Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
Por lo que pudimos apreciar, confeccionar un plato de huevos revueltos constituye un trabajo verdaderamente abrumador; al acercarse a la sartén, se quemaba; tiraba lo que traía entre manos, sacudíase los dedos y llenaba de feroces invectivas a los ingredientes de su preparación culinaria. Cada vez que dirigíamos nuestra vista hacia él, se hallaba ocupado en una de estas tres operaciones, y aunque de momento pensamos que esto formaba parte de los preparativos, nuestra ingenua confianza fue luego disipándose ligeramente.
Harris no sabía exactamente lo que eran huevos revueltos y nosotros imaginábamos que debía ser algún manjar de los pieles rojas o bien una especialidad de los habitantes indígenas de la islas Sándwich, cuya preparación requería danzas y cánticos rituales para que los dioses propicios se dignasen actuar.
Al pobre Montmorency se le ocurrió asomar la nariz a la sartén, y como en ese momento la grasa saltara, le quemó su apéndice nasal; entonces nos dio una sesión de bailes y canciones perrunas, con alguna que otra maldición canina, realmente interesantes. Sí, la preparación de este plato fue una de las más notables y emocionantes operaciones que he presenciado en todos los años que tengo de vida; tanto atractivo existía, que ni Jorge ni yo pudimos contener un suspiro de contrariedad al ver como terminaba antes de lo que deseábamos.
El resultado no tuvo el éxito previsto por Harris; al cabo de tantas manipulaciones, cantos y exclamaciones guerreras y utilizar seis huevos, todo lo que salió fue una cucharadita de algo, ligeramente quemado, de un gusto indefinible. Harris echó la culpa a la sartén – ¡indefenso objeto que por carecer de voz propia mal podía justificarse! – pues “si hubiésemos tenido una cacerola y un hornillo de gas, todo habría salido perfectamente”. Esto nos llevó a la solemne decisión de no intentar la preparación de tan suculento manjar hasta hallarnos en posesión de todo cuanto – según afirmaba el cocinero – resultaba imprescindible para su correcta realización.
Cuando terminábamos el desayuno, el sol comenzaba a lanzar sus potentes rayos sobre la tierra; el viento había cesado, se presentaba una deliciosa mañana llena de luz y serenidad. Ante nuestra vista había pocas cosas – por no decir ninguna que recordaran el siglo diecinueve, y mientras contemplábamos el río, iluminado por la clara luz del sol, casi podíamos imaginar que entre nosotros y la mañana de julio de 1215 – de eterna memoria – no había transcurrido lapso de tiempo alguno y que nosotros, hijos de los guerreros montañeses, vestidos con toscas estameñas, con el puñal al cinto, nos encontrábamos allí para presenciar la sorprendente página histórica cuyo significado fue transmitido al resto de la humanidad, unos cuatrocientos y tantos años después, por un tal Oliverio Cromwell, que la estudió muy detenidamente.
Es una hermosa mañana de verano, soleada, llena de sereno encanto; sin embargo, a través de la suave brisa llegan los apagados truenos de una naciente tempestad. El rey Juan ha dormido en Duncroft may y el día anterior la pequeña ciudad de Staines ha vibrado con el sordo rumor de gentes armadas; el ruido de las herraduras de las cabalgaduras de los soldados no ha cesado en largas horas; hanse oído gritos de mando de los oficiales y salvajes imprecaciones de los barbudos arcabuceros, de espigados arqueros, de los robustos mocetones que llevan hachas y picos, y de los lanceros que parlan a grandes y agudas voces en lenguas no oídas hasta ese instante.
Interminables comitivas de caballeros y gentilhombres ataviados con indescriptible elegancia han llegado cubiertos de polvo. Y toda la noche las puertas de las casas de los atemorizados habitantes han tenido que abrirse rápidamente para dar entrada a grupos de semisalvajes guerreros que exigen albergue y comida – ambas cosas de la mejor calidad – y ¡ay del osado que se atreviera a oponerse a sus deseos, expresados con toda grosería!, porque en estos tiempos tempestuosos, cuando la vida humana tiene menos valor que una verde hoja arrastrada por la brisa, la espada es juez y jurado y es ella quien paga cuando y como le apetece.
En torno a una gran hoguera, en la plaza del Mercado, las tropas de los barones están reunidas comiendo y bebiendo a sus anchas; de rato en rato prorrumpen en báquicas canciones, juegan, riñen, y mientras las sombras de la noche se hacen más densas, la luz del fuego lanza extraños reflejos en torno a los montones de armamento y las rudas siluetas de las gentes de armas. Los niños de la ciudad los rodean, examinándoles asombrados, en tanto que mozas ligeras y sonrientes parlotean animadamente con la soldadesca, tan diferente a los galanes pueblerinos, que contemplan la infidelidad de las doncellas con una expresión atontada en sus atezados rostros... Y a lo lejos en los campos brillan débiles luces de lejanos campamentos donde en torno a sus señores permanecen las tropas y los mercenarios del hipócrita Juan, agazapados cual lobos al acecho. Y así, con centinelas en cada oscura calleja y oscilantes hogueras en los altozanos, la noche se ha retirado, envuelta en su manto de sombras, y sobre este hermoso valle del viejo Támesis va amaneciendo lentamente el gran día que ha de afirmar ruidosamente el destino de las futuras generaciones.
Desde que la aurora asoma tímidamente su sonrosado rostro, en la isla de más abajo, justo un poco más allá de donde nos encontramos, se ha oído el rumor de gran número de trabajadores; están levantando el enorme pabellón que empezaron a montar la noche anterior; los carpinteros clavan afanosamente largas hileras de escalones, mientras los tapiceros, llegados de Londres, preparan las sedas multicolores y los brocados de oro y plata.
Por el camino que serpentea a lo largo del río, se ven llegar – por lo visto procedentes de Staines – docenas de fornidos alabarderos; son gentes de los barones, que ríen y charlan con broncas voces de bajo; se detienen a cien metros de nosotros, en la otra orilla, se ponen en posición de “en su lugar, descansen” y esperan.
Y así, de hora en hora, van llegando por el mismo camino nuevos grupos de gentes armadas, cuyos cascos y corazas relucen bajo los rayos del sol mañanero; pronto el sendero, hasta donde la vista alcanza, se llena de relucientes aceros y ardientes corceles.
Los caballeros galopan, vociferando; pequeños estandartes ondean perezosamente, movidos por la suave brisa; de rato en rato se forma una especie de remolino entre las filas de la soldadesca: los soldados se apartan para dejar paso a algún personaje que, montado en su guerrero alazán y acompañado por sus escuderos, pasa a situarse a la cabeza de sus siervos y vasallos.
Por la colina de Coopers Hill, justo enfrente de nosotros, se hallan congregados los rústicos habitantes de los campos y los paisanos de la capital, que han venido a contemplar con algo de respetuoso temor, ese espectáculo tan poco corriente en sus humildes lugarejos. Nadie sabe el motivo exacto de semejante acontecimiento; los rumores circulan como diligentes abejas y cada uno opina de diferente manera que su vecino. Hay quien asegura que a partir de esta fecha se iniciará una era de prosperidades, pero los ancianos mueven tristemente sus albas cabezas; ¡han oído tantas veces estas mismas palabras, que ya no les merecen crédito alguno!
Hasta llegar a Staines, el río está salpicado de pequeñas embarcaciones y diminutos botes, semejantes a cascarones de nuez, que sólo son utilizados por las gentes del pueblo. Cerca de los rompientes, donde en años por venir se erigirá la esclusa del Bell Weir, las embarcaciones han sido sujetadas por sus musculosos remeros y están agrupadas lo más cerca posible de las grandes barcazas cubiertas que aguardan el momento de llevar al rey Juan al lugar donde su fiel Charter espera la real firma.
Es mediodía; nosotros y toda la demás gente llevamos aguardando pacientemente más de una hora; circula el rumor de que Juan, el águila, ha vuelto a escapar del poder de los barones y que ha salido de Duncroft Hall seguido de sus mercenarios, y dentro de poco se ocupará en otras cosas que no tienen nada que ver con la firma de la “Carta” que ha de otorgar la libertad a sus súbditos.
Pero no ha sido así; esta vez ha sido sujetado con dura mano de hierro que, al crisparse sobre su persona, le ha impedido todo movimiento de evasión. A lo lejos, en el camino, hase levantado una blanca nubecilla, una polvareda que va en aumento; oyese el rumor de las herraduras y entre los grupos de gentes de armas destacan caballeros e hidalgos ataviados con gran ostentación; delante, a retaguardia y a cada lado cabalgan los caballeros de los barones, y en el centro el rey Juan.
El soberano se dirige hacia las galeras que le están esperando y los grandes barones salen de sus puestos a hacerle acatamiento; les acoge con sonrisa y palabras impregnadas de amabilidad; a juzgar por su aspecto y la plácida expresión de su rostro, diríase que acude a una fiesta de honor, mas cuando está a punto de desmontar, echa una furtiva mirada a sus mercenarios franceses y a las valientes gentes de los barones. ¿Acaso no había sonado la hora? ¿Sería demasiado tarde? Un golpe violento a este caballero que está a su lado sin sospechar las pérfidas intenciones del monarca, una voz de mando a los mercenarios, una carga desesperada contra las filas sorprendidas y esos rebeldes barones podrían maldecir el día en que osaron oponerse a sus planes.
Aun, en esos instantes, una mano más audaz podía haber cambiado el rumbo de los acontecimientos. Si un Ricardo llega a esconderse allí, a buen seguro que la copa de la libertad se hubiera alejado de los labios británicos y el sabor de la libertad hubiera desaparecido por cientos de años; pero el corazón del rey Juan se enternece ante los severos rostros de los soldados ingleses, su brazo cae, desmonta y va a ocupar su sitio en la primera de las barcazas. Los barones le siguen, con las manos enguantadas de hierro sobre las empuñaduras de las espadas; se dan las órdenes y, lentamente, las pesadas barcazas, brillantemente guarnecidas, abandonan las orillas de Runnymede con toda lentitud, luchando contra la rápida corriente, y van a atracar en una islita que a partir de ese día llevará el nombre de la Carta Magna (Magna Charta Island).
El rey Juan ha desembarcado. Se hace un silencio denso, espeso, en el cual lo único que se oyen son los latidos de nuestros propios corazones, hasta que, súbitamente, un inmenso clamor estremece los ámbitos de la isla; la piedra fundamental del templo de la libertad inglesa acaba de ser colocada.
Enrique VIII y Ana Bolena. –Inconvenientes de compartir el mismo alojamiento con un par de enamorados. –Tiempos difíciles para la nación inglesa. –Sin hogar y sin comida. –Harris se dispone a morir. –Un ángel aparece. –Los efectos que una súbita alegría causa en Harris. –Una pequeña cena. –Elevado precio de la mostaza. –Una terrible batalla. –Maidenhead. –A la vela. –Tres pescadores. –Se nos injuria enérgicamente.
Cuando las escenas que anteceden ocupaban mi mente y me sentía en otro siglo, mi cuerpo hallábase placidamente tumbado en la orilla del Támesis; de pronto, una voz, bastante desagradable por cierto, me trajo a este mundo y a este siglo.
— ¡Querido Jerome! – exclamó Jorge – Me hace el efecto que has descansado bastante... ¿Qué te parece si dejases tus ensoñaciones y nos ayudaras a lavar?
Y así fue como me encontré de nuevo en este siglo moderno, prosaico y lleno de maldad.
No tuve más remedio que subir al bote, coger la sartén y lavarla – esta operación fue realizada atando un montón de hierba a una rama seca – secándola con la camisa mojada de Jorge.
Casi enseguida cruzamos la isla de la Carta Magna, dando una rápida mirada a la lápida que, según dicen, sirvió para la firma del documento. ¿Acaso se sabe exactamente dónde tuvo lugar semejante hecho? Existe una versión de que eso tuvo lugar en la otra orilla, hacia Runnymede; no obstante, por lo que se refiere a mí particularmente, me inclino a compartir la opinión popular de que fue en la isla, porque si llegó a ser uno de los barones de aquel entonces, hubiese recomendado – y muy enérgicamente – a mis camaradas la conveniencia de llevar a un personaje tan escurridizo como el rey Juan a la isla, donde existían menos probabilidades de que se saliera con una de las suyas.
En los campos de Ankerwycke House, cerca de Picnic Point, aun existen las ruinas de un viejo convento, donde, según dice la leyenda, Enrique VIII esperaba a Ana Bolena; también acostumbraban a encontrarse en Hover Castle, en Kent y en algún otro paraje más, cercano a St. Albans. Para los ingleses de aquel tiempo debió de ser muy difícil encontrar algún sitio donde ese par de jovenzuelos enamorados no estuviesen cortejando.
Y a propósito de esto: ¿han estado alguna vez en una casa donde hay una pareja de novios? ¡Es la cosa más terrible del mundo! Uno forma el propósito de ir a la sala; apenas abre la puerta, se oye un ruido como si alguien fuese repentinamente en busca de algo, y cuando entra ve a Emilia, junto a la ventana, contemplando entusiasmada los encantos del jardín, en tanto que Juan Eduardo se halla al otro extremo de la habitación, entregado en cuerpo y alma a la contemplación de fotografías de parientes desconocidos.
— ¡Oh!... – balbucea uno, deteniéndose en el dintel – No sabía que hubiese alguien aquí...
— ¿No lo sabía, eh? – dice Emilia, fríamente, en tono que implica evidente incredulidad.
Uno se queda allí unos segundos, luego, inocentemente, añade:
— ¡Que oscuro está esto!... ¿Por qué no encienden la luz?...
Juan Eduardo emite una entrecortada exclamación a la que siguen unas incoherentes palabras sobre si no se había dado cuenta de semejante cosa y Emilia dice que a papá no le gusta que se gaste mucha luz.
Uno les informa de dos o tres cuestiones de actualidad, comunicándoles sus puntos de vista sobre la cuestión irlandesa, empero este tema no parece interesarles; todas las respuestas se limitan a unos “Oh...”, “¿De verdad?”, “¡Caramba!...”, “Si...”, “No me diga...” y después de diez minutos de tan animada conversación uno se dirige hacia la salida, observando sorprendido que la puerta se cierra a sus espaldas sin que sus manos pecadoras hayan rozado el pomo. Media hora después, uno tiene ganas de ir a fumar al invernadero; la única silla está ocupada por Emilia, y si el idioma de los trajes posee suficiente elocuencia, Juan Eduardo ha estado sentado en el santo suelo. No pronuncian ni una sola palabra, limitándose a dar una mirada que es todo un poema, y uno, desconcertado por esa evidente hostilidad, se retira cerrando la puerta.