Read Trilogía de la Flota Negra 3 La Prueba del Tirano Online
Authors: Michael P. Kube-McDowell
Lo que, finalmente, hizo que Drayson volviera al mismo sitio al que sus instintos ya le habían dicho que debía dirigirse varias horas antes..., al joven superviviente grannano de Polneye, Plat Mallar. Habría sido preferible que Mallar fuese humano, desde luego, y que las asociaciones históricas de Polneye se hubieran dirigido hacia la Alianza en vez de hacia el Imperio, pero aquellos eran problemas que podían ser resueltos si se los abordaba de una manera suficientemente decidida.
La única pregunta que aún quedaba por responder era qué suministrador de noticias iba a verse beneficiado por la gran exclusiva que Drayson se disponía a envolver en papel de regalo. A lo largo de los años el jefe de Alfa Azul había cultivado relaciones mutuamente útiles con productores comprensivos de organizaciones de noticias de todos los tamaños, pero hasta entonces eran muy pocas las veces en que el material había alcanzado tal nivel de delicadeza y había tantísimas cosas en juego. Drayson necesitaba a alguien que no sólo debía ser capaz de establecer el tono emocional adecuado para que luego éste fuera imitado por todos los reporteros de segunda que se unirían a la carrera informativa, sino que ese alguien también debía tener el valor necesario para correr el riesgo de enfrentarse a una orden de cierre —e incluso a la confiscación de las instalaciones del estudio— a cambio de poder ser el primero en revelar una gran historia.
Al final, todo acabó reduciéndose a elegir entre una vieja amistad y una joven idealista, y Drayson terminó decidiéndose por la segunda opción.
—Mensaje abierto al
Monitor de la Vida
, codificado y protegido —dijo—. Personal a Cindel Towani. Aquí su servicio de compras. Deseo informarla de la existencia de una oferta especial de disponibilidad limitada que requiere su firma...
La edición inicial del número sesenta y dos del
Monitor de la Vida
llegó a las manos de unos cien mil suscriptores escasos, y Belezaboth Ourn, cónsul extraordinario de los paqwepori, no se hallaba entre ellos.
Pero el jefe de producción del
Carroñero del Capitolio
sí figuraba entre esos cien mil suscriptores, y una hora después una conexión cruzada con el artículo de Towani autorizada mediante la licencia comercial habitual ya aparecía en la lista de noticias importantes del CC. Eso hizo que la historia de Plat Mallar atrajera la atención de casi medio millón de espectadores más, entre los que estaban el primer productor del turno de noche de
Amanecer
y el corresponsal para el Senado del programa
Convocatoria
.
A partir de ahí, la historia fue recogida por la Global de Coruscant y la Principal de la Nueva República..., con las dos grandes redes de noticias haciendo la mínima referencia posible a Cindel Towani pero, aun así, emitiendo la porción audiovisual de su reportaje sin ninguna clase de cortes. Al amanecer, la conmovedora súplica que Mallar había lanzado en nombre de los habitantes de Polneye había llegado a más de cuarenta millones de oídos en Coruscant y había recorrido los senderos de la hipercomunicación para ser conocida en ochenta mil mundos más de la Nueva República.
Al mediodía incluso había llegado hasta un Ourn que se sentía cada vez más abatido y desesperado.
Tanto la tripulación del
Madre de las Valkirias
como su personal consular le habían abandonado a su destino hacía ya mucho tiempo. Uno a uno, todos habían ido reconociendo el fracaso y la futilidad de su misión y habían desaparecido, adquiriendo billetes lo más baratos posible para volver a Paqwepori gracias a las cuentas de crédito de sus familias o mediante los ingresos obtenidos vendiendo el equipo y los suministros de la misión consular en aquellos puestos del mercado donde nadie pedía nombres.
Cathacatin, el reproductor-criador licenciado, había sido el último en partir, y antes de marcharse había sacrificado a los ya muy escasos pájaros toko que todavía quedaban con vida porque no quería ver cómo padecían las consecuencias de su abandono.
La presencia continuada de Ourn en el albergue diplomático era estrictamente una cortesía, pues ya no poseía ni la situación ni los recursos necesarios para exigir una habitación, y mucho menos toda una vivienda. Para empezar, el
Madre de las Valkirias
fue vendido a un chatarrero en una subasta obligatoria. Después la mitad de la conexión de crédito de la misión consular fue confiscada por las autoridades portuarias en concepto de pago parcial de las tarifas de atraque pendientes de cobro. Como última humillación, el nombramiento de Ourn fue revocado por el mismísimo llar Paqwe en persona, y la cuenta diplomática fue cancelada.
No contento con todo eso, el aviso de destitución también le aconsejaba que evitara nuevas vergüenzas a sus padres no volviendo a poner los pies en los dominios de los paqwe.
Desde entonces Ourn se había aferrado más desesperadamente que nunca a la frágil ramita de esperanza representada por la promesa de Nil Spaar y el transmisor secreto yevethano. Si el virrey conseguía calmar a sus pares de N'zoth y le entregaba el navío de impulsión tal como había prometido que haría... Sí, entonces Ourn no sólo podría reconstruir su reputación destrozada en el hogar, sino que tendría a sus pies a cien generales y quinientos senadores que le suplicarían una oportunidad de estudiar la nave yevethana.
Ourn siguió aferrándose a esa esperanza de una manera totalmente irracional y se dedicó a seguir con obsesiva atención los noticieros de las redes y los cotilleos de los patios del albergue en busca de los fragmentos más infinitesimales de información, obligándose a creer que el próximo mensaje que enviara le permitiría ganarse la confianza de los yevethanos y, con ella, la recompensa a la que tenía derecho.
Pero cuando vio las historias sobre cómo Plat Mallar había escapado por muy poco de morir en Polneye y presenció la muerte del capitán Llotta en Campana de la Mañana, esa esperanza se evaporó por fin. No había forma de seguir rehuyendo la verdad: las hermosas esferas plateadas también eran unos navíos de guerra altamente mortíferos, y Nil Spaar jamás recibiría el permiso necesario para entregar una de ellas a Belezaboth Ourn.
—Ah, si la paz hubiera durado un poco más de tiempo —dijo con voz llena de resignación en el silencio y la soledad de su habitación—. Si la princesa no hubiera sido tan tozuda... La princesa Leia ha conseguido que perdiera cuanto poseía. —Cogió la caja negra del hipercomunicador y la hizo girar entre sus manos—. Así que quizá le reclame mi pago a ella. Puede que este juguete valga más que las palabras que han pasado por él.
Había mil cosas que Leía hubiese debido estar haciendo, y su energía podía ser utilizada de mil maneras mejores que para flanquear un camino de jardín con la resplandeciente blancura de los capullos de sasalea, aquellas bolas aromáticas del tamaño de uno de los puños de Anakin que acababan de llegar de los planteles. Era un trabajo que podía ser llevado a cabo por un androide, y una clase de trabajo que el encargado de la residencia habría hecho encantado en cuanto llegara la mañana.
Pero ninguna de todas esas otras cosas que Leia hubiera podido estar haciendo aquel anochecer poseía la mitad del atractivo que encerraba sumergir las manos en la tierra fresca y húmeda, desmenuzándola entre sus dedos y acunando delicadamente cada planta de sasalea para acomodarla en su nuevo hogar. En un día en el que nada de cuanto había intentado hacer se había rendido a sus esfuerzos, enfrentarse a una labor donde todos los elementos se hallaban bajo su control —azada y tierra, tallo y brote— resultaba intensamente gratificante. Plantar sasaleas unía de una manera perfecta su idea, su tiempo, su trabajo, su triunfo y su satisfacción personal.
Era un triunfo muy pequeño que sólo traía consigo una transformación menor de un paisaje minúsculo, pero aun así era un bálsamo para todo su ser porque le confirmaba que, al final del día, seguía siendo dueña de su propio mundo. «Si no crees que lo que haces tiene alguna importancia, resulta terriblemente difícil levantarse por la mañana.»
—Princesa...
Leia, sorprendida, alzó la mirada de su trabajo para dirigirla hacia el lugar del que había llegado la voz.
—Tarrick. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Ha venido alguien que... Bien, de hecho está en la puerta y... He pensado que tal vez querría verle —dijo Tarrick—. Se presentó en el despacho a primera hora de esta tarde, y como parecía el típico buscador de favores nos libramos de él metiéndolo en la lista de rotación eterna habitual. El caso es que volvió, pero la segunda vez fue bastante más claro. Lo enviamos a ver a los topos. Cuando Collomus y su gente acabaron de hablar con él, todos estuvimos de acuerdo en que usted debía oír lo que tiene que decir.
Leia se incorporó y se quitó la tierra de las manos.
—Bueno, has conseguido despertar mi curiosidad —dijo después—. Deja que entre.
El visitante era un paqwe, un alienígena corpulento, no muy alto y de piel verde amarillenta que se movía con un curioso caminar contoneante. Vestía un traje de recepción ceremonial ya bastante maltrecho, y despedía un fuerte olor a sales amargas.
—¡Princesa Leia! Es un gran honor. Soy Belezaboth Ourn, cónsul y asesor extraordinario de los paqwepori. —Tarrick, que se había quedado inmóvil detrás de él, movió la cabeza en una lenta y exagerada sacudida—. Le agradezco que haya dedicado unos momentos de su tiempo a recibirme.
—Sí, sí —dijo Leia con visible impaciencia—. ¿Qué quiere?
—No se trata de lo que quiero, sino de lo que puedo ofrecer. Creo que podemos ayudarnos el uno al otro, princesa —dijo Ourn, dando otro paso hacia adelante—. Cierto grupo político le está creando muchos problemas, ¿verdad? Se dice que habrá guerra. Tal vez disponga de alguna información que podría serle de utilidad.
—Ya es un poco tarde para los juegos de palabras. Sea preciso. ¿De qué información me está hablando?
—No se trata exactamente de información —dijo Ourn—. Más bien es un objeto, ¿comprende? En cuanto a cómo puede utilizarlo y lo que puede llegar a averiguar gracias a él... Bueno, eso es usted quien tiene que descubrirlo. Pero yo puedo ponerlo en sus manos y contarle todo lo que sé.
—Y ese objeto es...
Ourn sacó una pequeña caja negra de un bolsillo oculto entre los pliegues de su vestimenta.
—Es una forma de enviar mensajes a N'zoth..., a Nil Spaar. De manera totalmente indetectable y sin que nadie pueda seguir su rastro. Mediante qué magia lo hace, es algo que mi ingeniero no ha conseguido averiguar. Pero usted cuenta con muchos científicos... Ellos lo descubrirán para usted.
Esta vez le tocó el turno a Leía de dar un paso hacia adelante.
—¿De dónde lo ha sacado?
—Me lo entregó el virrey. Su nave destruyó la mía, ¿recuerda? En Puerto del Este, el día en que se fue... Nil Spaar prometió devolverme lo que había perdido por su culpa, pero nunca pensó cumplir su promesa.
—¿Le dio esta caja antes de irse?
—Eh... Sí, por supuesto.
—¿Y usted se ha mantenido en contacto con Nil Spaar desde que se fue?
—Sólo para recordarle su promesa... —Ourn cayó en la cuenta de todas las contradicciones con las que estaba tropezando y se calló—. Habíamos llegado a un acuerdo, y Nil Spaar ha faltado a él. Ahora la ayudaré.
—¿Y cómo ayudó a Nil Spaar? ¿Espiando para él?
Ourn tragó saliva nerviosamente e intentó sonreír.
—Vamos, vamos, princesa... ¿Cuántos secretos puede llegar a conocer alguien como yo? Ninguno. Fingí. Le engañé...
Leia recorrió la distancia que se interponía entre ellos de una sola y veloz zancada.
—He perdido a mi esposo por su culpa —dijo, y adoptó una postura de combate Jedi.
Un solo golpe bastó para reducirlo al silencio, otro hizo que cayera de rodillas y un último golpe dejó a Ourn inconsciente en el suelo. Leia dejó escapar el aliento que había estado conteniendo en un prolongado suspiro de satisfacción, se irguió y miró a Tarrick, que todavía no entendía qué había ocurrido.
—Gracias, Tarrick —dijo con afable jovialidad mientras flexionaba las manos delante de ella—. Creo que esta noche quizá conseguiré dormir un rato.
A la mañana siguiente, el foco invisible que indicaba el centro alrededor del que giraba el interés general de la reunión de estrategia quedó dirigido hacia los dos jefes de inteligencia, cada uno de los cuales había sido inesperada y desagradablemente sorprendido por los acontecimientos del día anterior..., que además los habían dejado en una situación profesional un tanto incómoda.
Para el almirante Graff, el jefe de Inteligencia de la Flota, el problema consistía en explicar cómo era posible que la grabación obtenida por Mallar y los hologramas fijos de la destrucción de Polneye hubieran escapado a la custodia de la Flota. Graff también tenía que responder por un segundo, y aparentemente independiente, fallo de seguridad relacionado con datos secretos de la batalla librada en Doornik-319.
—Hay tres copias autorizadas de la grabación de Mallar —dijo Graff—. Una está aquí, otra está en el sistema de datos de la Flota y la tercera está en manos del Departamento de Evaluación de Amenazas, y a ese total hay que añadir una cuarta copia guardada en los archivos de la Flota. También hemos encontrado dos copias no autorizadas en espacios de datos particulares dentro del sistema de la Flota, y estamos buscando otras posibles copias.
—¿Significa eso que tienen dos sospechosos? —preguntó Leia.
—No —dijo Graff—. La opinión general en estos momentos es que esas copias parecen ser el resultado de meras violaciones menores de las normas de seguridad cometidas de manera totalmente inocente. Pero todavía estamos siguiendo la pista de los listados de acceso de las seis copias. Ya hemos entrevistado a todas las personas que tuvieron acceso a la copia del palacio...
—No, no lo han hecho —le interrumpió Leia.
—Disculpe, pero me temo que no la he entendido...
—No han hablado conmigo —dijo Leia.
—Bien, naturalmente... Di por sentado que cualquier uso que usted pudiera haber hecho de ese...
—¿Cómo sabe que no introduje una copia en mi cuaderno de datos y me la llevé a casa? ¿Cómo sabe que no hice una copia y luego me dediqué a hacer que circulara por ahí?
Graff frunció el ceño, no sabiendo cómo reaccionar.
—Me parece un escenario muy improbable...
—¿Han hablado con Alóle o con Tarrick? Nadie puede trabajar en mi despacho a menos que se le haya concedido un nivel de seguridad máximo.