Tres hombres en una barca (8 page)

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Authors: Jerome K. Jerome

BOOK: Tres hombres en una barca
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— ¿Qué? – aulló Jorge saltando de la cama, y, naturalmente, poniendo un pie dentro del vaso de noche. — ¿Quién ha sido el animal que ha puesto esto aquí?

— Pero, Jorge... ¿por qué no te fijas en lo que haces? ¡A ratos pareces tonto! – le dijimos conciliadoramente.

Empezamos nuestra “toilette” y al llegar a los pequeños detalles nos dimos cuenta que habíamos guardado los cepillos de dientes, el peine y los cepillos del cabello (¡cuando dijo que ese cepillo será la causa de mi muerte!) y tuvimos que bajar a extraerlos del baúl. Al poco rato, Jorge reclamó la máquina de afeitar; le dijimos que tendría que ir sin afeitarse, pues por nada del mundo estábamos dispuestos a deshacer el equipaje, ni por él ni por ningún otro de su calaña.

— No seáis idiotas....¿Es que puedo ir, decentemente, a la City con esta facha, sin afeitarme?

Ciertamente que dejarle ir “así” era atacar los sentimientos cívicos de la City, más ¿qué nos importan tales sentimientos? Como dijo Harris, con ese léxico barriobajero que le es peculiar, “la City tendrá que tragarte sea como sea”.

Bajamos a desayunar. Montmorency había invitado a dos íntimos amigos suyos para que le despidiesen, y los tres se entretenían persiguiéndose en el vestíbulo; los calmamos con unas “caricias” de los paraguas y luego nos sentamos a reparar nuestras fuerzas con unas costillas y ternera fría.

— Lo más importante es un buen desayuno – dijo Harris, atacando un par de costillas. – Me las como enseguida, pues, si no, se enfriarían: la carne no puede esperar.

Jorge cogió un diario. Nos leyó de cabo a rabo la sección de “Siniestros marítimos” y el “Boletín meteorológico” (que, como de costumbre, sólo anunciaba “posibles tormentas locales; vientos del este y depresión general barométrica sobre los condados del Centro, Londres y la Mancha; descenso de las temperaturas”)

De todas las estupideces que actualmente nos acosan, encuentro que la más pesada es esa de los “boletines meteorológicos”; siempre anuncian lo ocurrido ayer, o anteayer, y el contrario de lo que hoy sucederá. Esto me trae a la memoria unas vacaciones que hace años me tomé a fines de otoño y que fueron cruelmente destrozadas por haber tenido la ingenuidad de dar crédito al boletín meteorológico publicado en el diario de la localidad.

El lunes leímos: “grandes nubes tormentosas y posibles chubascos”, y entonces retiramos la parte alícuota que pusimos para cubrir los gastos de la excursión y nos quedamos en casa esperando los “chubascos”. Los que salían de paseo, con rostros resplandecientes y entonando alegres canciones, pasaban delante del hotel, unos a pie y otros ocupando los más diversos vehículos. El cielo seguía azul, sin una nube, sin la menor sospecha de mal tiempo.

— ¡Oh, estos quieren volver a casa calados de pies a cabeza! – decíamos viéndoles pasar.

Y al pensar en el aspecto que tendrían al regreso, una sonrisa de burla se cuajó en nuestros labios; entramos en la sala, sentándonos junto a la chimenea, y empezamos a clasificar nuestras colecciones de hierbas y caracoles marinos. A eso de mediodía el sol enviaba sus fuertes rayos, el calor se hacía intolerable y nos preguntamos cuando comenzarían los chubascos tormentosos.

— Seguro que es por la tarde – dijo alguien. – Todos regresarán mojados a más no poder... ¡Lo que nos vamos a reír!...

A la una vino a vernos la dueña del hotel, inquiriendo solícitamente:

— ¿No van a dar un paseo?... ¿Se encuentran indispuestos?

— ¡Oh, no, nada de eso!... No pensamos salir... no tenemos ganas de mojarnos – dijimos sonriendo amablemente.

El sol caminaba hacia el ocaso y aún no se había producido ni el más pequeño chaparrón; reíamos pensando que el diluvio caería en el preciso momento en que los paseantes se encontrarían a descubierto, pero no cayó ni una gota y aquel espléndido día tuvo su digno remate en una noche maravillosa.

Al día siguiente leímos en el periódico: “Buen tiempo seguro: caluroso”. Nos vestimos ligeramente y salimos. A la media hora escasa comenzó a llover; un aire frío, cortante, se levantó; ni el viento ni la lluvia dejaron de persistir en todo el día, con el resultado de que regresamos a casa resfriados y con un agudo ataque de reumatismo que nos obligó a guardar cama.

El tiempo es algo que escapa a los límites de mi inteligencia; jamás he sido capaz de comprenderlo; el barómetro me resulta un trasto inútil, bastante parecido a las previsiones meteorológicas de los periódicos. Recuerdo haber visto uno de estos artefactos en el hotel de Oxford donde me hospedé la primavera última; a mi llegada marcaba “buen tiempo”, y no hace falta decir que la lluvia caía desde primeras horas de la mañana. Di un golpecito al barómetro y la aguja giró en redondo marcando “muy seco”.

Entretanto, llovía torrencialmente, la parte baja de la ciudad estaba inundada, el río habíase desbordado en una gran extensión y los bomberos no tenían un momento de descanso. El camarero aseguraba que “ uno de esos días tendríamos muy buen tiempo”, y me leyó un poema que aparecía sobre la parte superior del “oráculo”, cuyas primeras líneas decían:

“El porvenir que predigo, ya ocurrió antaño; lo que anuncio para pronto, en breve habrá pasado”

Sin embargo, en toda aquella primavera el sol no se dignó aparecer ni unas horas, y tengo la vaga idea de que el tiempo que el barómetro anunciaba era el de la próxima primavera.

Hay otro tipo nuevo de barómetro: los rectos, alargados. En ellos no he visto nunca ningún sentido. Hay un lado para ayer a las diez de la mañana y otro para hoy a la misma hora, pero no se puede estar siempre allí a las diez ¿verdad?. Este barómetro sube o baja para la lluvia o el buen tiempo con más o menos viento, y si se le dan golpecitos no dice otra cosa. Es preciso, además, corregir sus indicaciones, según la temperatura, y reducirlas al nivel del mar e incluso después de todo esto, no se queda mejor informado.

Mas ¿qué necesidad tenemos de que se nos prediga el tiempo? Es ya de por sí bastante molesto cuando llega para que encima aguantemos el conocerlo por anticipado.

El “profeta” hacia quien sentimos especial simpatía es el anciano que, en una mañana sombría en la que nosotros experimentamos deseos de sol y calor, mira los cuatro puntos cardinales y nos dice:

— ¡Ah, señor... parece que saldrá el sol!

— Ya se ve, ya se ve – respondemos nosotros, saludándole con unos “buenos días” que, dadas las circunstancias, son un exagerado alarde de optimismo, y no podemos evitar pensar: “¡Hay que ver cuánto saben estos viejecitos!”... y nuestra simpatía no disminuye un ápice aunque el día persista en seguir encapotado y la lluvia caiga incesantemente.

— ¡Qué le vamos a hacer! – pensamos resignadamente – Por lo menos tenía buena voluntad.

En cambio, nuestros sentimientos hacia el que pronostica mal tiempo distan mucho de hallarse revestidos de espíritu cristiano.

— Parece que va a aclararse, ¿verdad? – inquirimos alegremente.

— ¡Ay, no señor!... Temo que seguirá así todo el día – nos contesta moviendo la cabeza gravemente.

— ¡Viejo chocho!... – murmuramos entre dientes – A esa edad ya no se coordinan las ideas...

Y si por desgracia sus pronósticos se realizan, nuestra indignación aumenta de volumen pensando que con sus palabras a contribuido a tan desagradable día.

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