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Authors: John Varley

Trueno Rojo (26 page)

BOOK: Trueno Rojo
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Oh, por favor, deja que lo construyamos.

—No te preocupes, cariño —dijo—. Puede que hayamos deseado lo mismo.

Capítulo 18

—Jubal piensa que los americanos debemos ser los primeros en poner el pie en Marte —dijo Travis—. Yo estoy de acuerdo, pero hasta hace pocas semanas era imposible. Ahora es posible, con algo que él ha creado, y voy a deciros cómo puede hacerse.

Travis, que se había mantenido sobrio varias semanas, nos había dicho que necesitaría un trago o dos... o tres, antes de enfrentarse a la audiencia más terrorífica que había afrontado en toda su vida: mamá, la tía María y el padre de Dak. Alicia le había administrado el whisky y luego había dejado que se adentrara en la guarida del león.

Los tres estaban sentados en el salón de mamá, en el viejo sofá de dos plazas y la silla plegable que hacía las veces de "tresillo familiar" en mi pobre familia. Era más de medianoche, habíamos apagado el cartel de HAY HABITACIONES LIBRES y la oficina estaba cerrada. Solo estábamos nosotros seis y ellos tres. Travis iba a explicarles cómo pretendían construir Jubal y él una astronave para llevar a sus preciosos hijos a Marte.

No hubierais podido encontrar caras tan pétreas ni en el Monte Rushmore.

Sobre la mesita de café, junto a un par de botellas de cola de dos litros, abiertas, y algunas tazas Dixie, había una triste bolsa de aperitivos abierta y un pequeño tarro de plástico con guacamole del supermercado, ya frío. Y juro que si el mismísimo Fidel Castro se hubiera levantado de su tumba para venir a visitarnos, la tía María le habría ofrecido al menos unas alubias y una salsa del día anterior.

Travis suspiró hondo y afrontó su ordalía. Cogí la mano de Kelly y elevé una silenciosa plegaria a Ares, Dios de la Guerra.

La noche después de lanzar el cohete de prueba, entramos en el aparcamiento que hay detrás de Mercedes Strickland y aparcamos. Travis y Jubal salieron del Zumbón y subieron a los asientos traseros del Trueno Azul. Dak tocó la bocina una vez mientras salía, y Kelly y yo nos dirigimos a la puerta trasera. La abrió con una de sus llaves, se acercó sin perder un momento al panel de seguridad de la puerta e introdujo un código de cinco dígitos.

El padre de Kelly era de esos a los que les gusta mantener controlados a los empleados, aunque esté ocupado con otras cosas. Para ello, había hecho que colocaran su oficina encima y un poco retrasada con respecto a los cubículos de sus vendedores. A través de una pared de cristal, podía vigilarlos desde arriba y controlar la zona de exposición.

—Dueño de todo lo que se ve —dijo Kelly mientras subíamos por la escalera de caracol. Otra llave nos dio acceso a su oficina y con otro código de cinco dígitos en otro panel desconectamos la seguridad.

No pude evitar sentirme como un ladrón, y como un pez en una pecera. Sabía que no estábamos haciendo nada ilegal, que Kelly tenía perfecto derecho a invitarme a entrar, pero también sabía que no era en absoluto bienvenido en la casa de su padre. Y lo que Kelly se disponía a hacer sí que era ilegal. No me gustaba nada que desde allí pudiéramos ver los coches nuevos aparcados en la parte delantera, la carretera, y la autopista 1-95 detrás de ella. Había poco tráfico a las tres de la mañana.

Kelly encendió el ordenador y yo traje una silla para ver en acción a una artista.

—El código de seguridad de papaíto... hecho —murmuró—. Contraseña... Oh, vaya, ¿cuál puede ser su contraseña?

Me miró y me encogí de hombros.

—Vamos a probar algo... —Tecleó algo, con tal rapidez que me fue imposible ver lo que era. En la casilla de la contraseña apareció ************** y entonces se esfumó la página de seguridad y se abrió un menú.

—Muy bien —dije. Me guiñó un ojo y sacó un panel plano de madera que había sobre los cajones laterales de la gran mesa. Le dio la vuelta. Clavado al fondo había un pedazo de papel con la palabra locodelferrari escrita en rotulador, y varios números.

—Números de Identificación Personal —dijo.

—Vaya.

—"Locodelferrari" es también su nombre en la red. Lo utiliza cuando utiliza un servicio de escoltas y pide una chica. Tengo un buen dossier sobre él. Leo todo su correo. Conozco todos sus secretos y, puedes creerme, algunos de ellos bastarían para hacer que pasara veinte años en Railford.

Abrió una base de datos interna y cambió sin dificultades el color del Ferrari que había tomado prestado de "rojo" a "negro". Luego hizo algo que yo no entendí, relacionado con números de vendedor y códigos de registro. A continuación pasó al Departamento de Vehículos de Motor.

—Todos los vendedores de coches de América tienen algún acuerdo privado con alguien del DVM, si pueden permitírselo —dijo—. El tío al que le estoy mandando un e-mail se gana un buen sobresueldo haciendo algunos trabajillos para nosotros cuando es necesario.

Un coche patrulla estaba pasando por la calle. Tenía el intermitente encendido e iba a entrar en el aparcamiento. Le di a Kelly unos golpecitos en el hombro y señalé.

Se levantó y saludó con la mano. El agente que montaba en el asiento del copiloto la vio, le devolvió el saludo, le dijo algo a su compañero y se marcharon.

—Aquí estamos seguros —señaló—. Los polis saben que suelo quedarme trabajando hasta tarde.

Tras apagar el ordenador, se dirigió a su oficina, donde se oía el ruido de una impresora. Cogió el papel. Era una pegatina identificativa para las ventanillas, en el que se enumeraban los extras, las opciones y el precio. Me mostró la línea en la que se decía que era negro. Me dijo que figuraba de aquel modo en toda la documentación del concesionario, y que por la mañana figuraría también así en el DVM.

—Tendrían que seguirle la pista hasta Italia para descubrirlo —dijo—. Ya no tenemos ningún Ferrari rojo en el inventario. Tendrán que buscar en otro sitio.

—El único problema que le veo al asunto —señalé—, es que el coche sigue siendo rojo.

—No por mucho tiempo.

En la parte trasera del aparcamiento había un tipo sentado en el asiento del piloto, rascando la antigua pegatina de la ventanilla con una navaja. Otro, más joven, esperaba de pie junto al coche. El mayor de los dos sonrió a Kelly.

—¿Negro medianoche, pues? —preguntó.

—Lo antes posible.

Levantó dos llaveros.

—Mi chico conducirá el Zumbón. Este es mi hijo, Josh. —Kelly le lanzó las llaves del Zumbón—. ¿De qué color lo quieres?

—¿Cuál es el más común?

—El beige Tormenta del Desierto. En Florida, casi todos los viejos generales de derechas conducen Zumbones con pintura de camuflaje Tormenta del Desierto.

Se marcharon y Kelly me dijo que por la mañana, el extravagante súper-jeep rojo y negro de Travis parecería un veterano de la Guerra del Golfo.

—Será caro —le dije.

—Bob nos debe algunos favores. Estuvo a punto de meterse en líos hace varios años. Un asunto feo relacionado con cambios de números de serie de motores en algunos coches cuya propiedad no estaba... clara como el agua, por decirlo así.

—Robados.

—A los vendedores de coches no nos gusta ese término. Extraviados. —Me sonrió y me di cuenta de que tenía más alma de pirata de la que hubiera creído nunca.

No era un problema para mí.

Por la mañana hice mis tareas, a mediodía dormí unos minutos y pasé la tarde y la noche en el pequeño apartamento que Kelly tiene en la playa, al sur de la ciudad. Nadamos, tomamos el sol y charlamos hasta el anochecer. Luego compramos una pizza y nos la llevamos a su casa.

Kelly hablaba muy a menudo de romper definitivamente con su padre, pero todavía no lo había hecho. El hecho era que mantenía gran parte de sus cosas en el enorme montón de piedra, de aire neoclásico y rodeado por una cancela, en el que vivía su padre con su segunda esposa. Algunas noches dormía allí, otras en la casa que su madre tenía en Ormond Beach, otras conmigo, y otras en su propio apartamento. En realidad no vivía en ninguna parte, no como lo hacemos casi todos los demás.

El hecho es que no ganaba dinero suficiente para poder pagar las letras de su Porsche si hubiera tenido que comprárselo.

Tenía dinero. No sé cuánto pero supongo que bastante. Estaba en un fideicomiso que su padre había establecido para que no pudiera acceder a él hasta haber cumplido los veinticinco años. Hasta entonces tenía que valerse con el suelo que le pagaba su padre... que incluso ella y yo, que lo aborrecíamos, teníamos que reconocer que era justo para el trabajo que hacía. Él sabía lo que valía y quería mantenerla a su lado el máximo tiempo posible.

—Podría despedirme y encontrar fácilmente otro trabajo —dijo—. Seguro que ganaría un poco menos, pero merecería la pena para no tener que tratar con él todos los días. Lo que pasa es que estaría tan aburrida como ahora. Lo que conozco es el negocio de los coches. Y odio el negocio de los coches. Pero lo que me gusta son los negocios y creo que se me dan bien.

Así que vacilaba y seguía hablando de ello. Nunca se reía de mi sueño de hacer carrera en el espacio y me ayudaba en mis estudios. Y nunca hablábamos de matrimonio.

Al día siguiente Travis y Jubal pasaron a recogernos muy temprano, en una furgoneta Ford de cinco años con asientos suficientes para los seis. Antes de subir, Kelly la examinó de arriba abajo y le preguntó a Travis cuánto había pagado por ella. Al oír la cifra, se encogió.

—Deberías haber hablado conmigo, Travis —dijo.

—Sube y calla, señorita Mercedes Strickland, ¿quieres?

Recogimos a Dak y Alicia y nos pusimos en marcha, con destino desconocido. Circularon cajas de Krispy Kremes y tazas de café fuerte.

Tomamos la salida A1A, cruzamos Merrit Island y accedimos al Centro Espacial Kennedy por una entrada que yo no había utilizado nunca. Travis enseñó un pase especial al guardia de la entrada, así que supongo que todavía tenía cierta influencia allí.

Llegamos a tiempo de presenciar algo que jamás había visto: la apertura de la compuerta de garaje más grande del mundo, tras la que se ocultaban la Lanzadera Atlantis, ya retirada, y el viejo Saturno 5, recientemente restaurado, tras muchos años soportando a la intemperie la lluvia y el sol de Florida, y que ahora se erguía, orgullosa y asombrosamente erecto, en uno de los compartimientos del antiguo Edificio de Montaje de Vehículos. Todo con la música adecuada, claro... Así habló Zaratustra, que probablemente sería siempre la banda sonora de la exploración espacial, gracias a Stanley Kubrick.

—Quiero que observéis un momento el Saturno 5, chicos —dijo Travis—. Quiero que lo observéis y que reflexionéis sobre el concepto del hubris.

—¿Y eso qué es? —preguntó Jubal.

—Eso es lo que los antiguos griegos decían cuando algo estaba haciéndose demasiado grande para sus calzoncillos... o lo que quiera que llevasen los griegos debajo de la toga. Orgullo excesivo. Arrogancia. Quiero que miréis ese cohete y os preguntéis: "¿estamos mordiendo más de lo que podemos tragar?". Los constructores de esta cosa eran dioses, en mi visión de las cosas. Y los griegos no querían que los mortales tratasen de comportarse como dioses.

—No es lo mismo, Travis —protesté.

—No. Nosotros gozamos de algunas ventajas sobre los tíos que construyeron y lanzaron estos trastos. Ante todo, combustible ilimitado. El noventa y nueve por ciento de estos cohetes era combustible, oxígeno e hidrógeno líquidos, que son complicados de manejar, y muy peligrosos aunque no los quemes en esos gigantescos motores. Nosotros no tenemos que preocuparnos por eso.

»Pero tenemos que preocuparnos por casi todo lo demás. ¿Sabéis cuántos millones de piezas llevaban estos trastos, completamente cargados, cuando se lanzaban hacia la Luna?

—No. ¿Cuántos? —preguntó Alicia.

—Bueno... no lo sé, pero un montón. Seguro que alguien de aquí puede decírtelo. Pero lo que quería decir es que un transistor averiado podría hacer que este coloso reventara y fuera consumido por las llamas. Un solo fallo en el espacio, y estamos muertos. ¿Podemos hacerlo perfecto?

—Claro. —Pero era imposible estar allí, a la sombra de aquel monstruo, y decir "claro" con mucha confianza. Asentí, y lo mismo hicieron Kelly y Alicia. Eso solo dejaba a Jubal, el único voto que contaba en realidad, y todos nos volvimos hacia él.

—Creo que sí, amigos míos. Pero os prometo una cosa. En el preciso instante en que crea que no podemos, os lo diré.

Sus palabras provocaron una sonrisa en el rostro de Travis, y después de unos segundos, asintió.

—Vamos a visitar el museo —dijo.

Kelly y Alicia nunca lo habían visto. ¿Acaso no es siempre así? Creo que aquella mañana la visita al museo Kennedy las fascinó, les permitió entrever un atisbo del fuego que ardía en mis tripas y las de Dak. Y si uno está considerando, aunque sea de forma vaga, un plan tan absurdo como ir a Marte en una astronave hecha en casa... bueno, no puede por menos que querer saber algo más sobre la gente que lo precedió y los peligros que afrontaron. Los peligros que puede que muy pronto estés afrontando tú mismo.

Comimos en una mesa bajo la sombra, cerca del depósito de cohetes, donde muchos de los primeros misiles lanzados desde Cabo Cañaveral habían creado un bosque metálico de troncos blancos. Hacía calor y no había demasiados turistas por allí. Se me ocurrió algo gracioso. Si lo conseguíamos y nos hacíamos famosos, puede que, cuando hicieran una película sobre nosotros, el director quisiera rodar allí mismo, donde todo se había decidido.

—¿Habéis pensado en lo que costará todo esto? —preguntó Travis.

Nos miramos unos a otros. Yo desde luego, sí que lo había pensado, pero no tenía ni idea. Lo único que podía decir con absoluta certeza era que costaría mucho, mucho más dinero del que tenía. Estaba bastante seguro de que si Travis no tenía dinero suficiente para hacerlo, no podría hacerse.

—Un millón de dólares —dijo Jubal.

Todos lo miramos. Travis tenía el ceño fruncido.

—¿De dónde has sacado esa cifra, mi querido primo?

—De ninguna parte —admitió, y todos nos reímos—. Pero creo que con eso debería bastar.

—Yo también lo creo —dijo Kelly, y Jubal le dio unas palmaditas en la espalda.

—Vale, ¿y de dónde has sacado tú la cifra? —quiso saber Travis.

—Es lo que tengo en el banco, más o menos.

Silencio estupefacto.

—Pero yo pensaba... —empecé a decir, y entonces sentí las dagas de su mirada. Vaya, claro. La noche pasada había visto cómo convertía un coche rojo en uno negro. Tenía acceso a los ordenadores, tenía los códigos de seguridad, las contraseñas, los números de cuenta, los Números de Identificación Personal... Probablemente pudiera dejar al viejo sin blanca si se lo proponía.

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