Read Tratado de la Naturaleza Humana Online
Authors: David Hume
Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia
Puesto que las pasiones, aunque independientes, se transforman naturalmente en otras si se presentan al mismo tiempo, se sigue que cuando el bien o el mal se hallan situados en una tal relación que despiertan una emoción particular además de su pasión directa de deseo o aversión, esta última pasión debe adquirir nueva fuerza y violencia.
Esto sucede, entre otros casos, cuando un objeto excita pasiones contrarias; pues se puede observar que una oposición de pasiones causa una nueva emoción en los espíritus y produce más desorden que la concurrencia de dos afecciones de igual fuerza. Esta nueva emoción se funde fácilmente en la pasión predominante y aumenta su violencia más allá del límite a que hubiera llegado si no hubiera tropezado con una oposición. Por esto deseamos, naturalmente, lo que está prohibido y experimentamos un placer realizando acciones meramente porque son contrarias a las leyes. El móvil del deber, cuando se opone a las pasiones, rara vez las domina, y cuando no logra este efecto, es más bien más apto para aumentarlas, produciendo una oposición en nuestros motivos y principios.
El mismo efecto se sigue ya surja la pasión de motivos internos o de obstáculos externos. La pasión comúnmente adquiere nueva fuerza y violencia en ambos casos.
Los esfuerzos que el espíritu hace para dominar el obstáculo excitan a los espíritus animales y vivifican la pasión.
La incertidumbre tiene el mismo efecto que la oposición. La agitación en el pensamiento; los movimientos rápidos que realiza de un punto de vista a otro; la variedad de las pasiones, que se suceden las unas a las otras, según los diferentes puntos de vista, produce una agitación en el espíritu y las funde con la pasión principal.
No existe, según mi opinión, otra causa natural de por qué la seguridad disminuye las pasiones más que el que suprime la incertidumbre, que las aumenta. El espíu abandonado a sí mismo languidece naturalmente, y para conservar su fuerza debe ser vivificado por una nueva oleada de pasión. Por la misma razón, la desesperación, aunque contraria a la seguridad, tiene la misma influencia.
Es cierto que nada anima más poderosamente nuestra afección que el ocultar alguna parte de su objeto cubriéndolo de una especie de sombra, lo que al mismo tiempo que nos muestra lo suficiente para predisponernos en favor del objeto deja siempre algo para el trabajo de la imaginación. Aparte que la obscuridad va siempre acompañada de una especie de incertidumbre, el esfuerzo que la fantasía hace para completar la idea agita los espíritus animales y concede una fuerza adicional a la pasión.
Del mismo modo que la desesperación y la seguridad, aunque contrarias entre sí, producen los mismos efectos, se observa que la ausencia tiene efectos contrarios, y según las diferentes circunstancias, aumenta o disminuye las pasiones. El duque de la Rochefoucauld ha observado muy acertadamente que la ausencia destruye las pasiones débiles, pero que aumenta las fuertes, del mismo modo que el viento apaga un candil e inflama una hoguera. La ausencia continuada por largo tiempo debilita naturalmente nuestra idea y disminuye la pasión; pero cuando la idea es tan intensa y vívida que pueda conllevarla, el dolor que surge de la ausencia aumenta la pasión y le concede nueva fuerza y violencia.
Nada posee un mayor influjo en el aumento y disminución de nuestras pasiones, en la conversión del placer en dolor y del dolor en placer, que el hábito y la repetición. El hábito ejerce dos efectos originales sobre el espíritu, produciendo facilidad para la realización de una acción o concepción de un objeto y después una tendencia o inclinación hacia él, y según estos dos podemos explicar todos sus restantes efectos, por muy extraordinarios que sean.
Cuando el alma se aplica a la realización de una acción o a la concepción de un objeto al cual no está acostumbrada hay una cierta inadaptación en sus facultades y una dificultad para los espíritus animales de moverse en la nueva dirección. Como esta dificultad excita los espíritus, surgen de aquí la admiración, la sorpresa y todas las emociones que nacen de la novedad, que es en sí misma agradable, como todo lo que vivifica el espíritu en un grado moderado. Sin embargo, aunque la sorpresa sea agradable en sí misma, como pone los espíritus animales en agitación, no sólo aumenta nuestras afecciones agradables, sino también las dolorosas, según el principio precedente de que toda emoción que precede o acompaña a una pasión se convierte fácilmente en ella. Por esto lo que es nuevo nos afecta más y nos produce más placer o más pena que la que, estrictamente hablando, le corresponde. Cuando se presenta varias veces se pierde la novedad, la pasión se calma, la agitación de los espíritus pasa y consideramos los objetos con mayor tranquilidad.
Por grados, la repetición produce la facilidad, que es otro principio poderoso del espíritu humano y una fuente infalible de placer cuando la facilidad no va más allá de ciertos límites. Es notable aquí que el placer que surge de una facilidad moderada no posee la misma tendencia que nace de la novedad, a aumentar tanto las afecciones agradables como las dolorosas. El placer o facilidad no consiste tanto en una fermentación de los espíritus como en su movimiento ordinario, que es a veces tan poderoso que puede convertir el dolor en placer y darnos un goce por lo que en un primer momento nos era más áspero y desagradable.
Sin embargo, del mismo modo que la facilidad convierte el dolor en placer, transforma frecuentemente el placer en dolor cuando es demasiado grande, y hace las acciones del espíritu tan débiles y lánguidas que ya no son apropiadas para interesarnos y mantenerse firmes. De hecho, rara vez se hacen desagradables por el hábito más que aquellos objetos que van acompañados naturalmente con alguna emoción o afección que se destruye por una repetición demasiado frecuente. Se pueden considerar las nubes, el cielo, los árboles y las piedras, aunque se presenten e, sin experimentar aversión alguna; pero cuando el bello sexo, la música o la buena comida, o alguna cosa que naturalmente pueda ser agradable, se hace indiferente, produce fácilmente la afección opuesta.
Sin embargo, el hábito no sólo concede la facilidad para realizar una acción, sino también una inclinación y tendencia hacia ella cuando no es enteramente desagradable y no puede ser el objeto de una inclinación. Y ésta es la razón de por qué la costumbre aumenta todos los hábitos activos, pero disminuye los pasivos, según la observación de un eminente filósofo ya muerto. La facilidad quita fuerza a los hábitos pasivos, haciendo el movimiento de los espíritus animales débil y lánguido.
Por el contrario, en los activos los espíritus se hallan agitados por sí mismos y la tendencia del espíritu les da una nueva fuerza y los inclina más vigorosamente a la acción.
Es notable que entre la imaginación y las afecciones existe una íntima relación y que nada de lo que afecta a la primera puede ser enteramente indiferente para las últimas. Siempre que las ideas del bien y del mal adquieren una nueva vivacidad, las pasiones se hacen más violentas y siguen a la imaginación en todas sus variaciones.
No determinaré si esto procede del principio arriba mencionado de que una emoción acompañante se convierte fácilmente en la predominante; es suficiente para mi propósito que tenemos muchos casos que confirman esta influencia de la imaginación sobre las pasiones.
Un placer que nos es conocido nos afecta más que algún otro que concedemos es superior, pero de cuya naturaleza somos totalmente ignorantes. Del uno podemos formarnos una idea particular y determinada; concebimos al otro bajo la noción general de placer, y es cierto que las ideas más generales y universales son las que menos influencia tienen sobre la imaginación. Una idea general, aunque no es más que una idea particular considerada desde un cierto punto de vista, es comúnmente más obscura, y esto porque la idea particular por la que representamos una general no se halla fijada ni determinada, sino que fácilmente puede ser cambiada por otras ideas particulares que servirán igualmente para la representación.
Hay un famoso episodio de la historia de Grecia que puede servir para nuestro presente propósito. Temístocles dijo a los atenienses que había concebido un designio que sería muy útil para el bien público; pero que le era imposible comunicárselo sin hacer fracasar su ejecución, pues el éxito dependía tan sólo del secreto con que fuese llevado a cabo. Los atenienses, en lugar de concederle plenos poderes para obrar como le pareciera conveniente, le ordenaron que comunicase su plan a Arístides, en cuya prudencia tenían entera confianza y a cuya opinión estaban resueltos a someterse ciegamente. El plan de Temístocles era el de incendiar secretamente la flota de todos los estados griegos, que se hallaba reunida en un puerto vecino, y la cual una vez destruida hubiera concedido a los atenienses la supremacía, sin rival alguno, en el mar. Arístides volvió a la asamblea y narró que nada sería más ventajoso que el plan de Temístocles, pero que al mismo tiempo nada sería más injusto, en vista de lo cual el pueblo unánimemente rechazó el proyecto.
Un historiador reciente admira este pasaje de la historia antigua como el más singular que pueda encontrarse en alguna parte. «Aquí -o son los filósofos, a quienes es fácil en sus escuelas establecer las más sutiles máximas y las más sublimes reglas de la moralidad, los que deciden que el interés no debe ser preferido a la justicia. Es un pueblo entero interesado en la proposición que se le hace -y que considera como de importancia para el bien público-, quien, sin embargo, la rechaza unánimemente, sin vacilación alguna, porque es contraria a la justicia.» Por mi parte no veo nada tan extraordinario en este proceder de los atenienses. Las mismas razones que hacen tan fácil para los filósofos establecer aquellas máximas sublimes tienden, en parte, a disminuir el mérito de una conducta tal de un pueblo. Los filósofos jamás eligen entre provecho y honradez, porque sus decisiones son generales y ni sus pasiones ni su imaginación se hallan interesadas en los objetos. Aunque en el presente caso la ventaja era inmediatamente para los atenienses, como ésta era conocida tan sólo por una idea general de ventaja, sin ser concebida por una idea particular, debía tener una influencia menos considerable sobre la imaginación y provocar una tentación menos violenta que si hubieran sido conocidas todas sus circunstancias; de otro modo sería difícil de concebir cómo un pueblo entero injusto y violento, como lo son comúnmente los hombres, se hubiera adherido a la justicia y hubiera rechazado un considerable provecho.
Una satisfacción que hemos experimentado hace poco, y de la cual tenemos un recuerdo fresco y reciente, actúa con más violencia sobre la voluntad que otra cuyas huellas se hayan debilitado y casi borrado. ¿De dónde procede esto más que de que la memoria, en el primer caso, ayuda a la fantasía y concede una fuerza y vigor adicional a sus concepciones? La imagen del placer pasado, por ser fuerte y violenta concede estas cualidades a la idea del placer futuro, que se halla enlazado con ella por una relación de semejanza.
Un placer que es conforme al género de vida en que hemos entrado excita más nuestros deseos y apetitos que otro extraño a él. Este fenómeno puede ser explicado por el mismo principio.
Nada es más capaz de producir una pasión en el espíritu que la elocuencia, por la que los objetos de aquélla se pintan con sus colores más intensos y vivos. Podemos reconocer por nosotros mismos que un objeto determinado es válido y otro odioso; pero hasta que el orador excita la imaginación y les da fuerza, estas ideas pueden tener tan sólo una influencia débil sobre la voluntad o las afecciones.
La elocuencia no es siempre necesaria. La simple opinión de otra persona, especialmente cuando está reforzada por la pasión, producirá una idea del bien o el mal que influya sobre nosotros, y que de otro modo sería totalmente olvidada. Esto procede del principio de la simpatía o comunicación y la simpatía no es, como yo he hecho observar, más que la conversión de una idea en una impresión por la fuerza de la imaginación.
Es notable que las pasiones vivaces generalmente acompañan a una imaginación vivaz. En este respecto, lo mismo que en otros, la fuerza de la pasión depende tanto del temperamento de la persona como de la situación del objeto.
Yo he hecho observar ya que la creencia no es más que una idea vivaz relacionada con una impresión presente. Esta vivacidad es la circunstancia requerida para excitar todas nuestras pasiones, tanto las tranquilas como las violentas; no tiene una mera ficción de la imaginación, ningún influjo considerable sobre las dos clases de pasiones, pues es demasiado débil para interesar al espíritu o ir acompañada de emoción.
Existe una razón clara de por qué algo que nos es contiguo en el espacio o en el tiempo debe ser concebido con una peculiar fuerza y vivacidad y sobrepujar a todo otro objeto en cuanto a su influencia sobre la imaginación. Nuestro yo nos es íntimamente presente, y todo lo que se halla relacionado con el yo debe participar de esta propiedad. Pero cuando un objeto se halla tan lejos que ha perdido la ventaja de esta relación, porque cuanto más lejos se halla su idea se hace más débil y obscura, requerirá de un examen más particular.
Es claro que la imaginación no puede olvidar totalmente los puntos del espacio y el tiempo, en los cuales existimos, sino que recibe frecuentes advertencias referentes a ellos por parte de las pasiones y sentidos; de modo que aunque dirija su atención a objetos extraños y remotos se ve obligada en cada momento a reflexionar sobre el presente. Es notable que al concebir los objetos que consideramos como reales y existentes los tomamos en su propio orden y situación y no pasamos jamás de uno a otro que esté distante de él sin recorrer, al menos rápidamente, todos los objetos que se hallan interpuestos entre ellos. Cuando reflexionamos, por consiguiente, sobre un objeto distante de nosotros, no sólo nos hallamos obligados a arle en un principio pasando a través de todos los espacios intermedios entre nosotros y el objeto, sino que debemos renovar este progreso en cada momento, siendo en cada instante llevados a considerarnos a nosotros mismos y a nuestra presente situación. Se concibe fácilmente que esta interrupción debe debilitar la idea rumpiendo la acción del espíritu e impidiendo que la concepción sea tan intensa y continua como cuando reflexionamos sobre objetos más próximos. Cuantos menos pasos hay que dar para llegar al objeto y cuanto más fácil es el camino menos se siente esta disminución de la vivacidad; pero puede ser aún observada, en mayor o menor proporción, cuando existen grados más elevados de distancia y dificultad.