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Authors: Jerome K. Jerome

Tres hombres en una barca (13 page)

BOOK: Tres hombres en una barca
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— Te diré... Si se trata de algo para espantar pájaros...te doy mi más absoluta aprobación – dijo Harris gravemente – ahora bien, si es una prenda para ser llevada por una persona – exceptuando un negro de Margate – siento comunicarte que la sola idea de vérsela a alguien, me pone mal...

Como es de suponer, estas palabras sentaron muy mal a Jorge; estuvo a punto de pelearse con Harris, quien le calmó con estas palabras:

— Si tanto te molesta mi opinión, ¿por qué me la pides?

Lo que más me molesta de esta inefable chaqueta es que será la causa de que todo el mundo se fije en nosotros y haga comentarios poco agradables.

Las muchachas, si van bien vestidas, también resultan muy llamativas. A mi entender no existe nada más favorecedor que un traje de canotaje, y esta indumentaria rayaría en la perfección si comprendiesen que se trata de algo para ser usado en un bote y no en una caja de cartón. Si se llevan a bordo personas que sólo piensan en sus trajes, todo el encanto de una excursión se desvanece.

En cierta ocasión llevé en barca a dos muchachitas elegantemente ataviadas y... ¡menuda juerga! Las dos iban maravillosamente vestidas – encajes y sedas, flores y cintas, zapatos y guantes blancos – pero, desgraciadamente, estaban arregladas como si fuesen a retratarse en lugar de ir al río. Eran un par de “creaciones de París” a las que resultaba ridículo llevar donde hubiese auténtica tierra, aire campestre y agua que mojase.

El primer pensamiento que cruzó sus pálidas frentes fue que el bote dejaba bastante que desear en cuestión de limpieza, y aunque quitamos el polvo de los asientos, asegurándoles que estaban impecables, no quisieron creernos. Una de ellas pasó un enguantado dedito sobre el almohadón, enseñando el resultado a su amiguita, que suspiró a la vez, y ambas se sentaron con aire de mártires que tratan de acomodarse confortablemente sobre las llamas de la hoguera.

Por mucho cuidado que se tenga al remar, siempre se produce alguna salpicadura, y mis amiguitas dijeron que las manchas producidas por las gotas de agua no se van nunca más, quedando el traje manchado para siempre. Un servidor remaba lo mejor que podía, levantaba los remos un par de pies en el aire, haciendo una pausa para que se escurriesen, y vuelta a empezar. (Al cabo de un rato, el que estaba al timón dijo no creer ser lo suficientemente perfecto para ir conmigo, no obstante, si se lo permitía estaría quieto unos minutos para estudiar mis golpes de remo). Sin embargo, a pesar de todo esto, y por mucho que me esforzara, no podía evitar que cayese un poco de agua sobre aquellos inmaculados trajes. Debo confesar que de los sonrosados labios no salía ni una queja, se apretaban una a otra, en estrecho abrazo, con los labios nerviosamente contraídos, y cada vez que una gota caía en sus proximidades, estremecíanse desoladas. Sí, era algo sumamente ejemplar verlas sufrir en silencio; mas esto, en lugar de inspirarme nobles pensamientos, me puso fuera de mí, reflejándose en mis movimientos, pues, a pesar de mis esfuerzos las salpicaba más y más. Finalmente, decidí cambiar de sitio. Las muchachas suspiraron aliviadas y por unos segundos tornó la alegría a sus juveniles rostros. ¡Si llegan a saber lo que les esperaba!

Mi sucesor era un muchacho despreocupado, obtuso, con tanta sensibilidad como la que puede tener un cachorro de Terranova. Se le podían echar furiosas miradas durante horas enteras, sin que él las apercibiera, y si se daba cuenta, no le preocupaba lo más mínimo; empezó remando tan enérgicamente que salpicó fuertemente a las pobres muchachas, que se pusieron de pie sencillamente aterrorizadas. Cuando las hubo “regado” con más de cinco libros de agua, soltó una alegre carcajada, diciendo:

— Perdonad, chicas... – y les ofreció su pañuelo para secarse.

— ¡Oh... no importa!... – balbucieron las cuitadas tratando de cubrirse con todo lo que encontraban y abriendo sus sombrillas de encaje.

A la hora de almorzar pasaron lo que se llama un mal rato. Queríamos que se sentasen en la hierba. La hierba estaba polvorienta, los troncos de los árboles – que les eran ofrecidos como confortables butacas – no habían sido limpiados en su vida, y no tuvieron más remedio que extender sus pañuelos en el suelo, sentándose encima de ellos. Mi compañero llevaba un pastel de carne, tropezó con una raíz y el pastel convirtióse en un meteoro que cruzó el espacio con tanta rapidez como alarma. No llegó a caer encima de ellas, pero este incidente les sugirió la posibilidad de un acontecimiento similar, y cada vez que alguien se movía llevando algo en la mano, sus ojos, llenos de ansiedad, no se apartaban hasta verle sentado sano y salvo.

— Vamos, muchachas – dijo mi compañero después de almorzar – A fregar la vajilla. Es asunto de ustedes...

De primer momento no comprendieron sus palabras, y cuando se hicieron cargo de lo que quería decir, alegaron no saber nadar.

— Oh, no os preocupéis – exclamó – ¡si es la mar de divertido! Os echáis de... quiero decir que os tumbáis en el suelo y remojáis todas las cosas en el agua...

La hermana mayor añadió que no le parecía llevar ropa adecuada a semejante actividad.

— No importa – repuso imperturbablemente mi amigo – ¡Arremangaos!

Y las obligó a hacerlo, diciéndoles que esto era el punto culminante de la excursión. (¡Las pobres, con un tono que parecía sugerir todo lo contrario, balbucearon que una excursión era algo muy divertido, y que se divertían “tantísimo”!).

Ahora, al recordar esto, pienso... ¿ese chico era tan obtuso como creíamos, o... bien... ? ¡No, imposible!, ¡tenía tal aire de angelical inocencia...!

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