Read Tres hombres en una barca Online
Authors: Jerome K. Jerome
Harris quería detenerse en Hampton Court para visitar la tumba de la señora Thomas.
— ¿Quién es esa señora? – le pregunté.
— ¿Cómo voy a saberlo? Creo que se trata de una señora que se ha obsequiado con una tumba humorística que, naturalmente, no puedo dejar de admirar.
Le hice una serie de objeciones en contra para ver de disuadirle, mas resultaron inútiles. No sé si es que, particularmente, debo tener alguna deficiencia mental, pero nunca, en todos los años de mi vida, he sentido el menor deseo de ir a suspirar sobre las tumbas. Ya sé que al llegar a una ciudad o pueblo cualquiera es conveniente ir al cementerio a divertirse con las tumbas y mausoleos; no obstante, siempre he tenido suficiente fuerza de voluntad para sacrificarme. No siento interés alguno en examinar frías y oscuras iglesias – acompañado por un viejo sacristán asmático que va leyendo epitafios con voz cansina – y ni siquiera la vista de un trozo de bronce colocado sobre una lápida me produce eso que llamaríamos felicidad.
A los respetables ratas de iglesia los lleno muy a menudo de indignación a causa de mi impasibilidad ante las inscripciones “sensacionales”, y mi mezquino entusiasmo por la historia de la familia más notable de la localidad y mis más disimulados deseos de escaparme a recorrer los campos hieren profundamente su tierna sensibilidad.
Cierta luminosa mañana en que los rayos de sol brillaban con más fuerza, me encontraba apoyado en la pared de piedra que circundaba una iglesuca pueblerina, fumando mi pipa en medio de deliciosa serenidad y saturándome de la dulce tranquilidad que se desprendía del gracioso paisaje. La antigua iglesia, de piedra gris, encima de cuyos muros trepaban las verdes enredaderas, su pórtico de madera tallada, el sendero blanco que serpenteaba al pie de la colina, entre dos hileras de altos olmos, las casitas de tejados recubiertos de paja, recortándose contra el azul del cielo, la cinta de plata del río y al otro lado los grandes bosques... todo esto formaba un adorable panorama, pletórico de poesía, que me inspiraba extraordinariamente. Me sentía bueno, dispuesto a rechazar el mal y capaz de todas las bondades. Hubiese querido morar allí y no cometer más torpezas, llevando una vida buena y sin reproche, hasta cuando mis cabellos tuvieran plateadas tonalidades. En aquel instante olvidé las maldades de mis parientes y amigos y les envié tiernas bendiciones; nunca sabrían cuan cerca de mi corazón se hallaban. Ellos estaban saturados de frivolidad e indiferencia, lejos de concebir lo que en esos instantes experimentaba mi sensible espíritu. Sí, nunca sabrían la intensidad de mis deseos y la ternura que rebosaba en mi alma, pero yo lo sabía y era suficiente...
Y sumergido en estos pensamientos tan profundos como caritativos, pasaban los minutos sin darme cuenta de su fugaz tránsito, cuando, de pronto, mi ensoñación fue rota por una voz agria y cascada que decía:
— ¡Muy bien, señor, muy bien!...Ya vengo... ya vengo... No se impaciente señor... vengo enseguida...
Miré atrás y vi en el centro del cementerio un anciano calvo, que se acercaba cojeando; llevaba un manojo de llaves que sonaban a cada paso. Con una mirada de severidad le indiqué mis deseos de soledad, empero el individuo continuaba acercándose.
— Ya vengo, señor, ya vengo... Es que estoy cojo... No tengo la agilidad de hace veinte años... Pase por aquí, señor...
— ¡Váyase..! Déjeme en paz, miserable anciano – dije furioso.
— He venido tan pronto como pude, señor –replicó – Mi mujer no le ha visto hasta hace un momento... Sígame...
— ¡Váyase... váyase antes de que salte la pared y me dé el gustazo de torcerle el pescuezo...!
El anciano pareció sorprendido.
— ¿No quiere ver las tumbas?
— No, no tengo ganas de verlas... Sólo deseo permanecer apoyado en la pared...¡Váyase y déjeme en paz! Me siento rebosante de bellos y nobles pensamientos y no quiero disiparlos. ¿Por qué viene a charlotear conmigo y me distrae, desvaneciendo mis mejores ideas con su estúpida cháchara sobre piedras mortuorias?...¡Déjeme en paz y vaya a buscar quien esté dispuesto a enterrarle a buen precio!...¡De la mitad de los gastos me encargo yo!
Se quedó atónito, frotándose los ojos y mirándome de hito en hito. A pesar de mis extrañas palabras, mi apariencia era completamente normal y no se podía dudar que fuese un ser humano.
— ¿Acaso es usted un forastero? No vive aquí, ¿verdad?
— No... – repuse – Si fuese un vecino de este lugar...¡usted sí que ya estaría enterrado!..
— Bueno, pues, así usted tiene que ver las tumbas, las sepulturas, las gentes enterradas... ¿Me comprende?...
— ¡Usted es un solemne embustero! – le dije irguiéndome furioso – Me rio de las tumbas, de “sus” tumbas... ¿Por qué diantre tengo que verlas? ¿O cree que mi familia carece de semejantes propiedades? Mi tío Podger posee, en el cementerio de Kensall Green, una sepultura que es el orgullo de todo el condado. El monumento fúnebre que tenemos en Booth es capaz de acoger a ocho personas y mi tía Susana tiene en Finchley una tumba de ladrillos con ornamentos de mármol y una especie de cafetera como relieve. Además este monumento tiene un cimborio redondo del mejor mármol, de quince centímetros de altura, que ha costado su peso en oro... ¡ No me interesa ninguno más! Y lo único que le puedo decir es que el día que usted se muera haré una excepción... ¡vendré a visitar su tumba!...
El anciano se deshizo en lágrimas; entre sollozos me comunicó que una de sus tumbas tenía en su cúspide un trozo de piedra que decían ser fragmentos de una estatua antigua y otra poseía una inscripción indescifrable. Yo seguía inconmovible y él insistió, con voz empapada en lágrimas:
— ¿No quiere ver las vidrieras conmemorativas?
Ante mi rotunda negativa, gastó su último cartucho; acercándose a mi lado murmuró quedito:
— En la cripta tengo un par de cráneos... Baje a verlos... Ahora usted está de vacaciones y le conviene divertirse...
Di media vuelta, emprendiendo una veloz huída, y todavía me perseguía la cascada cantinela:
— Baje a ver los cráneos... Se divertirá... Baje a verlos...
A Harris le enloquecen las sepulturas, las tumbas, los epitafios y las inscripciones funerarias, y sólo de pensar que no podría admirar la última morada de la señora Thomas, se descomponía exclamando:
— ¡La tengo que visitar...! ¿Por qué te crees que he aceptado unirme a vosotros?...
Le recordé que debíamos pensar en Jorge y que teníamos la ineludible obligación de remontar la barca hasta Shepperton con objeto de recogerle a las cinco de la tarde. Esto fue motivo para que se metiese, demasiado enérgicamente por cierto, con el pobre Jorge.
— ¿Querrás explicarme por qué está sin hacer absolutamente nada durante todo el santo día y nos deja solos arrastrando esa pesada barca corriente arriba? ¿No podría trabajar un poco y tener el día libre para pasarlo con nosotros?... ¡Que se vaya al diablo con su casa de banca!...¡Como si allí hiciese algo de provecho! He ido a verlo muchas veces y nunca le he visto ocupado en algo de utilidad práctica. Se pasa el tiempo sentado detrás de una ventanilla, haciendo todo lo posible para aparentar ser una persona importante, y... total, nada, ¡absolutamente nada!...Haz el favor de decirme que se puede esperar de un sujeto que está detrás de una ventanilla... En cambio yo... trabajo como un negro y tengo que ganarme la vida... ¿Por qué no hace lo mismo?...¿Para que sirve ese chico?...¿Para que sirven los bancos?..Sacarle a uno el dinero, eso si que saben, pero preséntate con un cheque... te lo devuelven diciendo “sin fondos; infórmese sobre la persona que se lo ha enviado”... Anda, dime, ¿qué utilidad tienen los bancos? La semana pasada tuvieron la frescura de hacerme ir y venir tres veces para acabar diciéndome eso... eso de “sin fondos”... pero no estoy dispuesto a aguantarlo más... retiraré todo mi dinero de ese infecto lugar... Bancos... valiente porquería... Y pensar que si Jorge estuviese aquí podríamos visitar esa tumba... ¡que no me creo que esté en el banco!, ¿oyes? Seguro que está vagabundeando por esos mundos mientras nosotros cargamos con todo lo más pesado... Mira, ya estoy harto, me voy a dar una vuelta y a beber algo...
Entonces, bien a pesar mío, pues cuando le dan esos arrebatos es inútil decirle nada, le hice notar que tendría que andar mucho para encontrar un bar y esto desvió su indignación hacia el indefenso río.
— ¡El río...!, sí, el río... ¿para qué sirve?...¿Es que hemos venido a morirnos de sed?
Le dejé desahogarse un buen rato – que pasó prorrumpiendo en expresiones no publicables – ya que este es el mejor sistema de “desengrase” de su cerebro, y cuando hubo recobrado un mínimo de serenidad, murmuré conciliadoramente:
— No te excites, Harris... recuerda tu presión de sangre... Y no temas, no morirás de sed... acuérdate de que llevamos cierta maravillosa bebida que convenientemente mezclada con el agua da como resultado una limonada de primer orden... ¿Quieres que te prepare un poco?
Esta vez su furor se dirigió hacia la limonada y demás bebidas de colegiales, tales como la horchata, jarabe de cardos, etc. Dijo que producían dispepsia, destrozaban el organismo y embrutecían el espíritu, siendo causa de un ochenta por ciento de los crímenes que tienen lugar en nuestro país.
Y como de todas maneras quería beber, se subió al banco, inclinándose para sacar la botella de whisky del fondo del cesto, se agachó más y más, y obstinado en hacer dos cosas tan dispares como gobernar una barca y buscar whisky, consiguió que la embarcación encallase en la orilla. Con el golpe, perdió el equilibrio, yendo a parar dentro del cesto. No se atrevía a moverse – menudo calambre debió coger al mantener las piernas inmóviles en el aire – de miedo a desaparecer del todo, y quien sabe el tiempo que hubiese permanecido en semejante posición si no lo hubiera izado, estirándole vigorosamente las piernas. ¿Hará falta decir que este incidente sólo sirvió para agudizar su furor y dar mayor expresión a su escogido vocabulario?