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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

Tratado de la Naturaleza Humana (55 page)

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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-un león, un tigre, un gato, sus garras; un buey, sus cuernos; un perro, sus dientes; un caballo, sus cascos-, evitan cuidadosamente el herir a su compañero, aun cuando no tienen que temer su resentimiento, lo que es una prueba evidente de la experiencia que los animales tienen del dolor o placer de los otros.

Todo el mundo ha observado cuánto más se animan los perros cuando cazan juntos que cuando persiguen la caza separados, lo que evidentemente no puede proceder sino de la simpatía. Es también muy conocido de los cazadores que este efecto tiene lugar en un mayor grado, y aun en un grado demasiado alto, cuando se juntan dos jaurías que son extrañas entre sí. Quizá no podríamos explicar estos fenómenos si no tuviéramos experiencias de otros similares en nosotros mismos.

La envidia y la malicia son pasiones muy notables en los animales. Son quizá más corrientes que la piedad, por requerir menos esfuerzo de pensamiento e imaginación.

Parte Tercera - De la voluntad y las pasiones directas
Sección Primera - De la libertad y la necesidad.

Nos dirigimos ahora a explicar las pasiones directas o las impresiones que surgen inmediatamente del bien o del mal, del dolor o del placer. De este género son el deseo y la aversión, la pena y la alegría, la esperanza y el temor.

De todos los efectos inmediatos del dolor y el placer ninguno es más notable que la voluntad, y aunque, propiamente hablando, no puede ser comprendido entre las pasiones, siendo la plena inteligencia de su naturaleza y propiedades necesaria para la explicación de aquéllas, debemos investigarla aquí. Deseo que se observe que por voluntad no entiendo más que la impresión interna que sentimos y de que somos conscientes cuando a sabiendas hacemos que se produzca un nuevo movimiento de nuestro cuerpo o una nueva percepción de nuestro espíritu. Esta impresión, lo mismo que las precedentes, del orgullo y humildad, amor y odio, es imposible de definir y no necesita ser descrita más ampliamente; razón por la cual prescindimos de aquellas definiciones y distinciones con las que los filósofos acostumbran más a confundir que a aclarar la cuestión, y entrando de lleno en el asunto, examinaremos la cuestión, tan largo tiempo debatida, referente a la libertad y la necesidad, que se presenta de un modo tan natural al tratar de la voluntad.

Por todos se reconoce que las acciones de los cuerpos externos son necesarias y que en la comunicación de su movimiento, en su atracción y mutua conexión no existen ni los más pequeños rastros de indiferencia o libertad. Cada objeto se halla determinado de un modo absoluto en el grado y dirección de su movimiento, y es tan incapaz de apartarse de la línea precisa en que se mueve como de convertirse por sí mismo en un ángel, un espíritu o una substancia superior. Por consiguiente, las acciones de la materia pueden ser consideradas como ejemplos de acciones necesarias, y todo lo que en este respecto sea análogo a la materia debe ser reconocido como necesario. Para saber si sucede esto con las acciones del espíritu debemos comenzar examinando la materia y considerando sobre qué se funda la idea de la necesidad de sus operaciones y por qué concluimos que un cuerpo o acción es la causa infalible de otro.

Ha sido ya indicado que en ningún caso la conexión última de los objetos puede descubrirse ni por nuestros sentidos ni por nuestra razón, y que jamás podemos penetrar tan íntimamente en la esencia y construcción de los cuerpos que percibamos el principio del cual depende su mutua influencia. Sólo conocemos su unión constante, y s de esta constante unión de la que surge su necesidad. Si los objetos no tuviesen un enlace uniforme y regular entre sí, jamás llegaríamos a la idea de causa y efecto. En resumen: la necesidad, que forma parte de esta idea, no es mas que la determinación del espíritu para pasar de un objeto a su usual acompañante e inferir la existencia del uno de la del otro. Dos notas que debemos considerar son esenciales a la necesidad, a saber: la unión constante y la inferencia del espíritu, y siempre que las descubramos debemos reconocer la existencia de la necesidad. Dado que las acciones de la materia no poseen más necesidad que la que se deriva de estas circunstancias, y no es por una visión de la esencia de las cosas por lo que descubrimos su conexión, la ausencia de esta visión, si la unión e inferencia permanecen, no podrá en ningún caso suprimir la necesidad. La observación de la unión es la que produce la inferencia: de modo que será suficiente probar la constante unión de las acciones en el espíritu para establecer la inferencia y la necesidad de estas acciones.

Sin embargo, a fin de conceder una mayor fuerza a mi razonamiento debo examinar estas notas por separado, y probaré primero, por experiencia, que nuestras acciones tienen una unión constante con sus motivos, temperamentos y circunstancias, antes de que considere las inferencias que de ello obtenemos.

Para este fin, una ojeada ligera y general del curso corriente de la vida humana será suficiente. No hay respecto en que podamos considerarla que no confirme este principio. Si consideramos el género humano según la diferencia de sexos, de edad, de gobierno, de condición o de métodos de educación, podremos discernir la misma acción regular de los principios naturales. Iguales causas producen siempre iguales efectos, de la misma manera que en la acción mutua de los elementos y fuerzas de la naturaleza.

Existen diferentes árboles que con regularidad producen frutos cuyo sabor es diferente del de los otros, y esta regularidad será admitida como un ejemplo de la necesidad y de las causas en los cuerpos externos. Pero ¿son los productos de la Guyena y de la Champaña más regularmente diferentes que los sentimientos, acciones y pasiones de los dos sexos, de los cuales el uno se caracteriza por su fuerza y madurez y el otro por su delicadeza y suavidad? ¿Son quizá los cambios de nuestro cuerpo, desde la infancia hasta la vejez, más regulares y ciertos que los de nuestro espíritu y conducta? ¿Y será más ridículo quien espere que un niño a los cuatro años alcance el peso de trescientas libras que el que espere de un ser humano de esta edad un razonamiento filosófico o una acción prudente y bien concertada?

Debemos conceder ciertamente que la cohesión de las partes de la materia surge de principios naturales y necesarios, sea la que quiera la dificultad que podamos hallar para explicarlos, y por la misma razón debemos conceder que la sociedad humana se funda en principios semejantes, y nuestra razón en el último caso es aún más sólida que en el primero, porque no sólo observamos que los hombres buscan siempre la sociedad, sino que podemos explicar los principios sobre los que esta inclinación universal se funda. ¿Pues es más cierto que dos piezas de mármol se acoplarán que dos salvajes jóvenes de diferente sexo se unirán en el coito? ¿Surgirán los hijos más naturalmente de este coito que cuidarán los padres de su salud y seguridad? Y después de haber llegado a los años de libertad por el cuidado de sus padres, ¿son los inconvenientes que acompañan a su separación más ciertos que su previsión de estos inconvenientes y su cuidado para evitarlos por una estrecha unión y confederación?

La piel, poros, músculos y nervios de un jornalero son diferentes de los de un hombre de cualidad, y lo mismo acaece con sus sentimientos, acciones y maneras.

Las diferentes condiciones de la vida influyen en la estructura total externa e interna, y estas diferentes condiciones surgen necesariamente, es decir, uniformemente, de los principios uniformes y necesarios de la naturaleza humana. Los hombres no pueden vivir sin sociedad y no pueden asociarse sin un gobierno. El gobierno realiza la diferencia en la propiedad y establece los diferentes rangos de los hombres. Esto produce la industria, el tráfico, las manufacturas, el derecho, las guerras, ligas, alianzas, viajes, navegaciones, ciudades, flotas, puertos y todos aquellos objetos y aquellas acciones que producen una tal diversidad y al mismo tiempo mantienen una tal uniformidad en la vida humana.

Si un viajero, regresando de una remota comarca, nos narra que ha visto un clima en los cincuenta grados de latitud Norte en el que todos los frutos maduran y llegan a su perfección en invierno y no existen en verano, del mismo modo que en Inglaterra se producen y no existen en las estaciones contrarias, hallará pocos crédulos que le presten fe. Creo que un viajero encontraría algún crédito si no nos hablase de un pueblo exactamente del mismo carácter que el de la República de Platón, por un lado, o del Leviatán de Hobbes, por otro. Existe un curso general de la naturaleza en las acciones humanas lo mismo que en las actividades del Sol y del clima. Existe, pues, un carácter peculiar a las diferentes naciones y a las personas particulares, y del mismo modo un carácter común al género humano. El conocimiento de estos caracteres está fundado en la observación de una uniformidad de las acciones que nacen de ellos, y esta uniformidad constituye la verdadera esencia de la necesidad.

Puedo imaginar tan sólo un modo de eludir este argumento, que es negar la uniformidad en las acciones humanas, sobre la que se funda. En tanto que las es presenten una unión y conexión constante con la condición y el temperamento del agente, aunque de palabra rehusemos el reconocer esta necesidad, realmente la concedemos. Ahora bien: algunos pueden hallar quizá un pretexto para negar esta unión y conexión según regla. ¿Pues qué hay más caprichoso que las acciones humanas? ¿Qué más inconstante que los deseos del hombre? ¿Y qué criatura se separa más ampliamente, no sólo de la recta razón, sino de su propio carácter y disposición? Una hora, un momento, es suficiente para hacerle pasar de un extremo a otro y derribar lo que cuesta gran trabajo y pena establecer. La necesidad es regular y cierta. La conducta humana es irregular e incierta. Por consiguiente, la una no procede de la otra.

A esto replico que al juzgar acerca de las acciones de los hombres debemos proceder basándonos en las mismas máximas que cuando razonamos acerca de los objetos externos. Cuando algunos fenómenos se hallan unidos constante e invariablemente entre sí adquieren una tal conexión en la imaginación, que ésta pasa de uno a otro sin la menor duda o vacilación. Sin embargo, existen varios grados inferiores de evidencia y probabilidad, y no destruye nuestro razonamiento una sola contrariedad en la experiencia. El espíritu considera los experimentos contrarios; descontando el inferior del superior, procede con el grado de seguridad o evidencia que queda. Aun cuando los experimentos contrarios son iguales en número a los otros, no omitimos la noción de causas y necesidad, sino que suponiendo que la contrariedad usual procede de la acción de causas contrarias y ocultas, concluimos que el azar o indiferencia reside tan sólo en nuestro juicio por nuestro conocimiento imperfecto, no en las cosas mismas, que son en todo caso igualmente necesarias, aunque en apariencia no igualmente constantes o ciertas. Ninguna unión puede ser más constante y cierta que la de algunas acciones con algunos motivos y caracteres, y si en otros casos la unión es incierta, no es esto más que lo que sucede en las actividades de los cuerpos, y nada podemos concluir de una irregularidad que no se siga igualmente de la otra.

Se concede comúnmente que los dementes no son libres. Sin embargo, si juzgamos por sus acciones, éstas presentan menos regularidad y constancia que las de un hombre cuerdo, y, por consiguiente, se hallan más distanciadas de la necesidad.

Nuestra manera de pensar en este particular, por consiguiente, carece en absoluto de consistencia, y es una consecuencia natural de estas ideas confusas y términos inidos que usamos comúnmente en nuestros razonamientos, especialmente en el presente asunto.

Debemos mostrar ahora que puesto que la unión entre motivos y acciones tiene la misma constancia que en una actividad natural su influencia sobre el entendimiento es, pues, la misma, determinándole a inferir la existencia de las unas de la de los otros. Si esto es así, no habrá circunstancia conocida que integre la conexión y producción de las acciones de la materia que no se halle en todas las operaciones del espíritu, y, por consiguiente, no podemos, sin un absurdo manifiesto, atribuir a la una necesidad y negársela a la otra.

No existe filósofo alguno cuyo juicio sea tan inclinado a este fantástico sistema de libertad que no admita la fuerza de la evidencia moral y que tanto en la especulación como en la práctica no proceda basándose en ella como sobre un fundamento razonable. Ahora bien: la evidencia moral no es más que una conclusión concerniente a las acciones de los hombres derivada de la consideración de sus motivos, temperamentos y situación. Así, cuando yo veo ciertas figuras o caracteres trazados sobre un papel infiero que la persona que los ha producido quiso afirmar hechos tales como la muerte de César, los triunfos de Augusto o la crueldad de Nerón; y recordando otros muchos testimonios concurrentes concluimos que estos hechos existieron realmente en otro tiempo y que tantos hombres, sin ningún interés por ello, no pueden aspirar a engañarnos, pues especialmente, al intentarlo, se expondrían a las burlas de sus contemporáneos, ya que entonces estos hechos eran recientes y universalmente conocidos. El mismo género de razonamiento se emplea en la política, la guerra, el comercio, la economía, y de hecho se entreteje de tal modo con la vida humana, que es imposible obrar o subsistir un momento sin recurrir a él. Un príncipe que impone una contribución a sus súbditos espera que será pagada. Un general que conduce un ejército cuenta con un cierto grado de valor. Un comerciante confía en la fidelidad y pericia de su factor o sobrecargo. Un hombre que da órdenes para una comida no duda de la obediencia de sus criados. En resumen: como nada nos atañe más inmediatamente que nuestras propias acciones y las de los otros, la mayor parte de nuestro razonamiento se emplea en razonamientos concernientes a ellas. Ahora yo afirmo que siempre que razonamos de esta manera debemos creer ipso facto que las acciones de la voluntad surgen de la necesidad y que el que lo niega no se da cuenta exacta de lo que rechaza.

Todos estos objetos, de los que al uno llamamos causa y al otro efecto, considerados en sí mismos son diferentes y separados el uno del otro como dos cosas en la Naturaleza, y no podemos, ni con la más exacta indagación de ellos, inferir la existencia del uno de la del otro. Tan sólo por experiencia y observación de su unión constante somos capaces de realizar esta inferencia, y aun, después de todo, la inferencia no es más que el efecto del hábito sobre la imaginación. Debemos no contentarnos aquí diciendo que la idea de causa y efecto surge de objetos constantemente unidos, sino que se debe afirmar que es idéntica con la idea de estos objetos y que la conexión necesaria no es descubierta por una conclusión del entendimiento, sino que es meramente una percepción del espíritu. Siempre que, por consiguiente, observamos la misma unión, y siempre que la unión actúa de la misma manera sobre la creencia y la opinión, tenemos la idea de causa y necesidad, aunque quizá os estas expresiones. El movimiento de un cuerpo es seguido, en todos los casos pasados que han caído bajo nuestra observación, mediante el choque de movimiento en otro. Es imposible para el espíritu ir más lejos. De esta unión constante forma la idea de causa y efecto y por su influencia siente la necesidad. Es excusado ya preguntar si existe la misma constancia y la misma influencia en lo que llamamos evidencia moral. Lo que queda sólo puede ser una disputa de palabras.

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