Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén (47 page)

BOOK: Trilogía de las Cruzadas I. Del Norte a Jerusalén
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Cuando hubieron comido durante mucho rato, Eskil sugirió cortésmente que ya se hablase de negocios, conversaciones que eran más apropiadas entre hombres, por lo que la señora Ingeborg y sus hijos tenían el permiso de los huéspedes para retirarse. Los anfitriones obedecieron esta orden inmediatamente.

Al quedarse Eskil y Knut a solas con Emund, Eskil le habló sencilla y claramente. Dijo que por lo que se refería al precio podía parecer algo bajo, puesto que Forsvik naturalmente valía más que cincuenta marcos de plata, eso lo sabía todo el mundo. Aquí se interrumpió para abrir el baúl de la plata y sacó la carta de compraventa y la leyó en la lengua popular, no obstante sin leer todos los nombres de la carta y sobre todo eludiendo mencionar el nombre de Knut Eriksson. De ese modo, Emund se iba convenciendo de que realmente se trataba de un negocio, aunque uno muy poco favorable.

Luego Eskil remarcó que los treinta marcos de plata que Emund había recibido en el concilio de Axevalla —mencionaba ahora esas palabras por primera vez— podían contarse como parte de la suma de compra, puesto que la intención con esos treinta marcos era la de la reconciliación y que Emund entonces no la había aceptado, pero que ahora probablemente sería mejor que sí lo hiciera.

Emund dijo que podía comprender esa manera de pensar y dijo algo acerca de que ochenta marcos de plata sí era una buena suma, especialmente si se llegaba a una reconciliación con esa compra. Eskil afirmó estar contento por la facilidad de comprensión entre ellos hasta este punto.

Pero Emund aún no estaba dispuesto a fijar su sello y recibir la plata, no antes de tener ciertas garantías, pues no se sentía seguro haciendo negocios cuando sus propios guardias habían sido capturados por energúmenos noruegos de la peor calaña guerrera y no podía comprender lo que tenía que ver en el asunto ese hombre que los acompañaba a la mesa y que hacía llamarse Knut, pues él no conocía a ningún Knut.

Eskil respondió que bien podía comprender las dudas de Emund. Pero había una manera de evitarlas, cargando a la mañana siguiente a la familia de Emund en unos trineos y a los guardias que quisiesen acompañarlos. Luego se esperaría con el acuerdo hasta que los que viajasen en los trineos estuviesen a buen seguro. De esa manera, Emund no tendría que temer por la vida y seguridad de su familia.

Emund asintió pero añadió que su propia vida no valdría mucho en el momento en que se quedase a solas en Forsvik, rodeado de gente que no eran amigos suyos.

Eskil asintió pensativamente y dijo que en ese momento daba lo mismo. Pero había una gran diferencia entre que los familiares de Emund pudiesen marcharse vivos con tanta ventaja y que no los alcanzasen, a que todos fuesen asesinados inmediatamente por no lograr ponerse de acuerdo.

Entonces Emund aceptó el acuerdo. Pero quería sugerir una última cosa. La plata que pagaría la compra debería viajar junto con los familiares en los mismos trineos.

Eskil encontró mala esta sugerencia, ya que no era costumbre pagar por algo que todavía no te habían dado. Si Emund luego se negaba, toda la plata estaría perdida. Llegaron al acuerdo de ir a medias después de haber lidiado y discutido el asunto durante un rato. La mitad de la suma de la compra iría en los trineos por la mañana y la otra mitad se la daría a Emund después de haber confirmado la compra con su propio sello. Así acordaron y se retiraron para la noche durante la cual a mucha gente de Forsvik les costó dormir.

Al llegar la mañana liberaron a la mitad de los guardias encerrados para que pudiesen desayunar y preparar los trineos necesarios. Después Emund se despidió de su mujer Ingeborg y de sus hijos, llevó la mitad de la plata de Eskil, según lo acordado, hasta el primer trineo y la colocó al lado de su esposa. Los trineos se alejaron sobre los hielos del lago Vätter.

Esperaron sin muchas palabras dentro de la casa principal hasta que la ventaja de los trineos fuese suficientemente grande como para no ser alcanzados. Luego era hora de concluir el negocio. Emund estaba melancólico y pálido y la mano izquierda le temblaba mientras que, ayudado por Eskil, fijó su sello en la carta de compra. La herida de su brazo derecho manco olía mal por la pus que atravesaba las vendas de lino.

Cuando la carta de compraventa estuvo arreglada, Eskil la enrolló con mucho cuidado y la metió dentro de su camisa, empujó el baúl con la otra mitad del precio de la compra hacia Emund y se despidió explicando que por el momento no le quedaba nada por hacer en Forsvik. Algunos de sus hombres se quedarían para mantener la casa hasta la primavera y más tarde gente nueva se encargaría de Arnäs.

Después salió, todavía cortés hacia Emund, reunió sus guardias de Arnäs, montó y se fue cabalgando sin prisas.

Pero allí dentro en la casa principal nadie mostraba la menor señal de dejar a Emund salir al trineo que le estaba esperando. Cuando hubo pasado un buen rato y Eskil ya estuvo fuera del alcance de la vista o del ruido de Forsvik, Elling el Fuerte y Egil Olafsson salieron al patio y mataron de un golpe a los guardias que esperaban a su amo echando sus cadáveres en el trineo.

Al acabar entraron de nuevo en la casa principal y se sentaron sin decir nada, pues no hacía falta. Todo el mundo allí dentro había oído y entendido.

Knut se volvió hacia Emund y le habló en voz baja pero llena de un odio glacial:

—Preguntaste, Emund Manco, quién era, pues no conocías a ningún Knut. Ahora te lo diré, ya que no soy cualquier noruego. Soy Knut Eriksson, el hijo de Erik Jevardsson, y si has pagado la deuda a Eskil Magnusson aún te queda una deuda para conmigo.

Emund en seguida comprendió la deuda a la que se refería y se levantó de un salto de la silla como si pensase huir, pero fue inmediatamente capturado por los noruegos bajo alegres gritos. Lo sacaron al patio a golpes, profiriéndole patadas y mucha burla y allí, clavando hierros en el suelo helado, lo ataron de brazos y piernas, de manera que estaba de espaldas con un trozo de madera como almohada.

Geir Erlandsen preferiría haberlo atado al revés para enseñar a Knut lo que se había comentado pero no mostrado, la buena costumbre noruega de grabar el águila de sangre en los necios que merecían morir bajo tormento. Bueno sería también, después de romperle las costillas al asesino real y abrírselas como alas hacia el suelo, que Knut luego con sus propias manos pudiese arrancar el corazón de Emund de su cuerpo.

Knut, sin embargo, no quería oír hablar de ello, puesto que no quería manchar sus manos con la sangre de un necio. Siguiendo las Sagradas Escrituras, el asesino real debía morir del mismo modo que había matado, cortándole la cabeza desde delante.

Emund Ulvbane se mantuvo firme como un hombre y no pidió clemencia por su vida. Con un solo golpe, Knut Eriksson separó su cabeza del cuerpo, y la hizo colocar en una lanza en medio del patio para recordar a los siervos que quedaban que había un nuevo amo en Forsvik. Tiró el cuerpo de Emund dentro del trineo entre los cadáveres de los guardias y lo envió para ser quemado a cierta distancia sobre el hielo del lago.

Knut Eriksson y la mayoría de sus hombres sólo se quedaron un día más y repasaron todo lo que había de útil en los almacenes de víveres y los cobertizos de los barcos. Lo que encontraron era bueno, puesto que en uno de los cobertizos había la suficiente cantidad de madera de roble como para construir el barco que habían planeado. Eyvind Jonson, Jon Mickelsen y Egil Olafsen se quedaron en Forsvik para acabar el barco para cuando los hielos del lago Vättern se abriesen. Sería un trabajo duro que solamente unos constructores de barco noruegos podrían conseguir.

Con el resto de los guardias noruegos y algunos de los de Arnäs, Knut Eriksson volvió hacia Götaland Occidental. Había dado los primeros pasos largos por el camino que lo llevaría hasta las tres coronas reales.

¡Ya viene mi amado! ¡Ya escucho su voz! Viene saltando sobre los montes, viene saltando por las colinas. Mi amado es como un corzo, como un cervatillo. ¡Aquí está y a, tras la puerta, asomándose a la ventana, espiando a través de la reja! Mi amado me dijo: «Levántate, amor mío; anda, cariño, vamos. ¡Mira! El invierno ha pasado y con él se han ido las lluvias.»

(El Cantar de los Cantares, 2, 8, 11)

Murmurando una y otra vez las palabras del Señor como si lo llenasen más que cualquier otra cosa, Arn cabalgaba hacia Husaby levantando grandes trozos de tierra y nieve helada y hielo con los cascos de
Chimal
. El caballo estaba caliente y sudaba pero Arn llevaba su calor dentro de sí y pensaba que los vientos primaverales de la velocidad lo refrescarían. Sabía muy bien que estos sentimientos tal vez no eran los más apropiados para entrar en la casa del Señor y cantar la gloria de Dios y de nadie más. Y estaba completamente seguro de que el padre Henri tendría ciertos consejos severos acerca de ello.

Pero cabalgó como un poseído con la velocidad de un poseído porque no podía hacer otra cosa. Tan colmado estaba de Cecilia que apartaba todo lo demás excepto el Señor mismo. Y era como si el diablo lo tentase con pensamientos malvados y le preguntase que si tuviese que elegir entre el amor del Señor y el de Cecilia, ¿cuál elegiría? Era como si estos pensamientos malvados lo invadiesen por mucho que intentase defenderse, como si el diablo realmente hubiese descubierto un alma con una gran debilidad.

Tuvo que parar, bajar de
Chimal
y pedir perdón por los pensamientos malvados que lo invadían. Rezó hasta que tuvo frío y un poco más aún. Luego continuó con un paso un poco más decoroso, ya que estaba tan cerca de Husaby que la gente de allí pronto lo verían.

Llegó con tiempo de sobras a la iglesia, instaló a
Chimal
en el establo del sacerdote y lo limpió secándole el sudor y tapándolo con un burdo paño para que no se enfriase demasiado de prisa después de la cabalgata.
Chimal
lo miró con grandes ojos pensativos como si el caballo estuviese ofendido y hubiese descubierto sus intenciones.

Era el día de la Anunciación de María, la época en que las grullas llegaban a Götaland Occidental y en que se debía haber puesto el arado en la tierra en Vitae Schola en Dinamarca, y en esta misa le gustaba tanto cantar como en la de Navidad. La Virgen María era la santa protectora del monasterio de Varnhem y, por tanto, todos los cantores que venían de Varnhem se sabían de memoria todas las misas pertenecientes a la Santa Virgen.

Pero durante los cantos en la iglesia fue como si lo condujesen al pecado aunque cantaba con Cecilia con la misma devoción como durante la Navidad, porque en los textos que hablaban del amor hacia Nuestra Señora miraba a los ojos de Cecilia y cada palabra iba dirigida a ella y él sentía en sus palabras al contestar que ella cantaba de la misma manera y quería decir lo mismo que él.

Sin comprender que con ello arrinconaba la dignidad de Algot Pålsson, se invitó a sí mismo a quedarse unos días en la casa real de Husaby para que él y Cecilia pudiesen ensayar unos cantos nuevos para la próxima misa. Exactamente como Arn había imaginado, sin comprender por qué, Algot Pålsson no era quien para negar una petición a un hijo de Arnäs. Por eso se hizo en seguida tal como Arn había sugerido sin comentarlo demasiado.

Pero luego empezó la lucha entre los dos jóvenes, por una parte, y todos los que querían o debían vigilarlos, por otra. Ellos intentaron usar todo su ingenio para poder hablar a solas. Algot y las mujeres mayores se dieron cuenta y usaron por su parte toda su inteligencia para vigilarlos en cada momento. Mientras estaban sentados en la sala con otras personas cerca cantando las alabanzas del Señor en unos cantos a cual más hermoso, nadie tenía nada que objetar. La resistencia de Arn y Cecilia cantando juntos era grande, pero no más grande que la resistencia de los demás para vigilarlos. Y cuidaron mucho de que no se sentasen demasiado cerca el uno del otro. En la cena se sentaban los dos jóvenes en el sitial, pero con Algot entre ellos como un gran muro y sólo podían acercarse cuando Cecilia cortésmente le llenaba la jarra de cerveza a Arn, lo cual lo situaba ante un serio dilema, puesto que había decidido no beber nunca más tanta cerveza como en la primera visita a Husaby.

Poco antes de la Anunciación de María, el sacerdote Sune de Husaby había estado en
collegium
con el obispo Bengt en Skara. A pesar de la dificultad de transitar por los caminos en esta época del año, se habían reunido muchos más servidores de Dios de la diócesis de lo esperado, señal de la gran preocupación que con los vientos del chismorreo se había extendido por toda Götaland Occidental después del concilio nacional de Axevalla. Todo el mundo sabía ya que el rey Karl Sverkersson no se contentaría con perder todo el poder en Götaland Occidental, al igual que todo el mundo sabía que el que estaría en primera fila para quitarle la corona sería Knut Eriksson. En el peor de los casos, el rey Karl podría ir con su ejército a Götaland Occidental y entonces no sería fácil saber quién vencería. Lo único seguro era que una guerra devastaría el país.

La cuestión sobre la que el
collegium
del obispo Bengt debía tomar posición era si la iglesia debía tomar partido por uno u otro en esta lucha sobre el poder terrenal. Igual cantidad de hombres de Dios ponderaban al rey Karl, entre ellos el mismo obispo, como a Knut Eriksson, pero la mayoría era de la opinión de que la única postura sabia para la iglesia era no entrometerse en la lucha terrenal. Si la iglesia entraba en ese juego, podría tener amargas consecuencias. El
collegium
del obispo Bengt llegó rápidamente a esta conclusión, y Sune de Husaby era uno de los más fervientes defensores. Seguramente, porque él mismo había sido obligado a participar en ese juego cuando tuvo que celebrar la misa del Gallo para los Folkung en la iglesia real de Husaby.

Pero también tenían otros temas que discutir cuando los hombres de Dios de la diócesis se reunían, y el deán explicaba a todo aquel que lo escuchase y pronto también a todos los que ya no tenían ganas de oírlo, cómo había sido testigo de un milagro cuando un pequeño e indefenso niño monacal de Varnhem había abatido a dos guerreros con la ayuda del arcángel Gabriel.

Puesto que el sacerdote Sune estaba compartiendo la cena en la casa real de Husaby y vio a Arn en la mesa, recordó esta milagrosa historia y la relató tal como la había oído. Todos los comensales escucharon con interés y muy atentos, excepto Arn, que ponía cara de no gustarle lo que oía. Entonces al sacerdote se le ocurrió que tal vez el muchacho sabía más acerca de este acontecimiento; él era de Varnhem y debía de haberlo oído antes o incluso conocía al niño monacal en cuestión. Por eso el sacerdote le preguntó a Arn al respecto.

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