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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (72 page)

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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En resumen, pues, debemos considerar la distinción entre justicia e injusticia como teniendo dos fundamentos diferentes, a saber: el del interés, cuando los hombres observan que es imposible vivir en sociedad sin gobernarse por ciertas reglas, y el de la moralidad, cuando este interés es ya una vez observado y los hombres experimentan placer ante la vista de las acciones que tienden a la paz de la sociedad y dolor por las que son contrarias a ella. La convención voluntaria y el artificio de los hombres son los que hacen que el primer interés tenga lugar, y, por consiguiente, las leyes de la justicia deben considerarse de este modo artificiales. Después que este interés está establecido y reconocido se sigue naturalmente el sentido de la moralidad en la observancia de estas reglas y por sí mismo, aunque es cierto que es también aumentado por un nuevo artificio y que las disposiciones públicas de los políticos y la educación privada de los padres contribuyen a darnos un sentido del honor y el deber en la regulación estricta de nuestras acciones con respecto a la propiedad de los otros.

Sección VII - Del origen del Gobierno.

Nada es tan cierto como que los hombres se guían en gran medida por el interés y que aun cuando se preocupan por algo que trasciende de ellos mismos no llegan muy lejos; no es usual para ellos en la vida corriente interesarse más que por sus amigos más cercanos y próximos. No es menos cierto que es imposible para los hombres asegurar su interés de una manera más efectiva que mediante la observancia universal e inflexible de las reglas de la justicia, por las cuales pueden mantener firme la sociedad y evitar la recaída en la condición miserable y salvaje que corrientemente se nos presenta como el estado de naturaleza. Siendo grande este interés que todos los hombres tienen en el mantenimiento de la sociedad y la observancia de las reglas de la justicia, es palpable y evidente aun para el más rudo e inculto de los miembros de la raza humana y es casi imposible para cualquiera que tenga experiencia de la sociedad engañarse en este particular. Por consiguiente, ya que los hombres se hallan tan sinceramente ligados a su interés, y su interés se preocupa tanto por la observancia de las reglas de la justicia, y este interés es tan cierto y declarado, puede preguntarse cómo puede surgir el desorden en la sociedad y qué principio tan poderoso existe en la naturaleza humana que venza a una pasión tan fuerte o que sea tan violento que obscurezca un conocimiento tan claro.

Ya se observó, al tratar de las pasiones, que los hombres se hallan poderosamente guiados por la imaginación y adaptan sus afecciones más a la manera como un objeto se les aparece que a su valor intrínseco y real. Lo que les impresiona mediante una idea intensa y vivaz prevalece corrientemente sobre lo que se presenta obscuramente, y debe existir una gran superioridad de valor para compensar esta ventaja. Ahora bien: como todo lo que es contiguo en el espacio o en el tiempo nos impresiona mediante una idea tal, tiene un efecto proporcional sobre la voluntad y las pasiones y actúa comúnmente con más fuerza que un objeto que está en una mayor distancia y más obscurecido. Aunque podamos estar plenamente convencidos de que el último objeto supera al primero, no somos capaces de regular nuestras acciones por este juicio, sino que cedemos a las solicitaciones de nuestras pasiones, que hablan siempre en favor de todo lo que está cerca o contiguo.

Esta es la razón de por qué los hombres obran tan frecuentemente en contradicción con su interés conocido, y en particular de por qué prefieren una pequeña ventaja presente al mantenimiento del orden en la sociedad, que depende tanto de la observancia de la justicia. La consecuencia de cada violación de la equidad parece hallarse muy remota y no se inclina a oponerse a las ventajas inmediatas que pueden ser obtenidas por ella. Sin embargo, no son menos reales por ser remotas, y como los hombres se hallan en algún grado sometidos a las mismas debilidades, sucede necesariamente que las violaciones de la equidad deben llegar a ser muy frecuentes en la sociedad y el comercio de los hombres; de este modo debe hacerse muy peligroso e incierto. Vosotros tenéis la misma propensión que yo tengo hacia lo que es contiguo frente a lo que es remoto. Por consiguiente, sois llevados a cometer como yo actos de injusticia. Vuestro ejemplo me empuja en esta vía por imitación y también me proporciona una nueva razón para la violación de la equidad mostrándome que seré la víctima de mi integridad si me impongo solo yo el deber de dominarme en medio de la licencia de los otros.

Por consiguiente, esta cualidad de la naturaleza humana no sólo es muy peligrosa para la sociedad, sino que parece, en una ojeada rápida, ser incapaz de remedio.

El remedio puede venir con sólo el consentimiento de los hombres, y si los hombres son incapaces de preferir lo remoto a lo contiguo no consentirán jamás en algo que los obligue a esta elección y contradiga de una manera tan sensible sus principios e inclinaciones naturales. Siempre que se escogen los medios se escoge el fin, y si nos es imposible preferir lo que es remoto nos es igualmente imposible someternos a una necesidad que nos obligue a un método tal de acción.

Sin embargo, aquí puede observarse que esta debilidad de la naturaleza humana llega a ser el remedio de sí misma y que nos precavemos contra nuestra negligencia de los objetos remotos solamente porque somos inclinados a esta negligencia. Cuando consideramos los objetos a distancia, todas sus pequeñas particularidades se desvanecen y damos siempre preferencia a lo que es preferible en sí mismo, sin considerar su situación y circunstancias. Esto da lugar a lo que en un sentido impropio llamamos razón, que es un principio que es frecuentemente contrario a las inclinaciones que se presentan ante la proximidad de un objeto. Al reflexionar sobre una acción que realizaré de aquí a doce meses me determino a preferir el bien más grande, ya se halle más contiguo o más remoto en este tiempo, y una diferencia en este particular no trae consigo una diferencia en mis intenciones y resoluciones presentes. Mi alejamiento de la determinación final hace que estas pequeñas diferencias se desvanezcan, y no estoy afectado por nada más que por las cualidades generales y más discernibles del bien y el mal; pero cuando me aproximo más cerca, estas circunstancias que en un principio eché de ver comienzan a aparecer y tienen una influencia en mi conducta y mis afecciones. Una nueva inclinación hacia el bien presente surge y me hace difícil el adherirme a mi primer propósito y resolución. Esta debilidad natural puedo lamentarla mucho y puedo intentar por todos los medios posibles el librarme de ella. Puedo recurrir al estudio y a la reflexión sobre mí mismo, al consejo de los amigos, a la meditación frecuente y la resolución repetida, y habiendo experimentado qué poco eficaces son todos estos medios, puedo abrazar gustoso otro expediente por el que me imponga el dominio sobre mí mismo y que me defienda contra esta debilidad.

La única dificultad, por consiguiente, es hallar este expediente por el que el hombre se libra de su debilidad natural y se ponga bajo la necesidad de observar las leyes de la justicia y equidad, a pesar de su violenta inclinación a preferir lo contiguo a lo remoto. Es evidente que un remedio tal jamás podrá tener efecto sin corregir esta propensión, y como es imposible cambiar o corregir algo material en nuestra naturaleza, lo más que podemos hacer es cambiar las circunstancias de la situación y hacer de la observancia de las leyes de la justicia nuestro interés más inmediato y de su violación nuestro interés más remoto. Sin embargo, siendo esto impracticable con respecto a todo el género humano, puede tener tan sólo lugar con respecto a pocas personas, que nosotros inmediatamente interesamos en la ejecución de la justicia. Estas son aquellas que llamamos magistrados civiles, reyes y ministros de éstos o gobernantes y legisladores, que siendo personas indiferentes a la mayor parte del Estado no tienen interés o tienen un interés muy remoto en algún acto de injusticia, y hallándose satisfechos con su condición presente y con su parte en la sociedad tienen un interés inmediato en toda ejecución de la justicia, ya que es tan necesaria para el mantenimiento de la sociedad. Aquí, pues, radica el origen del Gobierno y sociedad civil. Los hombres no son capaces de desarraigar en ellos o en los otros la estrechez de horizonte que les hace preferir lo presente a lo remoto. Estas personas, pues, no son solamente inducidas a observar estas reglas en su propia conducta, sino también a obligar a los otros a una igual regularidad y a inculcar los dictados de la equidad a través de la sociedad entera. Y si ello es necesario deben interesar a otros más inmediatamente en la ejecución de la justicia y crear un número determinado de funcionarios civiles y militares para asistirlos en su gobierno.

Sin embargo, esta realización de la justicia, aunque es la principal, no es la única ventaja del Gobierno. Como las pasiones violentas impiden a los hombres percibir claramente el interés que tienen en una conducta justa con respecto a los otros, les impide también ver esta equidad misma y los hace de un modo notable parciales en sus propios favores. Dicho inconveniente se corrige del mismo modo que el antes mencionado. Las mismas personas que ejecutan las leyes de la justicia decidirán de las controversias referentes a ellos, y siendo indiferentes a la mayor parte de la sociedad, decidirán de un modo más equitativo que cada uno lo haría en su propio caso.

Mediante estas dos ventajas de la ejecución y de la decisión de la justicia los hombres adquieren una garantía contra la pasión y debilidad de los otros, así como contra las suyas propias, y bajo el amparo de sus gobernantes comienzan a probar a gusto las dulzuras de la sociedad y de la mutua asistencia. El Gobierno extiende aún más allá su influencia beneficiosa, y no contento con proteger a los hombres en estas convenciones que realizan para sus mutuos intereses, los obliga frecuentemente a hacer tales convenciones y los fuerza a buscar su propia ventaja mediante el acuerdo acerca de cualquier fin o propósito común. No existe cualidad de la naturaleza humana que cause errores más fatales en nuestra conducta que la que nos lleva a preferir lo que es presente a lo distante y lo remoto y nos hace desear los objetos más por su situación que por su valor intrínseco. Dos vecinos pueden ponerse de acuerdo para desecar un campo que poseen en común, porque es fácil para ellos conocer recíprocamente sus espíritus y cada uno de ellos puede ver que la consecuencia inmediata de no llevar a cabo su parte es el abandono del proyecto total. Sin embargo, es verdaderamente difícil, y de hecho imposible, que mil personas se pongan de acuerdo para una labor tal, siendo imposible para ellos concertar un designio tan complicado, y aun más difícil para ellos realizarlo, ya que cada uno trata de buscar un pretexto para librarse de la perturbación y gasto y quiere dejar todo el peso del asunto a los otros. La sociedad política remedia fácilmente estos inconvenientes.

Los magistrados hallan un interés inmediato en el interés de una parte considerable de sus súbditos. No necesitan consultar a nadie más que a sí mismos para el fomento de este interés, y cuando el fracaso de un elemento en la ejecución va unido, aunque no inmediatamente, con el fracaso del todo, evitan este fracaso porque no tienen un interés ni inmediato ni remoto en él. Así, se construyen puentes, se abren puertos, se levantan fortificaciones, se hacen canales, se equipan flotas y se instruyen ejércitos en todas partes por el cuidado del Gobierno, que, aunque compuesto de hombres sometidos a todas las debilidades humanas, llega a ser, por una de las invenciones más finas y sutiles imaginables, una composición que se halla en cierta medida libre de estas debilidades.

Sección VIII - La fuente de la obediencia.

Aunque el Gobierno sea una invención muy ventajosa y aun en algunas circunstancias absolutamente necesaria para el género humano, no es necesaria en todas las circunstancias y no es imposible para los hombres mantener la sociedad por algún tiempo sin recurrir a una invención tal. Es cierto que los hombres se hallan muy inclinados a preferir el interés presente al distante y remoto y no les es fácil resistir a la tentación de alguna ventaja que puedan gozar inmediatamente, basándose en la estimación de un mal que está a distancia de ellos; pero aun esta debilidad es menos notable cuando las posesiones y placeres de la vida tienen escaso o pequeño valor, como acontece siempre en la infancia de la sociedad. Un indio experimenta una tentación muy pequeña a desposeer a otro de su choza o a robarle su arco hallándose ya dotado de estas ventajas, y con respecto a toda su fortuna superior a la de los otros, que puede alcanzar cazando o pescando, por ser tan sólo casual y temporal, poseerá sólo una pequeña tendencia a perturbar la sociedad. Tan lejos estoy de pensar con algunos filósofos que los hombres son totalmente incapaces de sociedad sin Gobierno, que afirmo que los rudimentos del Gobierno surgen de las querellas, no entre los hombres de la misma sociedad, sino los pertenecientes a diferentes sociedades. Un menor grado de riqueza puede ser suficiente para este último efecto que el que es requerido para el primero. Los hombres no temen más de la lucha pública y violencia que la resistencia que encuentran, la que cuando la comparten en común parece menos terrible, y cuando proviene de extranjeros parece menos perniciosa en sus consecuencias que cuando se hallan expuestos a luchar individuo contra individuo, siendo su comercio entre ellos ventajoso y sin cuya sociedad es imposible que puedan subsistir. Ahora bien: la guerra contra los extraños en una sociedad sin Gobierno produce necesariamente la guerra civil. Si se lanzan algunos bienes considerables entre los hombres, inmediatamente comenzarán a luchar entre sí, ya que cada uno se esforzará en apoderarse de lo que le agrada, sin consideración de las consecuencias. En una guerra contra extraños los más considerables de todos los bienes, la vida y los miembros, están en peligro, y como cada uno evita toda actitud peligrosa, elige las mejores armas y busca excusa para las más pequeñas heridas; las leyes, que pueden ser bastante bien observadas mientras que los hombres están tranquilos, no pueden ya mantenerse cuando se hallan en una agitación tal.

Esto lo hallamos verificado en las tribus americanas, en las que los hombres viven concordes y en amistad entre ellos sin un Gobierno establecido, y no se someten a ninguno de sus compañeros más que en tiempo de guerra, en que su jefe disfruta de una sombra de autoridad, que pierde después del regreso a su territorio y del establecimiento de la paz con las tribus vecinas. Esta autoridad, sin embargo, los instruye en las ventajas del Gobierno y los enseña a recurrir a él cuando, o por el pillaje de la guerra, o por el comercio, o por hallazgos fortuitos, sus riquezas y posesiones han llegado a ser tan considerables que les hacen olvidar en cada aparición el interés que tienen en la conservación de la paz y la justicia. Por esto podemos dar, entre otras cosas, una razón plausible de por qué el Gobierno fue primero monárquico sin ninguna mezcla y variedad alguna, y por qué las repúblicas sólo surgen de los abusos de la monarquía y del poder despótico. Los campamentos son los padres de las ciudades, y como la guerra no puede ser dirigida, por la rapidez de sus exigencias, sin la autoridad de una sola persona, el mismo género de autoridad tiene lugar naturalmente en el Gobierno civil que sucede al militar. Me parece que esta razón es más natural que la corriente, derivada del gobierno patriarcal o de la autoridad de los padres que se dice tuvo lugar primeramente en la familia y acostumbró a los miembros de ella al gobierno de una sola persona. El estado de la sociedad sin Gobierno es uno de los estados más naturales del hombre y debe subsistir con la unión de varias familias largo tiempo después de la primera generación. Sólo un aumento de la riqueza de posesiones puede obligar a los hombres a abandonarlo, y tan bárbaras e incultas son las sociedades en su primera formación, que deben pasar muchos años antes de que puedan llegar éstas a un grado tal que perturben al hombre en el goce de la paz y concordia.

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