Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
Y hablando de escaleras de roble, recuerdo que existe una soberbia escalera de roble tallado en una de las casas de Kingston. Se trata de una tienda que en otro tiempo debió de haber sido mansión de algún alto personaje. Un amigo mío, que reside en esta ciudad, acudió a la tienda a comprarse un sombrero y, en un momento de inconsciencia, metió la mano en el bolsillo, pagando su cubrecabeza al contado rabioso. El sombrerero, que le conocía, se quedó estupefacto ante su inesperado proceder, mas rápidamente se sobrepuso a la enorme impresión que semejante cosa le causara, y, comprendiendo la necesidad de estimular esa buena costumbre, preguntó a nuestro héroe, a fin de halagarle, si le gustaría contemplar unas cosillas en roble tallado.
— Encantado – repuso cortésmente mi amigo, que no porque sea persona de mi amistad deja de ser un excelente muchacho.
El comerciante le hizo atravesar la trastienda; pronto se encontraron ascendiendo los escalones de una magnífica escalera de roble tallado que, sin la menor duda, podría adornar el palacio más suntuoso. La balaustrada era una obra artística de positivo mérito y la pared se hallaba adornada, de arriba abajo, con roble tallado.
De la escalera pasaron a la salita, una habitación clara, decorada al estilo moderno, y empapelada en un alegre tono que, en honor a la verdad, ha de confesarse que deslumbraba un poco. Sin embargo, en aquel lugar no existía nada digno de admiración, y mi amigo se preguntaba, extrañado, por qué el sombrerero le había llevado hasta allí, cuando inesperadamente, su amable proveedor se acercó a la pared y la golpeó suavemente oyéndose el ruido seco de la madera.
— Es roble – explicó – Toda la habitación es puro roble, y tallado igual que en la escalera...
— ¡Santo Cielo! – exclamó mi amigo — ¿Qué está diciendo...? ¿Ha cubierto el roble tallado con papel azul?
— Si, señor – fue la inesperada respuesta – Y no crea, me costó bastante dinero hacerlo, pues tuve que colocar planchas de hojalata para igualar la superficie... Ahora el cuarto está mucho más alegre. ¡Si lo llega a ver antes!...Era horrorosamente oscuro y triste.
No puedo decir que tenga derecho a reprochar el sentido decorativo del sombrerero — ¡posiblemente esto le alegrará mucho! – pues su punto de vista – que debe ser el del inquilino corriente deseoso de rodearse del máximo de alegría y no el del maniático anticuario entusiasmado con los cachivaches antiguos – resulta bastante aceptable. El roble tallado es muy bonito siempre que sea a pequeñas dosis; vivir rodeado de grandes planchas oscuras puede llegar a resultar deprimente, especialmente para las personas que no sienten gran afición hacia esta clase de decoración. No, lo triste, en el caso del comerciante, era saberle poseedor de una habitación de paredes de roble, cuya presencia le inspiraba profundo desprecio, en tanto que existen innumerables seres que admiran el roble tallado y han de pagar fabulosas cantidades para satisfacer su sentido estético.
Esto se diría que es ley natural de la vida; cada uno posee, precisamente, aquello que no conceptúa digno de admiración, mientras los demás tienen aquello que uno precisamente desea. Los casados tienen esposas que parecen no importarles gran cosa, mientras los solteros se lamentan de su soltería; la gente pobre, que apenas puede cubrir sus más imperiosas necesidades, son padres de numerosas criaturas, y acaudalados matrimonios mueren de viejos sin un solo hijo a quien dejar su fortuna.
También hay la cuestión de los pretendientes de las muchachas. Las jovencitas agraciadas y veinte añeras, que son el centro de las admiraciones masculinas, suelen decir que los muchachos no les importan y que prefieren ir solas. A ver: ¿por qué en lugar de importunarlas no se dedican a las señoritas Brown y Smith, que son feas y viejas?.
Vale más no insistir sobre este punto, acabaríamos llenos de triste melancolía y mascullando frases tan filosóficas como aburridas.
En el colegio teníamos un condiscípulo que respondía al nombre de Stiwings y a quien nosotros llamábamos “Sandford y Merton”
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. ¡Qué muchacho más extraordinario! ¡Con decir que estoy convencido que gozaba estudiando! Muchas veces habíase expuesto a serios peligros por su costumbre de sentarse en la cama a leer el griego; en cuanto a su habilidad en conjugar los verbos irregulares franceses, no había nadie capaz de ponerse a su lado. Tenía maravillosas ideas, que parecían cosa de brujería, respecto a constituir el orgullo de sus padres y profesores; aspiraba a ganar todos los premios imaginables; soñaba con crecer y convertirse en un hombre perfectamente capacitado para constituir el asombro de la humanidad. Todas estas extrañas obsesiones demostraban bien a las claras el irregular estado de su cerebro. Sin embargo, nunca he conocido una criatura tan extraña y al propio tiempo tan inofensiva; semejaba un niño recién nacido.
Con regularidad matemática se ponía enfermo dos veces a la semana y, naturalmente, no podía ir al colegio. Jamás ha existido otro muchacho que tuviese esta facilidad de enfermar tan frecuentemente. ¿Se conocía alguna enfermedad a diez millas a la redonda? Inmediatamente la cogía el pobre Sandford y siempre bajo su forma más virulenta.
Durante el verano padecía de bronquitis, y de fiebres para Navidad; al cabo de seis semanas de sequía, el reumatismo se apoderaba de sus articulaciones, y si salía a la calle bajo el débil sol de noviembre, llegaba a casa con un principio de insolación. Un año padeció tanto de la boca que le llevaron al dentista, extrayéndole todas las muelas, poniéndole en su lugar una bonita dentadura postiza para ver si de esta manera podía aliviarse. No obstante, esta operación le costó una serie de agudas neuralgias y fuertes dolores al oído. Jamás estuvo libre de catarros, excepto las nueve semanas que le duró la escarlatina; y eran perpetuos en él los sabañones. Durante la epidemia de cólera de 1871, tuvimos la suerte de que en nuestro barrio no se presentase caso alguno, exceptuando – claro está – al joven Stiwings, que estuvo a las puertas de la muerte. Cada vez que enfermaba, debía quedarse en cama y le alimentaban con pechugas de gallina, crema y uva de invernadero; y se pasaba los días llorando desconsoladamente porque no le permitían hacer sus ejercicios de latín y le escondían la gramática alemana.
Y nosotros, que hubiésemos sacrificado dos meses enteros de nuestro curso escolar con tal de estar, por lo menos, un día enfermos; nosotros que no teníamos el menor deseo de que nuestros padres se sintiesen orgullosos de sus hijos, no cogíamos ni unas tristes anginas. Y no es que huyésemos de las corrientes de aire, ni tuviésemos cuidado con los cambios de temperatura; al contrario, nuestra principal obsesión consistía en colocarnos en las cercanías de una ventana cuando soplaba el frío viento de enero o salir al jardín con la mínima cantidad de ropa tolerada por las reglas de buena educación, pero esto sólo contribuía a refrescarnos la sangre, manteniéndonos en excelente estado de salud. Nos enviaban unas cosas bastante desagradables que llamaban tónicos, los cuales, en lugar de sentarnos mal engordábamos indecentemente y nuestro ya de por sí notable apetito aumentaba considerablemente. Hasta que llegaban las vacaciones, nada, absolutamente nada, podía contra nosotros; entonces, el mismo día en que las empezábamos, nos resfriábamos, teníamos la tos ferina y toda clase de enfermedades, que no nos abandonaban hasta el instante en que debíamos regresar al colegio, cuando, a pesar de nuestros esfuerzos en sentido contrario recuperábamos la salud, encontrándonos más fuertes y sanos que nunca.
Así es la vida, y bien es verdad que “sólo somos hierbas secas para ser quemadas en la hoguera”, como dijo el poeta.
Volviendo a la cuestión del roble tallado, hemos de conceder que nuestros antepasados poseían un sentido justo y exacto de la belleza y el arte. Consideremos, por ejemplo, nuestros tesoros artísticos de la actualidad; una colección de objetos vulgares, ordinarios, de trescientos o cuatrocientos años de existencia, y me pregunto si realmente existe belleza auténtica en esos antiguos platos, mayólicas, “tierras cocidas” y cosas de esta índole que ensalzan tanto, o si es la aureola del tiempo lo que les da tanto atractivo ante nuestros ojos.
Los platos de “azul antiguo”, o tierra azulada, que colgamos en las paredes, constituían parte de la vajilla corriente en los hogares de hace unos cuantos siglos, y esos pastores de un rubio dorado y esas pastorcillas de un rosa pálido, que exhibimos orgullosamente ante nuestros amigos, eran los bibelots sin importancia que las madres del siglo dieciocho no tenían inconveniente en dar a los niños cuando estos insistían demasiado en su llorosa cantinela.
¿Ocurrirá lo mismo en lo futuro? ¿Acaso los tesoros de hoy serán siempre las baratas figurillas de ayer? Nuestras vulgares bandejas de té, ¿serán colgadas en fila sobre las chimeneas de los hogares ricos? Las tazas blancas, de borde dorado, ostentando en su fondo una magnífica flor amarilla – tipo desconocido en botánica – que nuestras criadas rompen con tanta inconsciencia, ¿serán cuidadosamente tratadas y cada vez que alguna caiga al suelo – rompiéndose en diminutos pedazos – será recogida y cuidadosamente pegada? ¿Y serán colocadas en elegantes vitrinas y el trabajo de quitarles el polvo irá al único y exclusivo cuidado de la elegante dueña de la casa?
El perrito de porcelana blanca que adorna el dormitorio de mi pensión no logra despertarme admiración alguna, y esto a pesar de su nívea blancura, de sus azules ojos, su nariz, delicadamente rosada, salpicada de manchitas negras, y su aspecto de amabilidad llevada hasta los límites de la estupidez. Y si se me ocurre contemplarlo bajo un cerrado criterio artístico, me siento poseído de tal irreflexiva irritación que si no fuese por mi extraordinaria fuerza de voluntad, temería llegar a enérgicas y lamentables decisiones. La vista del perrito de marras produce la utilización de conceptos sumamente sarcásticos, y por lo que se refiere a la patrona hay que confesar que tampoco le profesa gran cariño; lo que ocurre es que no se atreve a quitarlo, pues es un regalo de su tía.