Authors: John Varley
Cuando Caleb arrancó su furgoneta, esta se estremeció con tanta fuerza que levantó una llovizna de copos de herrumbre sobre el camino. Metió la marcha, pisó el acelerador... y el tubo de escape entero cayó al suelo junto con el conversor. Caleb salió de la camioneta, recogió el tubo de escape y lo arrojó a un lado de la carretera.
—Dak, es el camión en peor estado que he visto en movimiento en toda mi vida —dije.
—Lo ha utilizado a conciencia, eso es cierto —dijo Dak—. Especialmente si piensas que tiene solo cuatro años.
Levanté la cabeza y vi que tenía razón.
—Conduciendo sobre agua salada, llevando cargas por caminos no mucho mejores que sendas de cazadores... Hace falta un buen vehículo. Pero no dejes que te engañe. El motor es excelente. Tiene buenas riostras, goma de primera y una transmisión muy potente. A Caleb le importa... un comino el aspecto del vehículo.
Nos pusimos en camino mientras, al este, el sol asomaba por el horizonte. Confiaba en que no estuviéramos tratando de pasar inadvertidos, porque la furgoneta de Caleb, ahora que había perdido el silenciador, era más ruidosa que una división acorazada.
Habíamos dejado el Ferrari en la casa de los Broussard y ahora veía por qué. El deportivo italiano no hubiera aguantado ni medio kilómetro de aquellos caminos irregulares que se adentraban profundamente en las marismas... o, en realidad, que se adentraban más en las marismas, puesto que la luz del día había dejado bien claro que la casa de Caleb y Gracia se encontraba ya bien dentro de ellas.
—No te preocupes por tu coche, Kelly —le había dicho Caleb al subir a la furgoneta—. Si a alguien se le ocurre mirar a esa maravilla, Billy le mete un tiro de escopeta en plena cabeza. Ha dormido en el porche con la escopeta en el regazo. Es una suerte que no hayan ladrado los perros, porque podría haberse reventado un pie.
Gran parte de los Everglades de Florida es una extensión carente de caminos o carreteras, "donde la mano del hombre nunca ha puesto el pie", como dice el refrán. Los caminos de tierra que se adentran en ellos, como el que habíamos utilizado para llegar a la propiedad de los Broussard, suelen desaparecer al cabo de unos pocos kilómetros. Luego, aquí y allá, el paso de algunos vehículos con tracción a las cuatro ruedas ha abierto algunas rutas informales entre las pocas tierras que no están hundidas metro y medio en las arenas movedizas o en el lodo. Algunos de ellos aparecen en los mapas y otros no. Pero con la dirección de Caleb no hacían falta mapas. Los conocía todos, o al menos eso aseguraba.
Aquella no era la Florida que yo conocía. Podía identificar algunas de las plantas gracias a que había visto versiones domésticas en algunos jardines o en parques. Allí, en la espesura, crecían de forma diferente. Pero yo soy un chico de ciudad, no sé gran cosa de plantas, aunque sean plantas urbanas.
Tampoco sé gran cosa sobre pájaros, pero si hubiera querido aprender, aquel sería el lugar al que habría acudido. Nunca había visto tantos pájaros. Cuando nos oían llegar, brotaban como una explosión de los cañaverales y de entre los árboles. Pájaros grandes, pájaros pequeños, grandes bandadas de pájaros negros, miles de airones o grullas o algo parecido, que se quedaban allí posados y nos observaban mientras pasábamos.
Tanto Alicia como yo estiramos el cuello la primera vez que Dak nos enseñó un caimán grande y viejo que estaba tostándose al sol, junto a una zanja. Vimos cómo se sumergía con un movimiento poderoso y desaparecía por completo de nuestra vista a excepción de los ojos. ¡Uau!
Tres kilómetros después, la cosa empezó a cambiar: un caimán aquí, un caimán allí, un caimán por todas partes. Ho-hum. Todavía tuvimos que esperar un rato para que uno de ellos se plantara en nuestro camino. Probablemente pensara que se trataba de un camino de caimanes... y tenía razón. Él estaba allí antes, había visto aparecer y desaparecer a los dinosaurios y puede que siguiera allí una vez que esas alimañas llamadas "seres humanos" se hubieran matado unas a otras.
Dicen que los Everglades están amenazados, por culpa del agua que se trasvasa al norte, del avance de Miami desde el este, de los pesticidas, el calentamiento global y no sé qué más. Y creo que es verdad. Pero aquella, la primera vez que los recorría por dentro, no pude más que contemplar con asombro la cantidad ingente de vida salvaje que se cruzaba en nuestro camino.
Por desgracia, la vida salvaje incluye a los mosquitos.
Miles de millones de mosquitos.
Ahora sabíamos por qué había dejado Caleb una gran botella de plástico llena de una cosa llamada ¡Fuera! En el asiento delantero del Trueno Azul. Nos embadurnamos de aquel líquido. Alicia se lo puso a Dak mientras conducía. El Trueno Azul no tenía aire acondicionado —era uno de los pocos vehículos de Florida que no lo tenía— pero tampoco importaba, porque todos sabíamos que no tardaríamos en estar al aire libre, en el sitio al que Caleb nos estaba llevando.
El repelente ayudaba, pero aproximadamente uno de cada cien de aquellos bichejos parecía pensar que el producto estaba allí para engrasar su probóscide y ayudarlo a clavarla con más facilidad en nuestra piel. Parece ser que estamos contribuyendo a la aparición de una raza de mosquito más fuerte en los pantanos, y cuando sus hijos se hagan mayores, ¡habrá que tener cuidado!
Al final resultó que nos dirigíamos a los restos oxidados de un muelle, plantado en mitad de la nada. Supe que era así porque alguien había puesto un cartel: MITAD DE LA NADA. Humor de los pantanos, supongo. El cartel estaba a punto de caerse a trozos.
Una piragua cajún de fondo plano podría haber navegado entre los estrechos y ensortijados canales que se veían alrededor de las lomas, cipreses y manglares, pero para impulsarla hubieran hecho falta unos postes. Un motor fuera borda se habría quedado atascado en el lodo.
Caleb y Travis destaparon una cosa nudosa y grande que había junto al muelle, cubierta por una gran lona alquitranada, y descubrí sin demasiada sorpresa que era un aerobote. Donde terminan los caminos para cuatro ruedas, empiezan los de los aerobotes.
Era una embarcación de aluminio, ancha y chata y extraordinariamente poco profunda, diseñada para deslizarse sobre las aguas más que para cortarlas. En la parte trasera tenía un motor de avión montado en una jaula de seguridad elevada. Delante de él, casi a la misma altura, había una especie de nido en el que podía sentarse el piloto y desde donde podía escoger la ruta con mucha mayor facilidad. Los aerobotes no necesitan demasiado calado debajo del casco. Con dos centímetros y medio tienen de sobra. Si cuentas con el suficiente impulso, son capaces de deslizarse sobre el barro. Y hasta por tierra firme, por algún tiempo.
—No necesita más agua de la que puede escupir un mosquito —dijo Caleb mientras subíamos a bordo.
Aquella había sido antes una embarcación de recreo. Tenía cuatro filas de bancos confortables, con los cojines descoloridos y agrietados por la acción implacable del sol a lo largo de los años. Aquí y allá asomaba la gomaespuma amarilla.
Salimos de los vehículos, envueltos de nuevo en la nube de mosquitos, que había regresado en cuanto nos habíamos detenido. Nos pusimos más repelente pero no había nada que los mantuviera completamente a raya, así que nos apresuramos para poder ponernos en movimiento cuanto antes.
Travis y Jubal sacaron una gran caja de cartón de la parte trasera del Trueno Azul. No parecía demasiado pesada. La abrieron y, por primera vez, pudimos ver el vehículo experimental que Jubal había preparado.
No puedo decir que fuera demasiado impresionante.
Era un tubo de dos metros de altura, hecho a partir de una gruesa tubería de PVC de color gris, de ese que se utiliza en los proyectos de alcantarillado. Le habían adosado un morro cónico y afilado en un extremo. En la parte inferior tenía tres aletas metálicas que hacían también las veces de patas, para que se mantuviera en pie. Debajo del tubo había una jaula esférica de metal, el único elemento del armatoste que parecía haber sido objeto de un trabajo serio. De no haber sabido de la existencia del Estrujador de Jubal, nunca se me habría ocurrido para qué servía. Debía contener una burbuja de plata del tamaño de una pelota de béisbol.
Había visto cohetes mejores en la feria científica del colegio.
Lo pusieron de costado en el primer banco del aerobote y lo aseguraron con un pulpo. Colocaron dos maletas de aluminio en el suelo, delante del cohete, y con eso concluyeron los preparativos. Caleb subió al asiento del piloto y arrancó.
No tardamos en estar volando sobre las aguas tranquilas.
El viento que nos daba en la cara espantaba hasta a los mosquitos alimentados con esferoides de las Everglades. El día no había empezado todavía a calentar. El agua por la que avanzábamos tenía el color de un té aguado y el cielo sobre nuestras cabezas era azul y estaba despejado. Volábamos por un mundo primario en el que no costaba imaginarse a un dinosaurio asomando entre los árboles. Kelly me apretó la mano y sonrió.
He tenido días peores.
En un mapa de los Everglades se pueden ver cientos de islotes, que la gente del lugar llama lomas, desperdigados por todas partes. También hay islas, arroyos, riachuelos y cenagales. Las lomas que aparecen en los mapas pueden llegar a tener varios kilómetros de longitud pero ni siquiera los más detallados llegan a mostrar las de uno o dos acres, porque su presencia no se prolonga demasiado en el paisaje.
Finalmente, Caleb varó el aerobote sobre un pedazo desnudo de barro agrietado en el que podrían haberse aparcado una docena de coches... si a uno no le hubiera importado verlos hundidos como los mamuts de los Pozos de Alquitrán La Brea. Tuvimos que salir con cuidado. Mi primer paso atravesó la capa de barro reseco y estuve a punto de perder un zapato. El suelo era un poco más firme en el centro del pequeño islote.
Al mirar a mi alrededor, no hubiera podido decir por qué había escogido Caleb aquel lugar, situado a una hora del sitio en el que habíamos dejado los coches. En aquellas marismas, casi todos los sitios parecían idénticos, aunque yo sabía que aquello no era del todo cierto. Vimos pasar otros aerobotes en la distancia y uno de ellos se acercó lo bastante como para saludar con la mano al piloto.
No tardamos en comprender que, básicamente, estábamos allí por la excursión y porque Jubal lo había querido así. Travis y él apoyaron el cohete sobre su base, cerca del centro de la loma y a continuación empezaron a situar a su alrededor otras máquinas. No pronunciaron palabra mientras, con la frente empapada de sudor, se dedicaban a devanar alambre y conectar unas máquinas con otras. Los demás nos quedamos allí, mirando y espantándonos los mosquitos.
Entonces se me ocurrió que, si la cosa funcionaba, era posible que estuviéramos a punto de asistir a un suceso histórico de importancia comparable al primer vuelo de los hermanos Wright. Pero, para ser sincero, lo único que quería era acabar cuanto antes y largarme de allí, ¡Me estaban devorando vivo!
Le comenté a Kelly la analogía con los hermanos Wright y ella se dio una palmada en la frente y empezó a rebuscar en el interior de su bolso. Al cabo de un momento, sacó una cámara desechable PrettyPixel de color rosa y empezó a tomar fotografías tan deprisa como lo permitía el obturador. Travis frunció el ceño y le dijo que, por el momento, habría que considerar aquellas imágenes como información clasificada.
—Sí, coronel Broussard, señor —dijo ella, y siguió sacando fotos—. Estúpida de mí. Y pensar que me he dejado la cámara de vídeo en la mesa...
Razón por la cual no hay vídeo del primer —y último vuelo— de la nave Everglades Express, y por la que Kelly solo aparece en una fotografía, la que Caleb insistió en tomarnos a los seis frente al cohete preparado para el lanzamiento, una gran familia devorada por los bichos y con aspecto de preferir estar en cualquier otro lugar antes que en aquella fosa inmunda.
Todo estaba preparado antes de media hora. Jubal se detuvo un momento para contemplarlo, con los puños en las caderas, asintiendo con satisfacción. Puso la mano sobre el cono del morro. Había un trozo de cristal redondo montado sobre él.
—Este ojo... —dijo— este ojo busca el sol. Se fija en el sol y luego se mantiene a la misma altitud todo el vuelo. Así la nave va recta.
Nos juntamos todos en el bote y Caleb nos llevó de regreso por el barro y las aguas bajías mientras Travis devanaba cable de un carrete Radio Shack.
Cuando estábamos a unos setenta metros, Travis miró a Jubal.
—¿Aquí está bien, Jubal?
No me gustó la expresión ceñuda que se dibujó en el rostro de Jubal. Musitó algo, miró a su alrededor y por fin sonrió al encontrar lo que estaba buscando.
—Ahí —dijo. Estaba señalando otro islote, un poco más grande que el del cohete. Caleb llevó el bote hasta allí y vimos que al otro lado había un pequeño terraplén erosionado, de no más de un metro de altura, debajo de un tronco de árbol caído. Podíamos acurrucamos detrás del terraplén y el árbol y estaríamos protegidos en caso de que el cohete estallara.
Travis y Jubal pasaron otros cinco minutos conectando los cables a un viejo ordenador y con eso culminaron los preparativos. Travis sacó del bote gafas de seguridad y cascos y todos nos los pusimos.
—Creo que deberíamos refugiarnos detrás del terraplén —dijo Dak.
—¿No podemos asomar la cabeza? —preguntó Kelly—. Me gustaría sacar algunas fotos.
Todos miramos a Jubal, que volvía a parecer nervioso.
—Bueno —dijo—. Asómate. Pero ten cuidado, cher.
Travis tenía el control remoto en la mano. Rodeé a Kelly con el brazo. Entonces miré a Jubal. Sonrió y se encogió de hombros.
—Tres, dos, uno y...
Pulsó el botón de lanzamiento mientras decía "cero", y el mundo explotó.
Se produjo una onda expansiva que se llevó mi casco, una explosión que sonó como la detonación de una bomba. Y directamente frente a nosotros vi un muro de barro que se me echaba encima.
—Oh, vaya, oh vaya —dijo Jubal, y el muro nos golpeó.
En realidad era un muro de agua, una gran ola de metro y medio de altura, pero más espesa de lo que debiera ser el agua. Estaba llena de barro, hojas podridas y ramitas. Todos tratamos de retroceder, pero no había nada más que agua detrás de nosotros. Retrocedí unos pasos tambaleándome antes de quedar sentado en el lodo, y la ola remontó el terraplén en el que nos habíamos resguardado y cayó sobre nosotros.