Tres hombres en una barca (18 page)

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Authors: Jerome K. Jerome

BOOK: Tres hombres en una barca
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— ¡Daría cualquier cosa para que el timonel estirase la cuerda! – murmuró Jorge al verles pasar.

Sus deseos tuvieron inmediata realización: la barca se estrelló contra el ribazo con un ruido comparable al de cuarenta mil sábanas de hilo que se rasgaran todas a la vez; dos hombres, un cesto y tres remos pasaron por babor a la orilla; medio minuto después, otros dos sujetos fueron a parar a tierra, yendo a sentarse entre ganchos, velas, sacos de noche y botellas. El último de los ocupantes aún pudo mantenerse a flote veinte metros por espacio de cuatro minutos y medio, al cabo de los cuales salió de cabeza.

Esta operación pareció aligerar la barca, que adquirió mayor amplitud de movimientos; el chicuelo se apercibió de ello, atizó su caballo y se marchó a galope tendido. Entretanto, los cinco pasajeros se miraban llenos de sorpresa; tardaron minutos en comprender lo ocurrido y entonces dieron gritos para detener al chicuelo, mas este, demasiado ocupado con su cabalgadura, no les oyó, perdiéndose de vista.

Hablando sinceramente, no puedo decir que me doliera la desgracia de estos mozos; confieso que me gustaría que los locos que se hacen remolcar de esta manera (costumbre seguida por muchos) sufriesen accidentes de esta clase, pues, además de los peligros a que se exponen, constituyen la desesperación y el estorbo de todas las demás embarcaciones que se tropiezan con ellos. Dada su marcha excesiva resulta imposible apartarse de su camino; su cuerda de remolque se enreda con el palo de las otras embarcaciones y las hunde o bien coge un pasajero, tirándolo al agua o golpeándole el rostro. (Lo mejor es ir prevenido con un largo garrote...)

De todos los procedimientos para remolcar, el más sensacional es el de remolque por medio de muchachas; no vacilo en recomendarlo, pues es divertidísimo. Se necesitan tres jovencitas para arrastrar la barca, dos que estiren la cuerda y una tercera que no para de correr muerta de risa. No sé como se las componen, pero comienzan enredándose con la cuerda, teniendo que sentarse para zafarse de ella, luego se la ponen al cuello y poco les falta para ahogarse. Finalmente logran servirse del remolque como Dios manda, sosteniéndolo horizontalmente, y se disponen a marchar a una distancia muy peligrosa de la barca; apenas han caminado cien metros se sofocan, deteniéndose súbitamente para reír; la barca va a parar al centro del río donde comienza a dar vueltas antes de que nadie pueda coger un remo. Las muchachas exclaman, extrañadas:

— ¡Oh, mirad la barca... allí en medio!

Pasado este incidente, remolcan correctamente durante un ratito; de pronto a una se le ocurre que lo mejor es arremangarse las faldas y disminuyen su impulso para permitir que su amiguita satisfaga sus deseos; la barca se encalla, uno grita a las chicas que no se paren.

— ¿Qué?... ¿Qué pasa? – responden.

— ¡¡Que no os paréis...!!

— ¿Qué no... que?

— ¡¡Que no os paréeeeis!!... ¡Hala!... ¡Continuad...!

— Anda, Emilia, ve a ver lo que quieren – dice una.

Y Emilia, siempre obediente, viene a preguntar lo que les decíamos.

— ¿Qué pasa?...

— No pasa nada... felizmente, todo va bien, pero continuad... ¡no os paréis!...

— ¿Y por que?..

— Porque nosotros no podemos gobernar la barca... nos tenéis que dar impulso...

— ¿Dar que?

— Darle impulso, hacerle conservar el movimiento...

— Muy bien... Voy a decírselo... ¿Lo hacemos bien?

— Si, muy bien, pero no os paréis.

— Pues mira... no es muy difícil... creí que costaría más...

— Es muy sencillo, sólo tenéis que tirar...

— Bueno – dice la chica – ¿queréis darme mi bufanda? Está debajo del asiento.

Cuando Emilia tiene la bufanda, otra de sus compañeras se aproxima diciendo que también quiere abrigarse el cuello y se lleva la de María por si esta la necesita, pero María tiene calor y lo que quiere es un peine. Pasan veinte minutos antes de reanudar la marcha; a la primera revuelta del camino hace su aparición una inofensiva vaca y hay que saltar a tierra a espantarla.

Si, es verdad; en una barca remolcada por muchachas no se conoce el aburrimiento.

Jorge logró, finalmente, desenredar la cuerda y nos remolcó maravillosamente hasta Penton Hook, donde discutimos la importante cuestión de dónde acampar, y como habíamos decidido dormir a bordo, se trataba de saber si nos quedaríamos ayer o seguiríamos hasta más allá de Staines; era demasiado temprano para encerrarnos dentro de nuestra casita flotante – aun lucían los rayos del sol – y convinimos en llegar hasta Runnymead – tres millas más arriba – lugar tranquilo en medio del bosque que constituye un excelente refugio.

Más tarde nos dimos cuenta de que hubiera sido mejor detenernos en Penton Hook; remontar tres o cuatro millas contra la corriente es una tarea que se lleva a cabo con cierta dificultad; de ahí que sea mejor hacerlo a las primeras horas de la mañana, pues al término de una agotadora jornada se convierte en un durísimo esfuerzo. A las últimas millas uno no se fija en el paisaje, ni habla, ni ríe; cada media milla que se cubre vale por dos; uno llega a figurarse que no está donde está y que el mapa está equivocado; después de haber hecho un camino que uno calcula tener diez millas y no encontrar esclusa alguna, se comienza a temer la intervención de algún osado bandido que se ha apoderado de todas las esclusas.

Recuerdo que en cierta ocasión, me sentí positivamente desamparado – hablando metafóricamente – sobre las tranquilas aguas del Támesis; había salido con una primita, por línea materna, y bajábamos de Goring; se nos hacía tarde y estábamos deseosos, ella por lo menos, de llegar a casa. A las seis y media, cuando comenzaba a oscurecer, pasábamos delante de la esclusa de Benson.

— ¡Me gustaría estar en casa a la hora de cenar! – exclamó la jovencita.

— Justamente, ese es mi deseo – le dije.

Y sacando un mapa quise ver a que distancia nos encontrábamos del punto de regreso, comprobando que nos hallábamos justo a milla y media de la esclusa más cercana – Wallingford – y a cinco millas de la de Cleeve.

— Mira, antes de las siete habremos pasado Wallingford y sólo nos quedará una...

Me puse a remar vigorosamente; pasamos el puente y pregunté a mi primita:

— ¿Distingues la esclusa?

— ¡Oh, no; no veo nada!

— ¡Oh...! – exclamé contrariado.

Seguí remando y al cabo de cinco minutos le rogué que volviese a mirar.

— No hay nada... No veo ninguna de las señales indicadoras...

— ¿Quieres decir que conocerías una esclusa? – le pregunté vacilante, temeroso de ofenderla.

Pero ella molesta, respondió:

— Pues... ¡búscala tú!...

Dejé los remos para orientarme; el río se extendía ante nuestra vista, la tarde se apresuraba hacia el ocaso y no había señal alguna de ninguna esclusa.

— ¿No nos habremos perdido?

Le hice comprender que eso no era posible; así pensaba consolarla, aunque, claro está, podíamos habernos equivocado de afluente y navegar rumbo a los remolinos. Esta idea no pareció confortarla, pues le hizo exclamar despavorida:

— ¡Nos ahogaremos!... ¡Este será el castigo por haber salido sola contigo!

A mi modo de ver, eso constituía un excesivo castigo, más ella lo consideraba justísimo y añadió como ampliación de sus deseos:

— ¡Ojalá no tardemos mucho en morir!

Inútilmente traté de animarla.

— Fíjate como estoy remando con enorme energía, pronto llegaremos a la esclusa

Recorrimos una milla más y entonces fui yo quien empezó a ponerse nervioso; volví a consultar el mapa: la esclusa de Wallingford quedaba claramente indicada a milla y media de la de Benson; se trataba de un mapa digno de confianza, además conocía perfectamente bien la esclusa, pues la había pasado dos veces. ¿Dónde estábamos? ¿Qué había ocurrido? Comenzaba a creer que todo era una pesadilla, que realmente estaba en la cama y que me despertaría dentro de poco – a eso de la diez y media.

— Oye, nena ¿no te parece un sueño?

— Si – respondió ella – me lo parece tanto que iba a preguntarte que te parecía a ti...

Esto nos llevó a preguntarnos si dormíamos, y si era así, quien soñaba y quien era una criatura irreal; las cosa terminaron poniéndose interesantes.

No cesaba de remar y no veía nada; el río estaba cada vez más oscuro; las orillas habíanse convertido en dos misteriosas llanuras envueltas en la negrura de la noche; nos hallábamos sumergidos de pleno en el reino de las cosas sobrenaturales; mis pensamientos giraban en torno a espíritus, gnomos, fuegos fatuos y aquellas astutas hadas – de algún modo académico hay que calificarlas – que sentadas en las rocas atraen a los caminantes, llevándoles a los precipicios y los abismos. Me entraron deseos de haber sido más bueno y haber rezado con mayor fervor...; de pronto, llegaron a mis oídos las benditas notas del “He’s got’em” ejecutadas – y nunca tuvo mejor aplicación esta palabra – en una concertina... ¡Por fin... vislumbrábamos la salvación..!

Generalmente no siento la menor admiración hacia la concertina, empero en esos instantes... ¡cuánta belleza contenía ese instrumento!, mucho más hermoso que la voz de Orfeo o la flauta de Apolo. En nuestro estado nervioso, una melodía celestial hubiese exacerbado nuestra sensibilidad, una armonía expresiva e impecablemente ejecutada hubiera servido de supremo consuelo, quitándonos todas las esperanzas de volver al mundanal ruido, pero las notas de “He’s got’em”, producidas por una concertina asmática y adornadas por involuntarias improvisaciones constituyen algo singularmente humano y confortable.

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