Read Tratado de la Naturaleza Humana Online
Authors: David Hume
Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia
Tal sería el razonamiento de nuestro filósofo especulativo; pero yo estoy persuadido de que si no tiene un conocimiento perfecto de la naturaleza humana lo considerará como una especulación quimérica y estimará la infamia que acompaña a la infidelidad y el temor a toda su aproximación como principios que serían más de desear que de esperar en este mundo. ¿Por qué medios, dicen, persuadir al género humano que las transgresiones del deber conyugal son más infames que cualquier otro género de injusticia, cuando es evidente que son más excusables por lo grande de la tentación? ¿Y qué posibilidad existe de conceder temor a la aproximación del placer, para el cual la naturaleza ha dado una inclinación tan fuerte y una inclinación que es absolutamente necesaria de satisfacer para la propagación de la especie?
Pero los razonamientos especulativos, que cuestan tanto trabajo a los filósofos, se forman naturalmente por las gentes y sin reflexión, del mismo modo que dificultades que parecen insolubles en teoría son fácilmente dominadas en la práctica. Los que tienen interés en la fidelidad de la mujer desaprueban, naturalmente, su infidelidad y toda aproximación a ella. Los que no tienen interés son llevados por la corriente. La educación toma posesión de los espíritus dúctiles del bello sexo en su infancia. Y cuando una regla general de este género se halla establecida los hombres se inclinan a establecerla más allá de los principios de los que surgió en un comienzo. Así, los solteros, aun viciosos, no pueden preferir un caso de lascivia e impudor en la mujer, sino que esto los molesta. Aunque todas estas máximas hayan tenido una clara referencia a la generación, sin embargo, las mujeres que han pasado de la edad de tener hijos no tienen más privilegio en este respecto que las que se hallan en la flor de su juventud y de la belleza. Los hombres tienen implícitamente una noción de que todas estas ideas de modestia y decencia se refieren a la generación, puesto que no imponen las mismas leyes con la misma fuerza al sexo masculino, en el que esta razón no tiene lugar. La excepción es aquí clara y extensiva y se funda sobre una notable diferencia que produce una clara separación y disyunción de ideas. El caso no es el mismo con respecto a las diferentes edades de la mujer, por la razón de que, aunque los hombres conocen que estas nociones se hallan fundadas sobre el interés público, la regla general los lleva aún más allá del principio original y les hace extender las nociones de modestia sobre el sexo entero desde su más temprana infancia hasta la más extrema vejez y debilidad.
El valor, que es el punto de honor entre los hombres, deriva su mérito en gran parte de un artificio, del mismo modo que la castidad de la mujer, aunque posee alguna fundamentación en la naturaleza, como veremos más adelante.
En cuanto a las obligaciones a que se halla sometido el sexo masculino con respecto a la castidad, podemos observar, según las nociones generales del común sentir, que guardan la misma relación aproximadamente con las obligaciones de la mujer que las obligaciones de la ley de las naciones con la ley de la naturaleza. Es contrario al interés de la sociedad civil que los hombres tengan entera libertad de entregarse a sus apetitos sexuales; pero como este interés es más débil que el existente en el caso del sexo femenino, la obligación moral que surge de él ha de ser igualmente más débil. Para probar esto debemos tan sólo apelar a la práctica y los sentimientos de todas las naciones y tiempos.
Pasamos ahora a examinar las virtudes y vicios que son enteramente naturales y no dependen del artificio e invención de los hombres. El examen de éstos pondrá fin a nuestro sistema de moral.
El resorte capital o principio propulsor de las acciones del espíritu humano es el placer o el dolor, y cuando estas sensaciones se suprimen en nuestro pensamiento y en nuestro sentimiento somos en gran medida incapaces de pasión o acción y de deseo o volición. Los efectos más inmediatos del placer y dolor son las acciones del espíritu de aproximarse a algo o apartarse de algo, y que se hallan diversificadas en volición, deseo y aversión, pena y alegría, esperanza y temor, según como el placer o el dolor cambia la situación y se hace más probable o improbable, cierto o incierto, o es considerado fuera de nuestro poder en el momento presente. Cuando al mismo tiempo que esto los objetos que causan placer o pena adquieren una relación con nosotros o los otros, continúan excitando deseo o aversión, pena o alegría; pero causan también al mismo tiempo las pasiones indirectas de orgullo y humildad, amor u odio, que en este caso tienen una doble relación de impresiones e ideas con el dolor y el placer.
Hemos hecho observar ya que las distinciones morales dependen enteramente de ciertos sentimientos peculiares de dolor o placer y que cualquier cualidad espiritual que en nosotros o los otros nos produce satisfacción por su consideración o contemplación es en consecuencia virtuosa, del mismo modo que todo lo que dentro de este género produce dolor es vicioso. Ahora bien: puesto que toda cualidad en nosotros o los otros que causa placer produce siempre orgullo o amor, del mismo modo que todo lo que produce dolor despierta la humildad o el odio, se sigue que se han de considerar como equivalentes con respecto a nuestras cualidades mentales las dos propiedades: virtud y poder de producir amor u orgullo, y vicio y poder de producir humildad u odio. Por consiguiente, en cada caso debemos juzgarle la una por la otra y podemos declarar virtuosa una cualidad del espíritu cuando produce amor u orgullo y viciosa cuando causa odio o humildad.
Que una acción sea virtuosa o viciosa es tan sólo un signo de alguna cualidad o carácter y debe depender esto de principios duraderos del espíritu, que se extienden sobre la conducta total y penetran en el carácter personal. Las acciones mismas, no procediendo de un principio constante, no tienen influencia sobre el amor o el odio, orgullo o humildad, y por consiguiente no son consideradas jamás en la moralidad.
Esta reflexión es evidente por sí misma y merece ser tenida en cuenta, siendo de la mayor importancia para el presente asunto. No debemos considerar nunca una acción particular en nuestra investigación concerniente al origen de la moral, sino tan sólo la cualidad o carácter de que la acción procede. Este sólo es duradero suficientemente para afectar nuestros sentimientos concernientes a la persona. Las acciones son, de hecho, mejores indicaciones del carácter que las palabras o aun los deseos y sentimientos; pero solamente en tanto que son tales indicaciones, porque van acompañadas de amor u odio, alabanza o censura.
Para descubrir el verdadero origen de la moral y el del amor u odio que surge de estas cualidades mentales debemos entrar muy profundamente en el asunto y comparar algunos principios que ya han sido examinados y explicados.
Podemos comenzar considerando de nuevo la naturaleza y fuerza de la simpatía.
Los espíritus de todos los hombres son similares en sus sentimientos y operaciones, y no puede ser influido uno de ellos por alguna afección de la que todos los demás no sean en algún grado susceptibles. Lo mismo que en las cuerdas enlazadas de un modo igual el movimiento de la una se comunica al resto de ellas, las afecciones pasan rápidamente de una persona a otra y ejecutan movimientos correspondientes en toda criatura humana. Cuando yo veo los efectos de la pasión en la voz y gestos de una persona mi espíritu pasa inmediatamente de estos efectos a sus causas y se forma una idea vivaz de la pasión tal, que se convierte en el momento en la pasión misma. De igual modo, cuando yo percibo las causas de una emoción mi espíritu es llevado a sus efectos y afectada con una emoción igual. Si yo me hallase presente a una de las más terribles operaciones de la cirugía es cierto que, antes que comenzase, la preparación de los instrumentos, la colocación de los vendajes en orden, el calentar los hierros, con todos los signos de ansiedad y preocupación del paciente y los asistentes, tendrían un gran efecto sobre mi espíritu y excitarían los sentimientos más poderosos de piedad y terror. Ninguna pasión de otro sujeto se descubre por sí misma inmediatamente al espíritu. Solamente somos sensibles a sus causas y efectos. De éstos inferimos la pasión y, por consecuencia, éstos son los que dan lugar a nuestra simpatía.
Nuestro sentido de la belleza depende en gran parte de este principio, y cuando un objeto tiene tendencia a producir placer en su poseedor es considerado siempre como bello, del mismo modo que todo objeto que tiene tendencia a producir dolor es desagradable y feo. Así, lo conveniente de una casa, la fertilidad de un campo, la fuerza de un caballo, la capacidad, seguridad y rapidez para navegar de un barco constituyen la belleza capital de estos varios objetos. Aquí el objeto que se llama bello agrada tan sólo por su tendencia a producir un cierto efecto. Este efecto es el placer o la ventaja de alguna otra persona. Ahora bien: el placer de un extraño por el que no experimentamos amistad nos agrada tan sólo por la simpatía. A este principio, por consiguiente, se debe la belleza que hallamos en todo lo que es útil. Qué elemento tan considerable de la belleza es éste lo veremos después de reflexionar sobre ello. Siempre que un objeto tiene la tendencia a producir placer en el poseedor, o, con otras palabras, es la causa propia del placer, es seguro que agradará al espectador por una delicada simpatía con el poseedor. Las más de las obras de arte se estiman bellas en proporción a su adecuación para el uso del hombre, y aun muchas de las producciones de la naturaleza tienen su belleza en este origen. Hermosura y belleza no son en muchas ocasiones una cualidad absoluta, sino relativa, y no nos agradan más que por su tendencia a producir lo que es agradable.
El mismo principio produce en muchos casos tanto nuestro sentimiento de moral como el de belleza. Ninguna virtud es más estimada que la justicia y ningún vicio más odiado que la injusticia, y no hay otras cualidades que vayan más lejos para fijar este carácter que el ser amable u odioso. Ahora bien: la justicia es una virtud moral meramente porque posee la tendencia hacia el bien del género humano y de hecho no es más que una invención artificial para este propósito. Lo mismo puede decirse de la obediencia de las leyes de las naciones, de la modestia y de las buenas maneras. Todas ellas son meros artificios humanos para el interés de la sociedad. Puesto que existe un sentimiento muy fuerte de la moral, que en todas las naciones y en todos los tiempos lo ha acompañado, debemos conceder que la reflexión sobre la tendencia del carácter y las cualidades mentales es suficiente para producirnos el sentimiento de aprobación y censura. Ahora bien: dado que los medios para un fin pueden ser sólo agradables cuando el fin es agradable y que el bien de la sociedad cuando nuestro interés no está contra ello o el de nuestros amigos agrada por simpatía, se sigue que la simpatía es el origen de la estima que concedemos a toda las virtudes artificiales.
Así, resulta que la simpatía es un principio muy poderoso de la naturaleza humana, que tiene una gran influencia sobre nuestro sentido de la belleza y que produce nuestro sentimiento de la moral en todas las virtudes artificiales. De aquí podemos presumir que da lugar también a muchas de las otras virtudes y que las cualidades adquieren nuestra aprobación por su tendencia al bien del género humano. Esta presunción debe convertirse en certidumbre cuando hallemos que estas cualidades que aprobamos naturalmente poseen esta tendencia y hacen al hombre propio para la sociedad, mientras que las cualidades que desaprobamos naturalmente tienen la tendencia contraria y hacen las relaciones con la persona que las posee peligrosas o desagradables. Habiendo hallado que tendencias tales tienen fuerza suficiente para producir los más fuertes sentimientos morales, no podemos en estos casos buscar razonablemente jamás otra causa de aprobación o censura, siendo una máxima inviolable en la filosofía que cuando una causa particular es suficiente para un efecto debemos contentarnos con ella y no debemos multiplicar las causas sin necesidad.
Hemos logrado experimentos en las virtudes artificiales en los que la tendencia de las cualidades al bien de la sociedad eran la única causa de nuestra aprobación, sin existir rastro de la participación de otro principio. De aquí vemos la fuerza de este principio. Cuando este principio puede tener lugar y la cualidad aprobada es realmente beneficiosa para la sociedad, un verdadero filósofo no buscará jamás otro principio para explicar la más decidida aprobación y estima.
Nadie puede dudar de que muchas de las virtudes naturales tienen esta tendencia al bien de la sociedad. Mansedumbre, beneficencia, caridad, generosidad, clemencia, moderación y equidad poseen la mayor consideración entre las cualidades morales, y se denominan comúnmente virtudes sociales para indicar su tendencia al bien de la sociedad. Sucede esto hasta tal punto que algunos filósofos han expuesto que todas las distinciones morales son un producto del artificio y la educación porque los políticos hábiles han intentado dominar las pasiones turbulentas de los hombres y hacerlos laborar por el bien público mediante las nociones de honor y vergüenza. Este sistema, sin embargo, no concuerda con la experiencia, pues primeramente existen otras virtudes y vicios además de los que tienen esta tendencia hacia la ventaja y desventaja pública. Segundo: si los hombres no tuviesen un sentimiento natural de aprobación o censura no podría haber sido esto despertado por los políticos, ni las palabras laudable y digno de alabanza, censurable y odioso serían más inteligibles que si perteneciesen a un lenguaje desconocido totalmente para nosotros, como ya lo hemos hecho observar. Sin embargo, aunque este sistema sea erróneo, puede enseñarnos que las distinciones morales surgen en gran medida de la tendencia de cualidades y caracteres hacia los intereses de la sociedad y que la preocupación por este interés es la que nos hace aprobarlas o desaprobarlas. Ahora bien: nosotros no tenemos un interés tan extenso por la sociedad más que mediante la simpatía, y, por consiguiente, este principio es el que nos aparta hasta tal punto de nosotros que nos proporciona el mismo placer o dolor por los caracteres de los otros que si éstos tendieran hacia nuestra propia ventaja o desventaja.
La única diferencia existente entre las virtudes naturales y la justicia está en que el bien que resulte de la primera surge de cada acto particular y es objeto de alguna pasión natural, mientras que un acto separado de justicia considerado en sí mismo puede ser contrario frecuentemente al bien público, y sólo la concurrencia del género humano en un esquema o sistema de acción es lo ventajoso. Cuando ayudo a las personas que se hallan en la desgracia, mi motivo es mi humanidad natural y hasta donde llega mi auxilio he promovido la felicidad de mis semejantes; pero si examinamos todas las cuestiones que se presentan ante un tribunal de justicia hallaremos que, considerando aparte cada caso, será un ejemplo de humanidad frecuentemente decidir en contra de las leyes de justicia y no conformarse a ella. Los jueces toman el caudal de un hombre pobre para entregárselo a un rico, conceden al disoluto el trabajo del industrioso y ponen en manos de los viciosos los medios de dañarse a sí mismos y de dañar a los demás. El sistema total, sin embargo, de la ley y la justicia es ventajoso para la sociedad, y en consideración a esta ventaja fue por lo que los hombres la establecieron mediante sus convenciones voluntarias. Una vez que fue establecida por estas convenciones, va siempre naturalmente acompañada con un fuerte sentimiento moral que no puede proceder más que de nuestra simpatía con los intereses de la sociedad. No necesitamos otra explicación de esta estima que acompaña a las virtudes naturales que tienen tendencia hacia el bien público.