Read Tratado de la Naturaleza Humana Online
Authors: David Hume
Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia
El entendimiento sigue dos vías distintas, según que juzgue de la demostración o de la probabilidad, considere las relaciones abstractas de las ideas o aquellas relaciones de los objetos acerca de los cuales sólo nos informa la experiencia. Creo que difícilmente se afirmará que la primera especie de razonamiento por sí solo es siempre la causa de una acción. Como su propio dominio es el mundo de las ideas y como la voluntad nos coloca en el de las realidades, la demostración y la volición parecen por esto hallarse totalmente apartadas la una de la otra. Las matemáticas, de hecho son útiles en todas las operaciones mecánicas, y la aritmética lo es en casi todo arte y profesión; pero no es por sí mismas por lo que tienen influencia. La mecánica es el arte de regular los movimientos de los cuerpos para algún determinado fin o propósito, y la razón de por qué empleamos la aritmética para fijar las proporciones de los números es tan sólo que podemos descubrir las relaciones de su influencia y relación. Un comerciante desea saber la suma total de sus cuentas con una persona. ¿Por qué? Porque puede saber que la suma tendrá los mismos efectos al pagar su deuda e ir al mercado que las partidas particulares juntas. El razonamiento abstracto o demostrativo, por consiguiente, jamás influencia nuestras acciones sino tan sólo en la dirección de nuestro juicio referente a las causas y los efectos, lo que nos conduce a la segunda operación del entendimiento.
Es claro que cuando esperamos dolor o placer de un objeto sentimos, en consecuencia de ello, una emoción de aversión o inclinación y somos llevados a evitar o a buscar lo que nos produce sufrimiento o placer. Es claro que esta emoción no se detiene aquí, sino que, haciéndonos dirigir la vista hacia todas partes, percibe todos los objetos que se hallan enlazados con el originario por la relación de causa y efecto. Aquí el razonamiento tiene lugar para descubrir esta relación, y del mismo modo que varía nuestro razonamiento varía nuestra acción. Sin embargo, es evidente en este caso que el impulso no surge de la razón, sino que es sólo dirigido por ella. De la esperanza de dolor o placer es de donde la aversión o inclinación hacia un objeto nace, y estas emociones se extienden por sí mismas a las causas y efectos de este objeto tal como nos son indicadas por la razón y la experiencia. No nos interesaría lo más mínimo que unos objetos fueran causas y otros efectos si causas y efectos nos fueran indiferentes. Cuando los objetos mismos no nos afectan, su conexión no puede concederles influencia ninguna, y es claro que, puesto que la razón no es más que el descubrimiento de esta conexión, no pueden ser mediante ella los objetos capaces de interesarnos.
Puesto que la razón por sí sola no es capaz jamás de producir una acción o dar lugar a la volición, infiero que la misma facultad es incapaz de evitarla o de disputar sobre su preferencia con una pasión o emoción. Esta consecuencia es necesaria. Es imposible que la razón pueda tener el último efecto, de evitar la volición, más que por un impulso en la dirección contraria de nuestras pasiones, y este impulso, habiendo actuado solo, debería haber sido lo bastante fuerte para producir la volición.
Nada puede oponerse o retardar el impulso de la pasión más que un impulso contrario, y si este impulso contrario surge siempre de la razón, esta última facultad debe tener una influencia original sobre la voluntad y debe ser capaz tanto de causar como de impedir una volición o un acto. Pero si la razón no tiene una influencia original no es posible que resista a un principio que posee una eficacia de este géo o que mantenga en suspenso el espíritu un momento. Así, resulta que el principio que se opone a nuestra pasión no puede ser la razón, y se le llama así tan sólo impropiamente. No hablamos de un modo estricto y filosófico cuando exponemos el combate de la razón y la pasión. La razón es y sólo puede ser la esclava de las pasiones y no puede pretender otro oficio más que servirlas y obedecerlas. Como esta opinión puede aparecer extraordinaria no será inadecuado el confirmarla por algunas otras consideraciones.
Una pasión es una existencia original o, si se quiere, la modificación de una existencia, y no contiene ninguna cualidad representativa que la haga copia de otra existencia o modificación. Cuando estoy indignado me hallo poseído de una pasión, y esta emoción no contiene más referencia a otro objeto que cuando yo estoy o, enfermo o soy más alto que cinco pies. Es imposible, por consiguiente, que esta pasión pueda ser opuesta o contradictoria con la verdad o la razón, puesto que esta contradicción existe en la discordancia entre las ideas, consideradas como copias, y los objetos que representan.
Lo que a primera vista puede ocurrirse con respecto a este asunto es que nada puede ser contrario a la verdad o a la razón excepto lo que tiene una referencia a ella, y como los juicios de nuestro entendimiento sólo poseen esta referencia se sigue que las pasiones sólo pueden ser contrarias a la razón cuando van acompañadas de algún juicio u opinión. Según este principio, que es tan claro y natural, puede una afección ser considerada irracional en dos únicos sentidos. Primeramente, cuando una ión, como la esperanza o el temor, la tristeza o la alegría, la desesperación o la seguridad, se funda en el supuesto de la existencia de los objetos que realmente no existen.
Segundo, cuando al actuar una pasión en la acción y al buscar medios suficientes para el fin apetecido nos engañamos en nuestro juicio relativo a las causas y efectos.
Cuando la pasión ni se halla fundada en falsos supuestos ni escoge medios insuficientes para su fin, el entendimiento no puede ni justificarla ni condenarla. No es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero al arañazo de mi dedo.
No es contrario a la razón, para mí, preferir mi total ruina para evitar el menor sufrimiento a un indio o a un hombre totalmente desconocido. Tampoco es contrario a la razón el preferir lo mío, aunque reconocido como menos bueno, a lo que es mejor y experimentar una más ardiente afección por lo primero que por lo último.
Un bien insignificante puede en ciertas circunstancias producir un deseo superior al que surge del goce más grande y valioso, y no hay nada que sea más extraordinario en esto que el ver en la mecánica que una libra de peso equivale a cien por la ventaja de su situación. En breve, una pasión debe ir acompañada de algún juicio falso para ser irracional, y aun así no es, propiamente hablando, la pasión irracional, sino el juicio.
Las consecuencias son evidentes. Puesto que una pasión no puede de ningún modo llamarse irracional más que cuando se funda en un falso supuesto o escoge medios insuficientes para su apetecido fin, es imposible oponer razón y pasión y hacerlas concurrir en la dirección de la voluntad y las acciones. En el momento en que percibimos la falsedad de un supuesto o la insuficiencia de los medios, nuestras pasiones se someten a la razón sin oposición. Puedo desear un fruto como de excelente sabor; pero si se me convence de que estoy en un error mi deseo cesa. Puedo querer la realización de ciertas acciones como medios para obtener un bien deseado; pero como mi deseo de estas acciones es solamente secundario y se funda en el supuesto de que son causas del efecto apetecido, tan pronto como descubro la falsedad de este supuesto deben convertirse en indiferentes para mí.
Es propio de aquel que no examina los objetos desde el punto de vista de una estricta filosofía el imaginar que son idénticas las acciones del espíritu cuando no producen una diferente sensación y no se pueden distinguir inmediatamente por el sentimiento y la percepción. La razón, por ejemplo, actúa sin producir una emoción sensible, y excepto en las más sublimes disquisiciones de la filosofía o en las frívolas sutilidades de las escuelas, rara vez despierta un placer o dolor. De aquí procede que toda acción del espíritu que actúa con la misma calma y tranquilidad se confunde con la razón por aquellos que juzgan de las cosas por su primer aspecto y apariencia. Ahora bien: es cierto que existen ciertos deseos y tendencias tranquilos que aunque son pasiones reales producen tan sólo una pequeña emoción en el espíritu y son más conocidos por sus efectos que por su sentimiento o sensación inmediata.
Estos deseos son de dos géneros: o ciertos instintos implantados originariamente en nuestra naturaleza, como benevolencia y resentimiento, amor de la vida, cariño de los hijos, o el deseo general del bien y la aversión del mal, considerados meramente como tales. Cuando alguna de estas pasiones se presenta de un modo tranquilo y no causa agitación en el alma, se la toma muy fácilmente por una determinación de la razón y se supone que procede de la misma facultad que juzga de la verdad y la falsedad. Su naturaleza y principios se han supuesto los mismos porque sus sensaciones evidentemente no son diferentes.
Además de estas pasiones tranquilas que determinan la voluntad existen ciertas emociones violentas del mismo género que tienen igualmente una gran influencia sobre esta facultad. Cuando recibo una injuria por parte de otro experimento frecuentemente una pasión violenta o resentimiento, que me hace desear su mal o castigo independientemente de todas las consideraciones de placer y ventaja para mí mismo. Cuando me hallo amenazado de un grave daño, mis terrores, aprensiones y aversiones alcanzan una gran intensidad y producen una emoción sensible.
El error común a todos los metafísicos está en adscribir la dirección de la voluntad enteramente a uno de estos principios y suponer que los otros no poseen influencia. Los hombres obran a veces a sabiendas contra sus propios intereses, razón por la que la consideración del mayor bien posible no los impulsa siempre. Los hombres frecuentemente luchan con una pasión violenta en la prosecución de sus intereses y designios: no es, pues, el dolor presente tan sólo el que los determina en la acción.
En general podemos observar que estos dos principios actúan sobre la voluntad, y que cuando son contrarios, que uno de ellos prevalece, según el carácter general y la disposición presente de la persona. Lo que llamamos fortaleza de alma implica la prevalencia de las pasiones tranquilas sobre las violentas, aunque podemos fácilmente observar que no existe hombre que posea tan constantemente esta virtud hasta el punto de no ceder en alguna ocasión a las solicitaciones de las pasiones y deseos. De estas diversidades de carácter procede la gran dificultad para decidir en lo que concierne a las acciones y resoluciones de los hombres cuando existe alguna oposición de motivos y pasiones.
No existe en filosofía un asunto más elegante que la especulación de las diferentes causas y efectos de las pasiones tranquilas y violentas. Es evidente que las pasiones no influencian la voluntad en proporción de su violencia o de la agitación que despiertan en el estado de ánimo, sino que, por el contrario, cuando una pasión ha llegado a ser un principio habitual de acción y constituye la inclinación predominante del alma no produce ya una agitación sensible. Un hábito repetido y la fuerza que le es propia han hecho que todo se someta a él; dirige las acciones y conducta sin la oposición y emociones que naturalmente acompañan a todo gusto momentáneo y pasión. Debemos, por consiguiente, distinguir entre una pasión tranquila y una débil y entre una violenta y una fuerte. A pesar de esto, es cierto que cuando queremos dirigir a un hombre y llevarle a la acción será comúnmente más hábil el despertar sus pasiones violentas que sus pasiones tranquilas y más bien guiarle valiéndose de su inclinación que de lo que vulgarmente se llama la razón. Debemos colocar el objeto en situación tal que sea apropiado para aumentar la violencia de la pasión; pues podemos observar que todo depende de la situación del objeto y que una variación en este respecto será capaz de transformar las pasiones tranquilas en violentas.
Estos dos géneros de pasiones buscan el bien y huyen del mal, y ambas son aumentadas o disminuidas por el aumento o disminución del bien o el mal. Pero aquí está la diferencia entre las dos: el mismo bien que próximo causaría una pasión violenta, estando remoto produciría tan sólo una tranquila. Como este asunto pertenece propiamente a la cuestión presente referente a la voluntad, debemos considerarlo aquí a fondo y determinar algunas de las circunstancias y situaciones de los objetos que hacen a una pasión tranquila o violenta.
Es una propiedad notable de la naturaleza humana que una emoción que acompaña a una pasión es fácilmente convertida en ella aunque con respecto a sus naturalezas sean originariamente diferentes y aun contrarias las unas a las otras. Es cierto que para que se realice una perfecta unión entre las pasiones se requiere una doble relación de impresiones e ideas y que una sola relación no es suficiente para este propósito. Sin embargo, aunque esto esté confirmado por una experiencia indudable, debemos tomarlo con sus propias limitaciones y debemos considerar la doble relación tan sólo como requerida para hacer que una pasión produzca otra. Cuando dos pasiones están ya producidas por sus causas separadas y las dos se hallan presentes al espíritu, se mezclan y unen prestamente aunque no tengan más que una relación o no posean ninguna. La pasión predominante se asimila la más débil y la convierte en sí misma. Los espíritus animales, una vez excitados, reciben fácilmente un cambio en su dirección, y es natural imaginar que este cambio proviene de la afección que prevalece. La conexión es en muchos respectos más íntima entre dos pasiones que entre una pasión y el estado de indiferencia.
Cuando una persona se halla profundamente enamorada, las pequeñas faltas y caprichos de su amante, los celos y querellas, a los que estas relaciones están tan sujetos, aunque desagradables y relacionados con la cólera y el odio, conceden una fuerza adicional a la pasión predominante. Es un artificio común de los estadistas, cuando desean afectar mucho a una persona por un asunto sobre el que quieren informarla, excitar primeramente su curiosidad, aplazar todo lo posible el satisfacerla, y por este medio hacer surgir la ansiedad e impaciencia hasta su grado más alto, antes de dar una plena declaración acerca del asunto. Saben que esta curiosidad los precipitará en la pasión que quieren que surja, y auxilian al objeto en cuanto a su influencia en el espíritu. Un soldado avanzando en la batalla se halla, naturalmente, lleno de valor y confianza cuando piensa en sus amigos y compañeros y lleno de terror y miedo cuando piensa en el enemigo. Toda nueva emoción, por consiguiente, que procede de los primeros aumenta, como es natural, el valor, de la misma manera que una emoción idéntica, procediendo del último, aumenta el miedo, por la relación de ideas y la conversión de la emoción inferior en la predominante. Por esto en la disciplina marcial la uniformidad y el brillo de nuestro traje, la regularidad de las figuras y movimientos, con toda la pompa y majestad de la guerra, nos animan a nosotros y nuestros aliados, mientras que los mismos objetos en los enemigos despiertan terror en nosotros, aunque sean en sí agradables y bellos.