Read Tratado de la Naturaleza Humana Online
Authors: David Hume
Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia
Aquí existe, pues, una especie de piedad invertida o de sensaciones contrarias, que surgen en el espectador de las que son experimentadas por la persona que él tiene en cuenta. En general podemos observar que en todo género de comparación un objeto nos hace obtener de otro con el que es comparado una sensación contraria a la que surge de él mismo en su consideración directa e inmediata. Un objeto pequeño hace que uno grande aparezca aún más grande. Un objeto grande hace que uno más pequeño aparezca aún más pequeño. La fealdad por sí misma produce desagrado; pero nos proporciona un nuevo placer por su contraste con un objeto bello cuya belleza se aumenta por ella, lo mismo que, por otra parte, la belleza, que por sí misma produce placer, nos hace recibir un nuevo dolor por el contraste con algo feo cuya fealdad aumenta. Por consiguiente, debe suceder lo mismo con la felicidad y desgracia. La consideración directa del placer de otra persona nos produce, naturalmente, placer, y en consecuencia produce dolor cuando se le compara con el nuestro. El dolor de otro es en sí doloroso para nosotros; pero aumentando la idea de nuestra felicidad nos proporciona placer.
No parecerá extraño que experimentemos una sensación invertida frente a la felicidad y desgracia de los otros, puesto que hallamos que la misma comparación puede suscitar en nosotros una especie de malicia con respecto a nosotros mismos y hacer que nos alegremos de nuestras penas y nos entristezcamos por nuestros placeres. Así, la consideración de nuestros dolores pasados es agradable si nos hallamos satisfechos con nuestra condición presente, del mismo modo que, por otra parte, nuestros placeres pasados nos producen pena cuando no gozamos en el presente nada igual a ellos. La comparación, siendo la misma que cuando reflexionamos sobre los sentimientos de los otros, debe producir los mismos efectos.
Es más aún, una persona puede extender esta malicia hacia sí hasta su presente fortuna y llevarla tan lejos que busque a designio aflicción y aumente sus dolores y tristezas. Esto puede suceder en dos ocasiones. Primero: con motivo de la desgracia y desventura de un amigo o persona querida. Segundo: con motivo de los remordimientos por un crimen del que se es culpable. Del principio de la comparación es de donde surgen estos dos deseos del mal. Una persona que se concede un placer mientras su amigo se halla presa de la aflicción experimenta el dolor reflejado por su amigo más sensiblemente por la comparación con el placer originario de que él goza. Este contraste, de hecho puede también vivificar el placer presente. Sin embargo, cuando se supone que la pena es la pasión dominante, toda adición cae de este lado y se resuelve en ella, sin actuar lo más mínimo sobre la afección contraria. Lo mismo acontece con las penalidades que un hombre se inflige a sí mismo por sus pecados y faltas pasadas. Cuando un criminal reflexiona sobre las penalidades que merece, la idea de éstas es aumentada por la comparación con su presente comodidad y satisfacción, de modo que le fuerza en cierto modo a buscar el dolor para evitar un contraste tan desfavorable.
Este razonamiento explicará el origen de la envidia lo mismo que el de la malicia. La única diferencia entre estas pasiones está en que la envidia es despertada por un goce presente de otra persona, que por comparación disminuye la idea del nuestro propio, mientras que la malicia es el deseo no provocado de producir mal a otro para obtener un placer por comparación. El goce que es objeto de la envidia es comúnmente superior al nuestro. Una superioridad parece obscurecernos y presenta una comparación desagradable. Sin embargo, aun en el caso de inferioridad por parte de los otros deseamos una mayor diferencia para aumentar más la idea de nosotros mismos. Cuando esta diferencia disminuye, la comparación es menos ventajosa para nosotros, y, por consecuencia, nos proporciona menos placer y hasta es desagradable. De aquí surge la especie de envidia que los hombres sienten cuando ven que sus inferiores los alcanzan o superan en la persecución de la gloria y felicidad. En esta envidia podemos ver los efectos de la comparación reduplicados. Un hombre que se compara con su inferior obtiene un placer de esta comparación, y cuando la inferioridad disminuye por la elevación del inferior, lo que sería sólo una disminución de placer, se convierte en un dolor real por una nueva comparación con su condición precedente.
Es digno de hacer observar, en lo que concierne a la envidia que surge de la superioridad de los demás, que no es la desproporción entre nosotros y los otros la que la produce, sino, por el contrario, nuestra proximidad. Un soldado raso no siente una envidia de este género con respecto a su general como con respecto al sargento o el cabo, y un escritor eminente no siente tantos celos de un mal escritor asalariado como de un autor que se halla más próximo en mérito a él. De hecho podría pensarse que cuanto más grande es la desproporción más grande debe ser el dolor producido por la comparación; pero podemos considerar, por otra parte, que una gran desproporción suprime la relación, y o nos impide compararnos con lo que es remoto a nosotros o disminuye los efectos de la comparación. La semejanza y la proximidad producen siempre una relación de ideas, y cuando destruimos estos enlaces, aunque otros accidentes puedan unir las ideas, como no poseen entonces un lazo o cualidad que las una en la imaginación, es imposible que permanezcan largo tiempo enlazadas o tengan una influencia recíproca considerable.
Para confirmar esto podemos hacer observar que la proximidad en el grado del mérito no es sólo suficiente para hacer surgir la envidia, sino que tiene que estar auxiliada por otras relaciones. Un poeta no se siente inclinado a envidiar a un filóo o a un poeta de diferente género o de diferente edad. Todas estas diferencias evitan o debilitan la comparación y, por consiguiente, la pasión.
Esta es también la razón de por qué todos los objetos aparecen grandes o pequeños meramente por comparación con los de la misma clase. Una montaña jamás aumenta o disminuye a nuestros ojos a mi caballo; pero cuando vemos juntos un caballo flamenco y otro galés, uno de ellos parece más grande o más pequeño que visto solo.
Por el mismo principio podemos explicar la indicación de los historiadores de que en una guerra civil cada uno de los partidos prefiere siempre llamar a un enemigo extranjero cuando se halla en peligro que someterse a sus conciudadanos.
Guieciardini aplica esta indicación a las guerras de Italia, donde las relaciones entre los Estados no son, por decirlo así, más que de nombre, lengua y contigüidad. Estas relaciones, cuando van unidas a una superioridad, haciendo la comparación más natural, la hacen más gravosa y llevan a los hombres a buscar alguna otra superioridad que no vaya acompañada de relación y que de este modo pueda tener una influencia menos sensible en la imaginación. El espíritu percibe rápidamente sus ventajas y desventajas, y al hallar que su situación es más molesta cuando va unida con otras relaciones busca el modo de librarse de ellas lo más posible por la separación y rompiendo la asociación de ideas que hacen la comparación mucho más natural y eficaz. Cuando no puede romper la asociación siente un deseo más fuerte de suprimir la superioridad, y ésta es la razón de por qué los viajeros son tan pródigos en sus alabanzas de chinos o persas y al mismo tiempo desprecian las naciones vecinas que se hallan sobre un pie de rivalidad con su tierra nativa.
Los ejemplos tomados de la Historia y la experiencia común son abundantes y curiosos; pero podemos hallar otros análogos en las artes y que no son menos notables. Si un autor compusiese un tratado con una parte seria y profunda y otra fácil y humorística, todo el mundo condenaría tan extraña mezcla y lo acusaría de olvidar todas las reglas del arte y de la estética. Estas reglas del arte se hallan fundadas en la naturaleza humana, y la cualidad de la naturaleza humana, que requiere consistencia en toda producción, es la que hace al espíritu incapaz de pasar en un momento de una pasión y disposición a otra completamente diferente. Esto no nos hace censurar a Mr. Prior por unir su Alma y su Salomón en el mismo volumen, aun cuando este admirable poeta ha tenido un perfecto éxito tanto en la alegría de la una como en la melancolía del otro. Aun suponiendo que el lector recorra estas dos composiciones sin un intervalo no hallará dificultad en el cambio de las pasiones. ¿Por qué? Porque considera estas producciones como enteramente diferentes, y por esta separación de las ideas interrumpe el progreso de las afecciones e impide que la una sea influida o contradicha por la otra.
Un designio heroico y otro burlesco unidos en la pintura serían monstruosos, y sin embargo colocamos dos pinturas de caracteres tan opuestos en la misma habitación, y hasta una junto a otra, sin el menor escrúpulo o dificultad.
En una palabra: las ideas no pueden afectarse las unas a las otras ni por comparación ni por las pasiones que produzcan separadamente, a menos que no estén unidas por alguna relación que pueda producir una fácil transición de ideas y, por consiguiente, de emociones o impresiones que acompañen a las ideas y puedan asegurar el paso de la imaginación al objeto de la otra. Este principio es verdaderamente notable, porque es análogo al que hemos observado como relativo a la vez al entendimiento y a las pasiones. Supongamos dos objetos que me son presentados y que no están enlazados por ningún género de relación. Supongamos que cada uno de estos objetos separadamente produce una pasión y que estas pasiones son en sí mismas contrarias: hallamos por experiencia que la falta de relación en los objetos o ideas impide la natural contrariedad de las pasiones y que la interrupción en la transición del pensamiento aparta las afecciones entre sí y evita su oposición. Sucede lo mismo con la comparación, y de estos dos fenómenos podemos, sin peligro de error, concluir que la relación de ideas debe favorecer la transición de las impresiones, pues su ausencia sola es capaz de evitarla y de separar lo que naturalmente se habría influido recíprocamente. Cuando la ausencia de un objeto o cualidad suprime un efecto usual o natural debemos concluir que su presencia contribuye a la producción del efecto.
Hemos intentado explicar la piedad y la malicia. Estas afecciones surgen de la imaginación, según la situación en que coloca sus objetos. Cuando nuestra fantasía considera directamente los sentimientos de los otros y participa profundamente de ellos nos hace sensibles a las pasiones que considera, pero en particular a las de tristeza y pena. Por el contrario, cuando comparamos los sentimientos de los demás con los nuestros propios experimentamos una sensación totalmente opuesta a la original, a saber: alegría por el dolor de los otros y pena por la alegría de los otros.
Esto es el único fundamento de las afecciones de piedad y malicia. Otras pasiones se funden después con ellas. Existe siempre una mezcla de amor o cariño con la piedad y de odio o cólera con la malicia. Sin embargo, debe confesarse que esta mezcla parece a primera vista contradictoria con mi sistema; pues como la piedad es un dolor y la malicia un placer que surge de la desgracia de los otros, la piedad debe producir en todos los casos odio y la malicia amor. Intentaré suprimir esta contradicción de la siguiente manera:
Para producir una transición de las pasiones se requiere una doble relación de impresiones e ideas, pues no es sólo suficiente una relación para producir este efecto; pero para que entendamos la fuerza total de esta doble relación debemos considerar que no es sola la presente sensación de dolor momentáneo la que determina el carácter de una pasión, sino su inclinación o tendencia entera desde el comienzo hasta el fin. Una impresión puede ser puesta en relación con otra no sólo cuando sus sensaciones son semejantes, como hemos expuesto en los precedentes casos, sino también cuando sus impulsos o direcciones son similares y correspondientes. Esto no puede tener lugar con respecto al orgullo y la humildad, porque éstas son sensaciones puras sin una dirección o tendencia a la acción. Por consiguiente, podemos hallar ejemplos de esta relación peculiar de impresiones en las afecciones que van acompañadas de cierto apetito o deseo, como el amor y el odio.
La benevolencia o el apetito que acompaña al amor es un deseo de felicidad para la persona amada y una aversión de su desgracia, lo mismo que la cólera o el apetito que acompaña al odio es un deseo de la desgracia para la persona odiada y una aversión de su felicidad. Por consiguiente, un deseo de la felicidad de otro y una aversión de su desgracia son idénticos con la benevolencia, y un deseo de su miseria y una aversión de su felicidad corresponden a la cólera. Ahora bien: la piedad es el deseo de la felicidad de otra persona y la aversión de su miseria, lo mismo que la malicia es el deseo contrario. La piedad, pues, se halla relacionada con la benevolencia y la malicia con la cólera, y así como la benevolencia la hemos hallado siempre unida con el amor por una cualidad natura y original y la cólera con el odio, se hallan enlazadas por esta cadena las pasiones de piedad y malicia con el amor y el odio.
Esta hipótesis se halla fundada en una experiencia suficiente. Un hombre que ha tomado la resolución, por algún motivo, de realizar una acción tiende naturalmente a toda consideración o motivo que pueda fortificar esta resolución y concederle autoridad e influencia sobre el espíritu. Para confirmarnos en un designio buscamos motivos que nazcan del interés, del honor, del deber. ¿Es, pues, extraordinario que la piedad y la benevolencia, la malicia y la cólera, siendo los mismos deseos surgiendo de diferentes principios, se mezclen tan completamente que lleguen a ser indistinguibles? Como la conexión entre benevolencia y amor, cólera y odio es original y primaria, no existe dificultad alguna.
Podemos añadir a este experimento otro, a saber: que la benevolencia y la cólera y, por consiguiente, el amor y el odio surgen cuando nuestra felicidad o desgracia dependen de la felicidad y desgracia de otra persona, sin ninguna relación ulterior.
No dudo de que este experimento parezca tan singular que nos excuse de detenernos un momento para considerarlo.
Supongamos que dos personas del mismo oficio buscan empleo en una ciudad que no es capaz de mantener a los dos, de modo que el éxito del uno es completamente incompatible con el del otro y que todo lo que es de interés para el uno es contrario para su rival, y viceversa. Supongamos, por otra parte, que dos comerciantes, aunque viviendo en diferentes partes del mundo, constituyen sociedad y que las ganancias o pérdidas de un socio son inmediatamente ganancias o pérdidas del otro socio, acompañando a ambos la misma fortuna. Es evidente que en el primer caso el odio se sigue siempre de la contrariedad de intereses y que en el segundo el amor surge de la unión. Veamos a qué principios podemos atribuir estas pasiones.