema, y no puede quizá ser una persona particular por la cual nos interesamos la que recibe un beneficio de la justicia, sino el todo social. Por el contrario, todo acto particular de generosidad o ayuda del industrioso o del indigente es beneficioso para una persona particular que no es indigna de él. Es más natural, por consecuencia, pensar que las tendencias de la última virtud afectarán nuestros sentimientos y exigirán nuestra aprobación que pensar que lo hagan las primeras, y, por consiguiente, ya que hallamos que la aprobación de las primeras sufre en sus tendencias, podemos adscribir con más razón la misma causa a la aprobación de las últimas. En un número de efectos similares, si una causa es descubierta para uno, podemos extender esta causa a todos los otros efectos que pueden ser explicados por ella; pero podemos hacerlo mucho más aún si estos otros efectos van acompañados con circunstancias peculiares que facilitan la acción de la causa.

Antes de que vaya más lejos debo hacer observar dos notables circunstancias en este asunto que pueden parecer objeciones para el sistema presente. La primera puede ser explicada así: Cuando alguna cualidad o carácter posee una tendencia hacia el bien del género humano, nos agrada y la aprobamos porque presenta la idea vivaz de placer, idea que nos afecta por simpatía y es en sí misma un género de placer; pero como esta simpatía es muy variable y puede pensarse que nuestros sentimientos morales admiten las mismas variaciones, simpatizamos más con personas contiguas a nosotros que con personas que están remotas, con nuestros próximos que con los extraños, con nuestros compatriotas que con los extranjeros. A pesar de esta variación de nuestra simpatía concedemos la misma aprobación a las mismas cualidades morales en China que en Inglaterra; aparecen igualmente virtuosas y exigen igualmente la estima de un espectador juicioso. La simpatía varía sin una variación de nuestra estima. Nuestra estima, por consiguiente, no procede de la simpatía.

A esto respondo que la aprobación de las cualidades morales no se deriva de la razón o de una comparación de ideas, sino que procede enteramente del sentido moral y de ciertos sentimientos de placer o disgusto que surgen ante la contemplación o consideración de cualidades o caracteres particulares. Ahora bien: es evidente que los sentimientos, derívense de donde se quiera, deben variar según la distancia o contigüidad de los objetos y que yo no siento el mismo placer vivaz por las virtudes de una persona que vivió en Grecia hace dos mil años que por las virtudes de un amigo familiar y por la de mis próximos. Yo no digo que estime la una más que la otra, y, por consiguiente, si la variación del sentimiento sin la variación de la estima es una objeción, deben tener igual fuerza contra todo otro sistema que contra el de la simpatía. Sin embargo, si se considera el asunto debidamente, no tiene fuerza alguna y es lo más fácil en el mundo explicarla. Nuestra situación con respecto a las personas y cosas está en fluctuación continua, y un hombre que se halla a distancia nuestra puede en un tiempo breve convertirse en nuestro familiar y próximo. Además, todo hombre particular tiene una posición peculiar con respecto a los otros y es imposible que podamos mantener un trato reciproco en términos razonables si cada uno de nosotros considera los caracteres y las personas sólo como aparecen desde su punto de vista particular. Por consiguiente, para evitar estas continuas contradicciones y llegar a un juicio más estable de las cosas nos fijamos en algunos puntos de vista firmes y generales y siempre nos colocamos en nuestros pensamientos en ellos, cualquiera que sea nuestra situación presente. De igual modo la belleza externa se determina meramente por el placer, y es evidente que un porte hermoso no puede producir tanto placer cuando se ve a la distancia de veinte pasos como cuando se halla más cerca de nosotros. Sin embargo, no decimos que nos parece menos hermoso, porque sabemos qué efecto tendrá en una posición tal y por esta reflexión corregimos su apariencia del momento.

En general, todos los sentimientos son variables según nuestra situación de proximidad o lontananza con respecto a la persona censurada o alabada y según la disposición presente de nuestro espíritu; pero no consideramos estas variaciones en nuestras decisiones generales, sino que aplicamos los términos que expresan nuestro agrado o desagrado del mismo modo que si permaneciésemos en un mismo punto de vista. La experiencia nos enseña pronto este procedimiento para corregir nuestros sentimientos, o al menos para corregir nuestro lenguaje cuando los sentimientos son más tenaces e inalterables. Nuestro servidor, si es diligente y fiel, puede despertar sentimientos más fuertes de amor y ternura que Marco Bruto, tal como nos lo presenta la historia; pero no decimos por esto que el carácter del primero es más laudable que el del último. Sabemos que si nos aproximásemos igualmente al famoso patricio nos produciría un grado mucho mayor de afección y admiración. Tales correcciones son comunes con respecto a todos los sentidos, y de hecho sería imposible que pudiésemos hacer uso del lenguaje o comunicar nuestros sentimientos a los otros si no corrigiésemos la apariencia momentánea de las cosas y superásemos nuestra situación presente.

Por consiguiente, por la influencia del carácter y cualidades sobre aquellos que tienen un trato con otra persona los censuramos o alabamos. No consideramos si las personas afectadas por estas cualidades son nuestros próximos o extraños, compatriotas o extranjeros. Es más: superamos nuestro presente interés en tales juicios y no censuramos a un hombre por oponérsenos a algunas de nuestras pretensiones cuando su propio interés se halla particularmente comprometido en ello. Permitimos un cierto grado de egoísmo en los hombres porque sabemos que es inseparable de la naturaleza humana e inherente a nuestra estructura y constitución. Mediante esta reflexión corregimos los sentimientos de censura que surgen naturalmente de esta oposición.

Sin embargo, aunque el principio general de nuestra censura o alabanza pueda ser corregido por estos principios, es cierto que no son totalmente eficaces ni nuestras pasiones corresponden frecuentemente a la presente teoría. Rara vez los hombres aman de corazón lo que se halla lejos de ellos y lo que no redunda en su particular beneficio, del mismo modo que no es menos raro encontrar personas que puedan perdonar a los otros la oposición que hacen a su propio interés, aunque sea justificable esta oposición por las reglas generales de la moralidad. Aquí nos contentamos diciendo que la razón requiere una conducta tal, imparcial, pero que rara vez podemos someternos a ella y que las pasiones no siguen fácilmente la determinación de nuestro juicio. Este lenguaje será fácilmente entendido si consideramos lo que dijimos primeramente referente a la razón que es capaz de oponerse a las pasiones, y que hallamos que no era más que una determinación general tranquila de las pasiones fundada en alguna consideración distante o reflexión. Cuando pronunciamos nuestros juicios acerca de las personas meramente por la tendencia de su carácter hacia nuestro provecho o hacia el de nuestros amigos hallamos tantas contradicciones con nuestros sentimientos en la sociedad y conversación y tal incertidumbre por los incesantes cambios de nuestra situación, que buscamos algún otro criterio de mérito o demérito que no puede admitir una variación tan grande. Habiéndonos librado así de nuestro primer punto de vista, no podemos fijar la atención después tan cómodamente por ningún medio como por la simpatía con los que tienen algún comercio con la persona que consideramos. Esta se halla lejos de ser tan vivaz como cuando nuestro propio interés o el interés de nuestros amigos se halla en juego y no tiene una influencia análoga sobre nuestro amor y odio, sino que, hallándose de acuerdo con nuestros principios generales y tranquilos, se dice que tiene una autoridad igual sobre nuestra razón y determina nuestro juicio y opinión. Censuramos igualmente una acción mala que leemos en la historia que la realizada en nuestra vecindad un día de éstos; el sentido de esto es que sabemos por reflexión que la primera acción despertaría un sentimiento de desaprobación tan fuerte como la última si se hallase en la misma situación.

Paso ahora a la segunda circunstancia notable que me propongo indagar. Cuando una persona posee un carácter que su tendencia natural es beneficiosa para la sociedad, la estimamos virtuosa, y nos agrada la consideración de este carácter aunque accidentes particulares impidan su actuación y la incapaciten para ser útil a sus amigos y país. La virtud en andrajos es aún virtud, y el amor que produce alcanza al hombre en un calabozo o en el desierto, donde la virtud no puede ejercitarse ya y está perdida para el mundo entero. Ahora bien: esto puede ser estimado como una objeción para el presente sistema. La simpatía nos interesa por el bien del género humano, y si la simpatía fuese el origen de nuestra estima de la virtud, el sentimiento de aprobación sólo podría tener lugar cuando la virtud lograse realmente su fin y fuese beneficiosa para el género humano. Cuando no alcanza este fin es sólo un medio imperfecto y, por consiguiente, jamás adquiere mérito alguno por este fin. La bondad de un fin puede conceder mérito tan sólo a los medios que son perfectos y que producen actualmente el fin.

A esto podemos replicar que cuando un objeto, en todas sus partes, se halla adecuado para alcanzar un fin agradable produce naturalmente placer y es estimado como bello aunque algunas circunstancias externas sean todavía necesarias para hacerlo totalmente efectivo. Es suficiente que todo sea completo en el objeto mismo. Una casa que está imaginada con gran conocimiento para todas las comodidades de la vida nos agrada por esta razón aunque quizá nos damos cuenta de que nadie vivirá en ella. Un suelo fértil y un clima agradable nos deleitan por la reflexión acerca de la felicidad que aportarán a sus habitantes aunque en el presente la comarca esté desierta y deshabitada. Un hombre cuyos miembros y hechura prometen fuerza y actividad se estima como hermoso aunque se halle condenado a una prisión perpetua. La imaginación experimenta una serie de pasiones concernientes a aquellos de que deben depender nuestros sentimientos de belleza. Estas pasiones son producidas por grados de vivacidad y fuerza que son inferiores a la creencia e independientes de la existencia real de sus objetos. Cuando un carácter es en todos respectos adecuado para el bien de la sociedad, la imaginación pasa fácilmente de la causa al efecto sin considerar que existen algunas circunstancias necesarias aún para hacer que la causa sea completa. Las reglas generales crean una especie de probabilidad que a veces influye nuestro juicio y siempre la imaginación.

Es cierto que cuando la causa es completa y una buena disposición va acompañada de buena fortuna que la hace realmente beneficiosa a la sociedad, produce un placer más grande en el espectador y va acompañada de una simpatía más vivaz.

Somos más afectados por ella, y sin embargo no decimos que es más virtuosa o que la estimamos más. Nos damos cuenta que una alteración de la fortuna puede convertir la disposición favorable en completamente impotente y, por consiguiente, separamos tanto como es posible la buena fortuna de esta disposición. Es el mismo caso que cuando corregimos los diferentes sentimientos de la virtud que proceden de las diferentes distancias de los objetos con respecto a nosotros. Las pasiones no siguen siempre nuestras correcciones, pero estas correcciones sirven de un modo suficiente para regular nuestras nociones abstractas y se tienen sólo en cuenta cuando nos pronunciamos en general con respecto de los grados del vicio y la virtud.

Se ha observado por los tratadistas de estética que todas las palabras o sentencias que son difíciles para la pronunciación son desagradables al oído. No hay diferencia entre que un hombre las oiga pronunciar o las lea por lo bajo. Cuando paseo mi vista sobre las páginas de un libro imagino que lo oigo todo, y por la fuerza de la imaginación penetro en el desagrado que la lectura del mismo produciría al declamador. El desagrado no es real; pero como una composición de palabras semejante tiene una tendencia natural a producirlo, es esto suficiente para afectar nuestro espíritu con un sentimiento penoso y hacer el discurso duro y desagradable. Es un caso análogo a cuando una cualidad real, por circunstancias accidentales, resulta impotente y se halla privada de su influencia natural en la sociedad.

Basándonos en estos principios podemos fácilmente resolver una contradicción que puede presentarse entre la simpatía extensiva, de la que dependen nuestros sentimientos de virtud, y la generosidad limitada, que he hecho frecuentemente observar era natural al hombre y que suponen la justicia y la propiedad según el razonamiento presente. Mi simpatía con otro sujeto puede producirme el sentimiento de dolor o desaprobación cuando se presenta un objeto que tiene la tendencia a proporcionar a aquél dolor, aunque no me halle dispuesto a sacrificar algo de mi propio interés y a pasar por encima de mis pasiones para su satisfacción. Una casa puede desagradarme por sus malas condiciones para la comodidad del habitante y sin embargo puedo rehusarme el dar ni siquiera un chelín para reconstruirla. Los sentimientos deben llegar al corazón para guiar nuestras pasiones, pero no necesitan extenderse más allá de la imaginación para hacerla influir en nuestro gusto. Cuando una construcción parece torpe y vacilante a la vista es fea y desagradable aunque podamos estar plenamente seguros de la solidez de su estructura. Una especie de miedo causa este sentimiento de desaprobación, pero la pasión no es la misma que la que experimentamos cuando nos hallamos obligados a estar bajo un muro que realmente nos parece vacilante e inseguro. Las tendencias aparentes de los objetos afectan al espíritu, y las emociones que excitan son de igual especie que las que proceden de las consecuencias reales de los objetos, pero su cualidad afectiva es diferente. Es más: estas emociones son tan diferentes en su cualidad afectiva que pueden ser frecuentemente contrarias sin destruirse las unas a las otras, como cuando las fortificaciones de una ciudad perteneciente al enemigo son estimadas hermosas por razón de su fuerza, aunque podamos desear que sean totalmente destruidas. La imaginación se adhiere a las consideraciones generales de las cosas y distingue los sentimientos que surgen de ella de los que produce nuestra situación particular y momentánea.

Other books

The Devil's Garden by Edward Docx
The Cannibal by John Hawkes
Your Face in Mine by Jess Row
The Narrow Bed by Sophie Hannah
Did Not Finish by Simon Wood
The Finishing School by Gail Godwin
An Honorable German by Charles L. McCain
The Screaming Season by Nancy Holder
Killers for Hire by Tori Richards