Read Tratado de la Naturaleza Humana Online

Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (70 page)

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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Si alguien disiente de esta opinión debe proporcionar una prueba apropiada de estas dos proposiciones, a saber: que hay un acto peculiar del espíritu que va unido a las promesas, y que, por consiguiente, de este acto del espíritu surge una inclinación a realizar algo distinto de un sentido del deber. Presumo que es imposible probar ninguno de estos dos puntos, y, por consiguiente, me aventuro a concluir que las promesas son invenciones humanas fundadas en las necesidades e intereses de la sociedad.

Para descubrir estas necesidades e intereses debemos considerar las mismas propiedades de la naturaleza humana que ya vimos daban lugar a las precedentes leyes de la sociedad. Los hombres, siendo naturalmente egoístas o dotados tan sólo de una generosidad limitada, no son llevados fácilmente a realizar una acción en provecho de los extraños excepto cuando esperan alguna ventaja recíproca que no creen podrían alcanzar más que por dicha acción. Ahora bien: como frecuentemente sucede que estas acciones recíprocas no pueden terminar al mismo momento, es necesario que una parte se contente con permanecer en la incertidumbre y que dependa de la gratitud de la otra en lo que respecta a una afección recíproca. Pero es tan grande la corrupción entre los hombres, que esta seguridad, hablando en general, es muy insuficiente, y como el bienhechor se supone que concede sus favores considerando su propio interés, esto libra de la obligación y da un ejemplo de egoísmo, que es la madre de la ingratitud. Por consiguiente, si siguiésemos el curso natural de nuestras pasiones e inclinaciones llevaríamos a cabo pocas acciones ventajosas para los otros desde puntos de vista desinteresados, porque naturalmente, nos hallaríamos muy limitados en nuestro interés porque no podríamos esperar nada de su gratitud. Aquí, pues, el comercio mutuo de buenos oficios se halla en cierto modo anulado entre el género humano y cada uno está reducido a su propia habilidad de industria para su bienestar y su existencia. El descubrimiento de la ley de la naturaleza concerniente a la estabilidad de la posesión ha hecho más tolerables los hombres los unos para los otros; la de la transferencia de la propiedad y la posesión por consentimiento ha comenzado a hacerlos mutuamente ventajosos; pero estas leyes de la naturaleza, aun estrictamente observadas, no son suficientes para hacerlos tan útiles los unos para los otros como la naturaleza los ha dotado para serlo. Aunque la posesión sea estable, los hombres pueden sacar pocas ventajas de ella mientras posean una mayor cantidad de una especie de bienes de la que necesitan y al mismo tiempo sufran de la carencia de otros. La transmisión de la propiedad, que es el remedio propio para este inconveniente, no puede corregirlo del todo, porque sólo puede tener lugar con respecto a objetos que están presentes y son individuales, pero no con respecto a los que están ausentes o son generales. Una persona no puede transferir la propiedad de una casa particular que está a veinte leguas de distancia, porque el consentimiento no puede ir acompañado de la entrega, que es una circunstancia requerida. No puede tampoco transferir la propiedad de diez fanegas de grano ni de cinco pipas de vino por la mera expresión del sentimiento, porque éstos son sólo términos generales y no tienen una relación peculiar con un determinado montón de grano o barriles de vino. Además, el comercio del género humano no se limita al tráfico de cosas útiles, sino que se extiende a servicios y acciones que podemos cambiar para nuestro mutuo interés y ventaja. Vuestro grano madura hoy, el mío madurará mañana. Es provechoso para ambos que yo trabaje hoy con vos y que vos me ayudéis mañana. No siento cariño ninguno por vos y sé que no lo sentís tampoco por mí. No debo, por consiguiente, preocuparme de vuestras cosas, sino que debo trabajar con vos por mi interés y esperando una acción recíproca; sé que puedo engañarme y que en vano esperaré vuestra gratitud. Así, pues, os dejo trabajar solo y me conduzco de la misma manera. La estación cambia y ambos perdemos nuestras cosechas por la falta de confianza mutua y seguridad.

Todo esto es el efecto de los principios naturales e inherentes a las pasiones de la naturaleza humana, y como estas pasiones y principios son inalterables se puede pensar que nuestra conducta, que depende de ellos, debe serlo también, y que es en vano que los moralistas o los políticos se entremetan en nuestra vida o intenten cambiar el curso usual de nuestras acciones guiados por el interés público. De hecho, si el éxito de sus designios se basase en el buen resultado de su corrección del egoísmo e ingratitud de los hombres, no harían ningún progreso, a menos que no fueran ayudados por el Omnipotente, que es sólo capaz de moldear de nuevo el espíritu humano y cambiar su carácter en respectos tan fundamentales. Todo lo más que pueden pretender es dar una nueva dirección a las pasiones naturales y enseñarnos que podemos satisfacer mejor nuestros apetitos de una manera indirecta y artificial que por movimientos precipitados e impetuosos. Aprendo a hacer un servicio en favor de otro sin sentir por él un cariño real porque preveo que me devolverá mi servicio en expectación de otro del mismo género y para mantener la misma correspondencia de buenos oficios conmigo o con los otros. Según esto, después que yo le he servido y él se halla en posesión de la ventaja que surge de mi acción es inducido a realizar su parte previendo las consecuencias de negarse a ello.

Aunque este comercio egoísta comienza a tener lugar entre los hombres y a predominar en la sociedad, no suprime el más generoso y noble comercio de la amistad y los buenos oficios. Debo aún prestar servicio a las personas que quiero y que particularmente conozco sin ninguna esperanza de ventajas, y ellas se comportan conmigo del mismo modo sin tener presente otro motivo más que recompensar mis servicios pasados. Por consiguiente, para distinguir estos dos tipos de comercio entre los hombres, el interesado y el desinteresado, existe una cierta fórmula verbal inventada para el primero, por la que nos obligamos nosotros mismos a la realización de una acción. Esta fórmula verbal constituye lo que llamamos una promesa, que es la sanción del comercio interesado del género humano. Cuando un hombre dice que promete algo expresa, en efecto, la resolución de realizar algo, y con esto, haciendo uso de esta fórmula verbal, se somete él mismo a la penalidad de que los demás no tengan otra vez confianza en él en caso de faltar a la palabra. Una resolución es el acto natural del espíritu que se expresa por la promesa; pero si no existiese más que una resolución, en este caso la promesa declararía tan sólo nuestros motivos anteriores y no crearía ningún motivo nuevo u obligación. Son las convenciones de los hombres las que crean un nuevo motivo cuando la experiencia nos ha enseñado que los asuntos humanos serían conducidos con mucha más ventaja mutua si se instituyeran ciertos símbolos o signos por los que pudiéramos darnos los unos a los otros la seguridad de nuestra conducta en un incidente particular. Después que estos signos han sido instituidos todo el que los use se hallará inmediatamente obligado por su propio interés a cumplir sus compromisos y no debe esperar que tengan en él confianza jamás si se niega a realizar lo que ha prometido.

No es este conocimiento, que es requerido para hacer que el género humano se dé cuenta de su interés en la institución y observancia de las promesas, superior a la capacidad de la naturaleza humana, aun de la salvaje e inculta. Se necesita una práctica muy pequeña del mundo para percibir todas estas consecuencias y ventajas. La más escasa experiencia de la sociedad se las descubre a todo mortal, y cuando el individuo percibe en todos sus compañeros el mismo sentido del interés inmediatamente realiza su parte en un contrato, estando asegurado de que ellos no dejarán de hacerla en los suyos. Todo esto, mediante un acuerdo, entra a formar parte de una regla de las acciones, calculada para el beneficio común, y que se admite está de acuerdo con la palabra dada, y no se requiere nada más para realizar este acuerdo o convención que cada uno tenga un sentido del interés por la realización leal de sus compromisos y exprese este sentido a los otros miembros de la sociedad. Esto inmediatamente produce que el interés actúe sobre ellos, y el interés es la primera obligación para realizar las promesas.

Después se une un sentimiento moral al interés y llega a ser un nuevo vínculo para el género humano. Este sentimiento de moralidad en la realización de las promesas surge de los mismos principios que en el respeto de la propiedad de los otros.

El interés público, la educación y los artificios de los políticos tienen el mismo efecto en los dos casos. Las dificultades que se nos presentan al suponer que una obligación moral acompaña a las promesas pueden vencerse o eludirse. Por ejemplo, la expresión de una obligación no se supone comúnmente que sea obligatoria, y no podemos concebir fácilmente cómo el hacer uso de una cierta fórmula verbal puede ser capaz de producir una diferencia material. Por consiguiente, fingimos aquí un nuevo acto del espíritu, que llamamos querer una obligación, y suponemos que la moralidad depende de él. Pero hemos probado ya que no existe un acto tal en el espíritu y, por consecuencia, que la promesa no impone una obligación natural.

Para confirmar esto podemos unir algunas otras reflexiones concernientes a esta voluntad que se supone entra en la promesa y causa su obligación. Es evidente que no se supone nunca que la voluntad sola produzca la obligación; debe ser expresada por palabras y signos para obligar a una persona. La expresión, siendo considerada ya como un auxiliar de la voluntad, pronto se convierte en el elemento principal de la promesa, y no se obligará menos por su palabra quien dé secretamente una dirección diferente a su intención y se niegue a la resolución y a querer la obligación. Sin embargo, aunque la expresión constituye en las más de las ocasiones el total de la promesa, no sucede siempre así, y quien haga uso de una expresión de la que no conoce el sentido y que usa sin la intención de obligarse no se hallará ligado por ella.

Es más: aunque conozca su sentido, si la usa tan sólo en broma y con signos tales que muestren evidentemente que no tiene la intención seria de obligarse, no se hallará sometido a la obligación de su realización; es necesario que las palabras sean una expresión perfecta de la voluntad y sin existir ningún signo contrario. No debemos llevar esto tan lejos que imaginemos que una persona de la que por nuestra precipitación de juicio conjeturamos por ciertos signos que tiene la intención de engañarnos no se halla ligada por su expresión o promesa verbal si nosotros la aceptamos, sino que debemos limitar esta conclusión a los casos donde los signos son de un género diferente del engaño. Todas estas contradicciones son fácilmente explicadas si la obligación de la promesa es meramente una invención humana para la conveniencia de la sociedad; pero no podrán explicarse nunca si se la considera real y natural surgiendo de una acción del espíritu o el cuerpo.

Debo hacer observar además que, dado que toda nueva promesa impone una nueva obligación moral a la persona que promete, y dado que esta nueva obligación surge de su voluntad, es una de las más misteriosas e incomprensibles operaciones que puedan imaginarse y puede ser comparada a la transubstanciación u órdenes sagradas, en las que una determinada fórmula verbal unida a cierta intención cambia enteramente la naturaleza de un objeto externo o aun de una criatura humana. Aunque estos misterios son análogos, es muy de notar que se diferencian mucho en otros respectos, y esta diferencia puede ser considerada como una prueba poderosa de la diferencia de sus orígenes. Como la obligación de la promesa es una invención para los intereses de la sociedad, se halla modificada en tantas formas diferentes como el interés lo requiere y aun más bien cae antes en contradicciones que perder de vista a su objeto. Pero como aquellas otras doctrinas monstruosas son meramente invenciones de los sacerdotes y no tienen en vista el interés público, son menos perturbadas en su progreso por nuevos obstáculos y se debe confesar que después del primer absurdo siguen más directamente la corriente de la razón y buen sentido. Los teólogos perciben claramente que la forma externa de las palabras, siendo un mero sonido, requiere una intención para que tenga eficacia, y que si esta intención se considera como una circunstancia necesaria su ausencia debe igualmente evitar el efecto, ya sea tácita o expresa, sincera o engañosa. Según esto, han determinado comúnmente que la intención del sacerdote hace el sacramento y que cuando secretamente rechaza esta intención es altamente criminal consigo mismo, si no es que destruye aún el valor del bautismo, de la comunión o las órdenes sagradas. Las consecuencias terribles de esta doctrina no son capaces de impedir que tenga lugar del mismo modo que los inconvenientes de una doctrina similar con respecto a las promesas no evitan que esta doctrina se establezca. Los hombres se preocupan más de la vida presente que de la futura y se inclinan a pensar que el mal más pequeño con respecto a la primera es mayor que el más grande con respecto a la última.

Podemos sacar la misma conclusión concerniente al origen de las promesas de la fuerza que se supone puede anular todos los contratos y libertarnos de sus obligaciones. Un principio tal es la prueba de que las promesas no incluyen una obligación natural y son meros mecanismos artificiosos para la conveniencia y ventaja de la sociedad. Si consideramos como es debido el asunto, la fuerza no es esencialmente diferente de algún otro motivo de esperanza o temor que pueda inducirnos a dar nuestra palabra o imponernos una obligación. Un hombre herido peligrosamente que promete una gran cantidad de dinero a un cirujano para que le cure se hallará ciertamente ligado a realizar su promesa; aunque el caso no sea muy diferente del que promete una suma a un bandido, para producir una diferencia tan grande en nuestros sentimientos, si éstos no se basasen enteramente en el interés público o conveniencia.

Sección VI - Algunas reflexiones concernientes a la justicia y a la injusticia.

Hemos recorrido las tres leyes fundamentales de la naturaleza: la de la estabilidad de la posesión, la de su transferencia por consentimiento y la de la realización de las promesas. De la estricta observancia de estas tres leyes dependen la paz y la seguridad de la sociedad humana, y no es posible establecer un buen sistema de relaciones entre los hombres cuando éstas son descuidadas. La sociedad es absolutamente necesaria para el bienestar de los hombres, y éstas son necesarias para el sostenimiento de la sociedad. Sean los que quieran los límites que impongan a las pasiones de los hombres, son el resultado de estas pasiones y son sólo un modo más hábil y refinado de satisfacerlas. Nada es más vigilante e inventivo que nuestras pasiones y nada es más fácil que la convención para la observancia de estas reglas.

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