Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
Las felices notas se acercaban; no tardamos en tener a mano la barca de donde salían; en ella iba una tribu de “jóvenes indios” que salieron a navegar al claro de luna – debo confesar que no había ni la más pequeña cantidad de reflejos lunares, si bien no era culpa suya – y jamás he tropezado con gente más simpática.
— ¿Quieren indicarme – pedí con trémolos de alegría en la voz – el camino de la esclusa de Wallingford? – añadiendo que la buscábamos hacía dos horas.
— ¿La esclusa de Walligford? – repuso uno de ellos – ¡Dios le bendiga, amigo mío!... Si hace más de un año que la suprimieron... ¡Ya no está, hombre, ya no está!... Ahora hay una en las cercanías de Cleeve... Oye, Bill.. ¡Dios me perdone...!, mira... este señor busca la esclusa de Wallinford...
De buena gana hubiera abrazado al que me comunicaba semejante noticia, colmándole de bendiciones al propio tiempo; desgraciadamente la corriente, excesivamente enérgica en aquel lugar, me impidió hacerlo y tuve que contentarme con expresarle mi agradecimiento en sencillas y elocuentes palabras.
Les dimos las gracias más de veinte veces, haciéndoles notar la buena noche que se les preparaba y deseándoles un agradable paseo; si mal no recuerdo, también les invité a pasar una semana en casa y mi primita les aseguró que su madre estaría encantada de conocerles.
Después cantamos el coro de “los Soldados” de “Fausto”, y, a pesar de esta aventura, llegamos a casa a la hora de cenar.
Primera noche. –Bajo el toldo. –S. O. S. –Espíritu de contradicción de las teteras y como vencerlo. –La cena. –Manera de ser virtuoso. –Se desea una isla convenientemente urbanizada y con tuberías de desagüe, preferiblemente en los alrededores del Océano Pacífico. –Un hecho cómico sucedido al padre de Jorge. –Noche sin tregua ni descanso.
Harris y yo acabamos por creer que la esclusa de Bellweir había desaparecido, igualito como aquella de que acabo de hablar. Jorge nos remolcó hasta más allá de Staines y entonces le reemplazamos. La barca parecía pesar cincuenta toneladas, y por lo que toca al camino, ¡ni que cubriésemos cincuenta millas en marcha contra el reloj!... Al fin, a las siete y media, pasamos la esclusa, subimos a la barca y nos aproximamos a la orilla izquierda a buscar un punto de amarre.
Nuestro propósito era llegar a la Magna Charta Island – lugar lleno de encanto por donde el río serpentea entre valles de suave verdor – a fin de acampar en una de las pintorescas calitas que existen en la minúscula playa. Si he de ser sincero, debo decir que eso ya no nos atraía tanto como en las primeras horas del día, y con un poco de agua entre una barcaza de carbón y un gasógeno teníamos suficiente; no queríamos bonitos paisajes, queríamos cenar y dormir... No obstante, remamos hasta Picnic Point, deteniéndonos en un hermoso rincón, bajo un gran álamo, en cuyas ramas atamos la barca. Pensamos en cenar inmediatamente – no habíamos merendado para no perder tiempo, y teníamos hambre – pero Jorge se apresuró a decir que teníamos que montar el toldo antes de que anocheciera y, comprendiendo lo razonable de sugerencia, acatamos esa orden.
¿Verdad que eso de poner un toldo parece ser una operación sencilla? Pues es todo lo contrario; requiere tanta exactitud y justeza que jamás pasó por nuestra acaloradas mentes la idea de lo complicado que iba a resultar su colocación. Dicho así, con palabras, parece sencillo: se cogen cinco puntos de hierro parecidos a gigantescos arcos de croquet, y se clavan en la barca; luego se extiende la lona, que es convenientemente sujetada.
Pensamos hacerlo con la máxima rapidez, mas sufrimos una equivocación; cogimos los arcos, encajándolos dentro de las piezas reservadas a este efecto (estoy seguro que no creerán que esta operación sea peligrosa; sin embargo, doy fe de ello, y hasta me extraña poderlo contar, ¡no eran arcos de hierro, sino furias del Averno, espíritus infernales!). Resultaba imposible encajarlos como no fuese a patadas y estacazos; al fin los colocamos, pero nos dimos cuenta de que no correspondían a los encajes y tuvimos que sacarlos. Entonces, claro está, los arcos se obstinaron en no salir, parecían tener la idea fija de tirarnos al agua, para vernos alegremente ahogados. En medio, tenían ciertos resortes que cuando no mirábamos nos daban vigorosos golpecitos en los lugares más sensibles de nuestras humanidades, y mientras “discutíamos” con el extremo derecha para convencerle de que cumpliera con sus obligaciones, el extremo izquierda se aproximaba y nos golpeaba la cabeza cobardemente; finalmente, logramos encajarlos y sólo nos quedó por colocar el toldo. Jorge lo desplegó sujetando uno de los extremos a proa; Harris se puso en medio de la barca para hacerlo pasar a popa donde yo lo esperaba, pero transcurrió mucho rato antes de que llegase a mi poder; Jorge cumplía maravillosamente, pero como se trataba de una actividad desconocida para Harris, este actuaba con una carencia de lógica y sentido común sencillamente lamentables.
Es cierto que ignoraba los detalles relativos a la colocación de toldos, empero nunca he logrado comprender – y él a su vez ha sido incapaz de explicármelo – como, merced a que misterioso procedimiento, consiguió, sólo en diez minutos, envolverse de pies a cabeza con tal perfección que, a pesar de sus frenéticos esfuerzos para recobrar la libertad (derecho inherente a todo británico desde su nacimiento) no logró zafarse de la lona y no sólo esto, sino que fue la causa de que el pobre Harris cayese cuan largo era y acabase aprisionado por la pesada tela.
Un servidor de ustedes limitábase a permanecer a la expectativa; se me había ordenado permanecer inmóvil, esperando la llegada de la lona, y, acompañado de Montmorency, aguardaba pacientemente los acontecimientos. Claro que nos dimos cuenta de que la lona sufría violentas convulsiones, pero pensamos que eran consecuencia de un nuevo sistema de instalación y no le dimos importancia; también nos pareció oír el rumor de ahogadas exclamaciones, que nos hizo sospechar que encontraban la tarea algo molesta, pero como se nos había ordenado no movernos, pues... ¡no nos movíamos!... Por lo visto la situación se complicaba más y más, hasta el punto que Jorge sacó la cabeza, gritando:
— ¡Oye, pedazo de... fresco!... A ver si haces algo por nosotros... Parece mentira que tengas la tranquilidad de estarte quieto mientras nosotros estamos a punto de asfixiarnos...
Como nunca he podido resistir a las peticiones de auxilio, les ayudé al instante (y por cierto que mi auxilio llegó oportunamente; el pobre Harris tenía la cabeza amoratada por los primeros síntomas de asfixia), y hasta que terminamos de arreglar el endemoniado toldo pasó casi una hora; luego tocamos a rancho y nos dispusimos a cenar.
Colocamos la tetera en la proa, yéndonos a popa, dispuestos a no ocuparnos de su existencia y disponer los utensilios complementarios de nuestra cena. Este es el único sistema práctico para que hierba el agua; si se da cuenta de que se la vigila estrechamente nunca “canta”, mas si uno se aleja y comienza a comer sin que su rostro deje entrever que piensa en el té, con aires de ignorar su presencia (no hay que vigilarla ni de lejos), bien pronto oirá como la tetera escupe y canta, muerta de ganas de que su agua se convierta en perfumado té. Si se tiene prisa, es conveniente hablar en voz alta, dejando entender que el té no importa lo más mínimo; acérquese a la tetera para que se dé cuenta de ello, y exclame enérgicamente: “¡No tengo ganas de tomar el té!... ¿Y tú, Jorge?” Este ha de responder: “¡De ninguna manera!... me repugna profundamente... el té es indigesto, vale más la limonada!”. Entonces la tetera, herida en su amor propio, trabajará tan bien que hasta apagará el fuego.
Nosotros adoptamos este inocente subterfugio y el té estuvo listo en un santiamén, encendimos la linterna y nos dispusimos a cenar. Teníamos tantísima hambre que durante treinta y cinco minutos no se oyó otro ruido que el de los cubiertos, platos, vasos y el ritmo regular de cuatro mandíbulas provistas de buenos dientes; al cabo de treinta y cinco minutos, Harris exclamó: “¡Ah...!”, y cambió su posición; cinco minutos después, Jorge a su vez dijo: “¡Ah...!” e hizo saltar su plato sobre el ribazo, y cinco minutos después Montmorency dio la primera señal de satisfacción desde que salimos de la ciudad: se tumbó de costado, estirando las patas. Poco después yo prorrumpí en una satisfecha exclamación y me eché hacía atrás, tropezando con uno de los arcos – en realidad, quien tropezó fue mi cabeza – sin que de mis labios saliese ni la más leve imprecación. ¡Que bien se encuentra uno cuando tiene la “caldera” llena!... ¡Que satisfecho de sí mismo y de la humanidad entera!... Los que han hecho la prueba dicen que poseen una conciencia tranquila llena de felicidad y alegría; sin embargo, con menos coste, se puede llegar a ese mismo resultado teniendo el estómago satisfecho. Después de una substanciosa comida, seguida por una buena digestión, uno se siente generoso y condescendiente; se tiene el corazón saturado de bondad y el cerebro lleno de nobles pensamientos.
Este dominio de la inteligencia por los órganos digestivos, es bien extraño; no podemos trabajar, no podemos pensar sin su autorización, y son ellos los que dictan nuestras emociones y pasiones.
Después de los huevos con jamón nos dicen: trabaja.
Después del bistec y la cerveza: duerme.
Después de una taza de té – dos cucharadas por taza y procurando no se “asiente” más de tres minutos – ordenan al cerebro: “Levántate y demuestra tu energía; se elocuente, profundo y tierno; mira a ojos plenos la naturaleza, echa a volar, cual afiladas flechas, tus ágiles pensamientos sobre el bullicio del mundo, de modo que asciendan por los senderos tachonados de estrellas hasta las puertas de la eternidad.”
Después de los bollos calientes: “Se grosero, como las bestezuelas que no poseen inteligencia; haz que tu mirada sea indolente, perezosa, que no se ilumine con alientos de fe, de amor, que en ella no luzca ni un destello de imaginación.”
Después del brandy (ingerido en cantidades más que suficientes): “Anda, ahora es el momento de ser insensato, de cometer aquellas tonterías que llevarán la risa a los labios de tus semejantes; no pares de decir sandeces; demuestra palpablemente a que grado de imbecilidad puede llegar el hombre cuya inteligencia y voluntad se ahogan, cual indefensos gatitos, en dos palmos de alcohol...”
Sólo somos esclavos de nuestro estómago y... ¡nada más! No me hablen de moral y rectitud, amigos míos; vigilen sus estómagos, aliméntenlos con cuidado y discernimiento; entonces la virtud y la alegría llegarán por sus pasos contados y reirán en sus corazones sin que tengan que hacer esfuerzo alguno; serán gentes de bien, amantes esposos y tiernos padres, hombres nobles y dignos.
Antes de cenar, estábamos malhumorados, ásperos, intratables; después, incluso el propio Montmorency, nos hallábamos llenos de buenas intenciones, rezumando afecto hacia el mundo entero.
Harris dio un pisotón a Jorge. Sí esto llega a ocurrir antes de la cena... seguro que Jorge hubiese expresado sus deseos sobre la suerte de Harris en este mundo y en el otro de forma que hubiera hecho estremecer al más impasible de todos los hombres impasibles, pero todo lo que dijo fue:
— ¡Muchacho... cuidado! – Y esto lo dijo muy suavemente.
Por su parte, Harris hubiese exclamado:
— Es bien difícil no tropezar con una “pata” de Jorge... como no se vaya en un trasatlántico... No sé por qué teniendo esos pies se le ocurre embarcarse en una barca... ¿Por qué no los pones encima de la borda?...
Empero en esta ocasión, en lugar de expresarse así (como de seguro lo hace antes de cenar) se limitó a decir:
— Lo siento mucho, viejo... ¿Te he hecho mucho daño?...
— ¡Oh... no...! La culpa es mía...
— No, hombre, no faltaba más... ¡es mía!...
Diálogo dulce, emocionante y sentimental...
Encendimos nuestras pipas, y gozamos de la serenidad de la noche, charlando animadamente.
— ¿Por qué no se ha de poder vivir siempre así? – inquirió Harris reflexivamente – Lejos del mundo, de sus pompas y vanidades, disfrutando de una vida tranquila, plácida... haciendo todo el bien posible...
— ¡Qué curioso...! Lo mismo pienso yo...
Y nos enredamos en una discusión sobre la posibilidad de irnos los cuatro a alguna isla desierta, no muy lejana y bien acondicionada – preferiblemente en las inmediaciones del Pacífico – para vivir al aire libre.
— Según dicen, las islas desiertas son sumamente húmedas.
— Si existe un buen servicio de desagüe, no...
Proseguimos con este tema, que trajo a la memoria de Jorge una divertida historia de la que su padre fue el protagonista.
El honorable progenitor de Jorge, viajando con un amigo por el país de Gales, se detuvo en una pequeña posada donde estaban hospedados varios conocidos suyos y formaron un alegre grupo que pasó la velada tan animadamente que era muy tarde cuando se retiraron a descansar. Nuestros dos jóvenes – entonces el padre de Jorge tenía pocos años – habían comido y bebido alegremente y les tocaba dormir en la misma habitación, en dos camas gemelas. Provistos de una vela subieron la escalera, entrando en el cuarto, mas apenas hubieron puesto los pies en el centro de la habitación tropezaron, quedándose a oscuras. Se desnudaron como pudieron y después buscaron a tientas las camas, pero en lugar de ir cada cual a la que le correspondía, se subieron a la misma, sin darse cuenta de ello. Uno tenía la cabeza en su posición habitual y el otro, subido por el lado opuesto, puso los pies sobre el almohadón. Hubo un momento de silencio; luego:
— ¡Joe...! – exclamó el padre de Jorge.
— ¿Qué ocurre, Tom? – repuso la voz de Joe saliendo del extremo opuesto de la cama.
— Hay un hombre en mi cama, sus pies están junto a mi cabeza...
— ¡Qué cosa más extraña! – repuso Joe – ¡Que el diablo me lleve si no hay otro en la mía!...
— ¿Qué vas a hacer?
— Sencillamente: echarlo... ¡Valiente fresco!...
En la oscuridad oyóse el ruido de una breve y sorda lucha, seguida por dos pesadas caídas, y una voz dolorida que exclamaba:
— ¡Tom..., oye... Tom!...
— Dime...
— ¿Te han echado fuera?
— Sí, chico, sí... a empujones...
— A mí también... ¿Qué te parece esta fonda?... ¿Recomendable, eh?...
Harris interrumpió la narración para preguntar:
— ¿Cuál era el nombre de la posada?
— “El cerdo y el cardo” – repuso Jorge – ¿Por qué...?