Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
Yo voy al timón...
Para mí no existe sensación mayor que la de ir a la vela; es lo que aproxima más al hombre a los pájaros – exceptuando, claro está, aquellas cosas que se sueñan – Las alas del viento desencadenado parecen llevarnos a lugares de maravillas, ya no se es una ínfima y miserable partícula de arcilla hecha para arrastrarse penosamente; uno forma parte de la Naturaleza; nuestro corazón late contra el suyo; sus gloriosos brazos nos rodean y nos atraen; nuestro espíritu y el de ella son uno; nuestros miembros se aligeran; la voz del viento canta en nuestros oídos; la tierra parece más distante e insignificante, y las nubes tan cerca de nuestras cabezas... son nuestras hermanas y uno alarga los brazos para estrecharlas amorosamente.
El río era nuestro, absolutamente nuestro; a lo lejos, a gran distancia, se divisa una barca, anclada en el centro de la corriente y ocupada por tres pescadores; nosotros apenas rozábamos las aguas, pasando al lado de los frondosos márgenes envueltos en profundo silencio.
Yo iba al timón...
Parecíamos caballeros de alguna vieja leyenda, navegando en algún fantástico lago hacia el reino desconocido del ocaso, hacia las tierras de la puesta de sol... empero no fue al reino desconocido de las sombras a donde llegamos, sino – rectos como una flecha – a la barcaza de los tres respetables ancianos que pescaban con caña. De primer momento, no supimos lo ocurrido, pues la vela nos privaba la vista, pero después, dada la clase de lenguaje que rompió la paz del atardecer, comprendimos que nos hallábamos próximos a unos seres humanos que se sentían positivamente furiosos por haber sido molestados con nuestra presencia.
Harris recogió la vela y entonces nos dimos cuenta de los hechos: los tres honorables ancianos habían caído de sus sillas, formando una humana pirámide, en el fondo de la barca, y estaban esforzándose penosamente para zafarse unos de otros y recoger el pescado que les cubría; durante estas nuevas operaciones de pesca no cesaban de maldecirnos, no con palabras corrientes, sino con maldiciones premeditadas que cubrían todos los amplios horizontes de nuestras vidas, alargándose hasta el futuro e incluyendo a nuestros parientes y todo lo que con ellos se relacionaba.
El bueno de Harris les dirigió la palabra, diciéndoles cuán reconocidos nos debían estar por ese poco de emoción en su monótona tarea de pescar durante todo un día, añadiendo que le sorprendía y le dolía al mismo tiempo que unos hombres de su edad se dejaran llevar por el genio. Sin embargo... sus palabras no tuvieron éxito.
— Por lo que a mí respecta – dijo Jorge – me encargo del timón. De un cerebro como el de Jerome, vacío y absurdo, no puede esperarse el esfuerzo que requiere gobernar una barca... Alguien como yo... humano y sencillo, va a encargarse de esto antes de que nos ahoguemos...
Y se encargó del timón, llevándonos hasta Marlow, donde dejamos el bote debajo del puente, yendo a pasar la noche en la “Corona”.
Marlow. –La abadía de Bisham. –Los monjes de Medmenham. –Montmorency planea el asesinato de un gato... -... sin embargo, decide perdonarle la vida. –Vergonzosa conducta de un fox terrier en los Civil Service Stores. –Nuestra salida de Marlow. –Imponente cortejo. –Remedio útil para entorpecer las actividades de las embarcaciones a vapor. –Rehusamos bebernos el río. –Un ejemplar canino saturado de dulce placidez. –Extraña desaparición de Harris y un pastel.
Marlow es uno de los más deliciosos lugares del río, una pequeña ciudad, animada, inquieta; ciertamente, no es demasiado pintoresca en conjunto, pero tiene muchos rincones de gran atractivo que son como arcos en el puente del Tiempo que permiten a nuestra fantasía retornar a las épocas cuando Marlow Manor tenía por señor a Algar el Sajón, antes de ser conquistado por Guillermo y cedido a la reina Matilde; antes de pasar a las manos de los condes de Warwich y a las de lord Paget, el Flexible, sutil consejero de cuatro soberanos...
Si después de dedicarse al canotaje se sienten deseos de pasear, los alrededores de Marlow son sencillamente encantadores; al pasar Cookham, cerca de los Quarry Woods, hay un paraje de maravilla... ¡Viejo Quarry Woods... con vuestros estrechos y empinados senderos y vuestros tortuosos caminitos, cómo me parecéis perfumados por el recuerdo de los veranos soleados!...
¡Que apariciones más gozosas ofrecen a menudo vuestras sombrías perspectivas!.. ¡Cuán dulcemente se oyen, entre vuestras susurrantes hojas, las broncas voces de antaño!...
Remontándose de Marlow a Sonning quizá se goza de más espectacular belleza. A media milla del puente de Marlow se pasa delante de la antigua y magnífica abadía de Bisham, cuyas pétreas paredes se conmovieron con el eco de los clamores de los templarios y dieron cobijo a Ana de Cleves y más tarde a la reina Isabel.
Esta abadía es rica en recuerdos melodramáticos y contiene un dormitorio guarnecido en tapicerías y una cámara secreta oculta entre las espesas paredes. El espectro de Lady Holy, que maltrató a su hijito hasta la muerte, aun se pasea por las noches, intentando lavar sus manos en una imaginaria jofaina.
Warwich, el forjador de reyes, descansa aquí sin preocuparse sobre cosas tan poco importantes como los reyes terrenales, y a su lado también reposa Salisbury, que tan excelente servicio rindió en Poitiers.
Antes de la abadía – casi en las mismas orillas del río – se encuentra la iglesia de Bisham, y si por casualidad existe algún monumento funerario digno de ser visitado, este privilegio pertenece por derecho propio a las tumbas y mausoleos de este sagrado lugar. Y mientras se deslizaba en su frágil barca, cabe los frondosos árboles de Bisham, el gran poeta Shelley – que entonces moraba en Marlow, donde puede visitarse su casa sita en West Street – compuso aquel magnífico poema titulado “The revolt of Islam”.
Un poco más arriba, en Hurley Weir, el paisaje adquiere belleza tal que a menudo he pensado que se podría permanecer un mes contemplando su poético aspecto y aun así faltaría tiempo para aquilatar su indescriptible encanto. La ciudad de Hurley, a cinco minutos de la esclusa, es el más antiguo lugar del río, pues data, y para decirlo utilizaremos las mismas pintorescas expresiones de antaño, “de los tiempos de los reyes Sebert y Offa”.
Una vez pasada la esclusa, siempre remontando el curso del río, se encuentra Danes Field, donde los daneses invasores acamparon durante su marcha hacia Gloucerstershire, y un poco más arriba, en un delicioso recodo, se alzan las ruinas de la abadía de Medmenham. Los célebres monjes de Medmenham, o “El club del fuego eterno”, como les llamaban vulgarmente, del cual era miembro el demasiado famoso Wilkes, formaban una cofradía cuya divisa era “Haced todo lo que queráis”. Por cierto que esta tentadora sugerencia aun es legible en las ruinas de lo que fue la entrada.
Muchos años antes de existir esta falsa abadía y su congregación de irreverentes mozallones, se alzó en el mismo sitio un monasterio de reglas mucho más severas, cuyos monjes pertenecían a una orden bastante opuesta a la de los alegres compadres que los sucedieron quinientos años después. Los monjes del Cister, cuya abadía se alzaba allí mismo durante el siglo XIII, no llevaban suntuosos trajes sino túnicas de burdas estameñas, cuyo único adorno – si a ello podía llamarse así – eran pesadas capuchas; no podían comer carne, ni pescados ni huevos; dormían encima de paja y se levantaban a media noche a rezar maitines; las horas del día las repartían entre el trabajo, la oración y la lectura, y sobre sus vidas pesaba un silencio solemne, sepulcral, que sólo la muerte rompía, pues no podían pronunciar ni una sola palabra... Silencio... silencio... siempre silencio. Sí, era una orden bien austera... unas vidas bien solitarias en ese rincón donde Dios había derramado tanto encanto y donde todo hablaba quedamente de la alegría de vivir... Extraña cosa que las voces de la naturaleza, la suave cadencia de las aguas, los balbuceos de las altas hierbas, la música de la brisa al deslizarse entre las hojas de los árboles, no les hubieran enseñado otro sentido de la vida... Durante días y días esperaban oír una voz celestial, y durante días y días esa misma voz no cesaba de hablarles y no sabían oírla...
Desde Medmenham hasta la graciosa esclusa de Hambledon, el río está lleno de serena belleza, pero después de pasar Greenlands – la poco interesante residencia de mi agente de ventas (un anciano caballero que puede ser visto a menudo durante el verano, remando vigorosamente o charlando amablemente con algún viejo guarda de las esclusas) – hasta pasado Henley, el paisaje es francamente monótono.