El pasodoble ratonero molestó a Reresby o incluso lo irritó, y no me extrañó lo más mínimo porque también a mí me sacó de quicio.
—
What's this shit?
—dijo, a la vez que yo pensaba: '¿Otra vez esto?'.
El sonido insistente hizo que interrumpiera sus golpes y las inmersiones de De la Garza en la taza. Entonces lo cacheó rápidamente y con malos modos en busca del portátil impertinente, y cuando se lo encontró en un bolsillo de la chaqueta rapera lo cogió, lo miró con perplejidad e ira y lo estampó contra una pared con todas sus fuerzas, el aparato saltó hecho pedazos y la españolada cesó al instante. 'Al menos ya no va a ahogarlo', pensé, 'por ahora', y además me di cuenta de que cuanto no fuera la espada yo lo veía como menos peligroso, menos mortal, tal vez era sólo que para un estrangulamiento o un ahogamiento se necesita algo de tiempo, aunque sea poco, y ese tiempo da tiempo a intervenir a otro que tendría que ser yo, pero cómo, nadie más había en aquel lugar y tampoco intentaba entrar nadie, y se habrían encontrado todos con la puerta atrancada y habrían supuesto que no estaba en uso aquel lavabo; mientras que para la decapitación o el tajo no se requiere ningún lapso de tiempo, y si Tupra no hubiera frenado a la primera la hoja, la cabeza del agregado estaría ya cercenada y caída al suelo, y él sería dos partes, o no sería. Así que yo vigilaba con aprensión lo que hacía Reresby pero también echaba ojeadas a su abrigo colgado, sabía ahora que allí se guardaba el arma temible de los lansquenetes y que podía volver por ella en cualquier arrebato o enconamiento, desenvainarla de nuevo y blandiría.
A continuación Tupra agarró a Rafita por las solapas o más bien por la pechera e hizo con él casi lo mismo que con su telefonillo, quiero decir que lo lanzó contra una pared, y vi cómo una de las extrañas barras cilíndricas que sobresalían se le clavaba en la espalda. Por suerte eran romas, pero aun así hubo de dolerle sobremanera, en el impulso de Tupra no hubo reservas. Tras darse contra ella De la Garza se desplomó, con un aullido muy derrotado y sin aire. La camisa se le había salido de los pantalones y entonces descubrí con estupor —fue también con vergüenza, o era casi pena— que el diplomático llevaba en el ombligo incrustada una joya, como un pequeño brillante o acaso una perla, seguramente baratijas, imitaciones, falsos. 'Santo cielo', pensé, 'quiere sentirse modernísimo a toda costa y no le han bastado el pendiente de zíngara y la redecilla, ¿llevará puesto eso siempre, hasta en la Embajada, o sólo cuando se disfrace para salir de farra?' Tupra volvió a cogerlo y lo levantó, agarrado siempre de la pechera, lo arrastró hacia atrás y lo lanzó otra vez contra la barra metálica de los tullidos, era la fija, tuve la sensación de que se le hincaba ahora en los omóplatos. De la Garza era un títere, un saco, estaba todo mojado y manchado de azul, con brechas en la barbilla y la frente y un corte en un pómulo,
uno sfregio,
la ropa toda descompuesta y con varios rotos, y sus gritos eran muy débiles, apenas el incontenible gemido cada vez que su espalda chocaba contra aquella barra, porque Reresby siguió con lo mismo, muy sostenida y rápidamente: lo levantaba, lo alejaba un poco de la pared y lo arrojaba contra el ariete, debía de estarle rompiendo costillas si es que no le producía lesiones internas de mayor consecuencia, retumbaba entera la caja torácica del agregado y su interior crujía, y a cada impacto era como si el aliento se le secase. Reresby lo hizo en total cinco veces, como si las contara, con paciencia y disciplina, como quien se lo tiene trazado. De la Garza no se defendió en ningún momento (ni ya podía encogerse, ni taparse los oídos), no sé, supongo que uno nota cuándo no puede hacerlo, cuándo la fuerza y la determinación del otro —o el número, si son varios otros; o las armas, si está uno inerme— son tan superiores que sólo cabe esperar que se canse o que decida acabar del todo, también Rafita pensaría en la espada con temor y algo de esperanza durante las arremetidas, durante su paliza, como quizá Emilio Marés en los campos de Ronda una vez que vio venírsele encima primero las banderillas y la pica luego: 'Lo están haciendo. Lo están haciendo en serio estos hijos de puta, malas bestias', debió de pensar entonces. 'Me están toreando como si fuera un toro, lo mejor será que me entren a matar cuanto antes y que no fallen, que no tengan que darme puntilla con lo que se les ocurra, porque son capaces de utilizar un clavo.'
Cuando Tupra terminó se volvió hacia mí y me dijo:
—Jack, tradúcele esto, quiero que se entere bien y que le quede claro. —Y antes de empezar añadió—: ¿Tienes un peine?
De la Garza estaba por fin en el suelo, parecía inmovilizado y ya no lo levantaría a la fuerza
Sir Blow
o
Sir Punishment
o
Sir Thrashing,
al menos no era el Caballero Muerte, ante mis ojos. Reresby se miró en el espejo mientras hablaba, se remetió un poco la camisa, se ahuecó la chaqueta, se estiró el chaleco, por lo demás su aspecto era el habitual, ni siquiera estaba muy despeinado. Se enderezó la corbata, se ajustó el nudo, todo ya sin sus empapados guantes, que dejó con asco junto al lavabo. Con ellos puestos, no le había dado ni una vez con el puño ni con la mano abierta —con el pie tampoco—, todos los golpes habían sido en realidad por objeto interpuesto, la taza del retrete, la barra cilindrica y hasta la redecilla y las descargas de agua, él debía de estar al cabo de la calle respecto a lo que mi padre me había dicho a mí tiempo antes, que en el golpe directo también puede hacerse cisco el que lo propina. En España se ha sabido siempre de estas comodidades para la violencia: en 1808 (es un ejemplo), durante la Guerra Peninsular o de la Independencia, las tropas de Filanghieri, Gobernador de La Coruña e italiano de nacimiento para mayor sospecha (no era un 'español rayo y fuego'), consideraron a éste traidor a la causa por demorarse un poco en proclamar la de la Independencia
(he lingered,
tan sólo por prudencia estratégica, adujo, pero ya era tarde); así que hincaron sus bayonetas en el suelo, con la punta hacia arriba (ocurrió al parecer en Villafranca del Bierzo, donde no sé por qué estaban), y arrojaron a su Capitán General sobre ellas unas cuantas veces, hasta que algún órgano vital fue por fin atravesado y careció de sentido la insistencia, ahorrándose así los amotinados el esfuerzo de clavárselas con su propio ímpetu y dejando que fuera el premuerto Filanghieri el que se ensartara en ellas. Por lo visto no fue la primera ocasión en que se recurrió a este método de gandulería, quizá inaugurado por los cartagineses, con lanzas, contra el general romano Atilio Régulo en el siglo III antes de Cristo; y un viajero inglés por España señaló que asesinar a los abusivos, despóticos, incompetentes y pésimos generales y jefes que por lo regular han asumido el mando en nuestra Península a lo largo de la Historia (buenos vasallos, malos señores siempre) era 'una inveterada treta ibérica'. Asimismo observó que 'Socorros de España tarde o nunca' (en auxilio de Filanghieri acudió quien habría de sucederlo, pero ya mucho después de que aquél hubiera sido probado como fakir hasta la saciedad, sin éxito), de lo cual me acordé cuando me incliné sobre De la Garza para interesarme inoperante y vagamente por su maltrecho estado, no había mucho que hacer entonces, machacado ya el fatuo, y semiinconsciente y tirado, quién sabía si no tullido para una larga temporada, esperaba que no para siempre o tendría que acostumbrarse a frecuentar lavabos de aquellos. De modo que me pregunté si en los orígenes del apellido Tupra no estarían, remotamente, antiguos y holgazanes compatriotas míos.
—¿Un peine? —le contesté, algo mosqueado. Recordaba el comentario de Wheeler respecto a los latinos, en su jardín, junto al río, tras las gracias del helicóptero. Fama de presumidos—. ¿Qué te hace pensar que yo pueda llevar un peine?
—Los latinos soléis llevarlo, ¿no? Mira a ver si él tiene uno. —E hizo un gesto con la cabeza hacia el caído.
Me dio no sé qué, me pareció abusivo que Reresby se aprovechara encima del peine que De la Garza llevaría sin duda, si no lo había perdido en la descompensada refriega o en el sulfurado baile de antes. Me dio vergüenza ponerme a registrar al apaleado, al tan fácilmente derrotado. Así que saqué el mío, pese a darle la razón con ello.
—Muy listo —le dije a Tupra, y se lo alcancé. Por lo visto era una idea extendida, la de nuestros peines, en la isla grande.
Pero no me importaba mucho corroborársela: de pronto me sentía extraordinariamente aliviado, porque aquello había terminado y De la Garza seguía vivo y yo lo había visto muerto. Muertísimo, separado, convertido en cabeza y tronco, en dos partes. El peligro mayor ya era pasado, eso parecía, aunque fuera muy reciente era pasado, es fantástico y también irritante cómo la cesación trae una especie de falsa anulación momentánea de lo ocurrido. 'Puesto que
ya
no la está zurrando, es
casi
como si no la hubiera zurrado', pensamos en nuestra desmesurada adoración del presente, que va en loco y permanente aumento. 'Puesto que
ya
no arde, es
casi
como si no hubiera ardido. Puesto que
ya
no bombardean, es
casi
como si no hubieran bombardeado. Sí, ahí están los muertos y los mutilados, y las casas quemadas y destruidas, pero eso ya está, ya ha sucedido, ya es
antes
y no hay quien lo cambie ni lo deshaga, y ahora
al menos
no están matando ni mutilando ni destruyendo, no mientras yo estoy aquí con mi quehacer, y respiro.' Esos pensamientos pasan por nuestras cabezas cada vez que hay una de estas guerras actuales más o menos televisadas, y por las que siente tanto desprecio la gente antigua que estuvo en otras no frivolas, como mi padre o Wheeler: la del Golfo, la de Kosovo, la de Afganistán, la de Irak de los deshonrosos motivos y los intereses espúreos y la falta de necesidad absoluta salvo un engreimiento sin límites de sus impulsores. Mientras hay combates y las bombas vuelan sobre militares y civiles, se apodera de nosotros una angustia enorme, vemos las noticias a diario con el corazón encogido; esa fase suele ser breve hoy en día, a veces sólo unas semanas o pocos meses en todo caso, y no nos da tiempo a acostumbrarnos ni por lo tanto a insensibilizarnos suficientemente, a aceptar que así es cualquier guerra alevosa o recta y que también se puede vivir con eso cotidianamente, sin darle tanta importancia ni desesperarse por los demás a cada instante, sobre todo por los desconocidos lejanos; ni siquiera por uno mismo y por sus conocidos cercanos, si a uno le llega su turno le ha llegado, eso es todo, una vez suelta la matanza. Si una bala lleva tu nombre, como dijo Diderot antes que nadie, si no me equivoco. Hoy no nos da tiempo a instalarnos en el estado de guerra, que hace inconcebible el de paz y a la inversa, según había observado Wheeler ('La gente no es consciente de hasta qué punto lo uno niega lo otro', había dicho, 'lo suprime, lo repele, lo excluye de nuestra memoria y lo ahuyenta de nuestra imaginación y nuestro pensamiento'), y así el grado de excepcionalidad se mantiene muy alto por la propia y corta duración del horror visto en pantalla, de modo que cuando termina esa fase nos viene un extraño convencimiento de que todo ha concluido y hasta cierto punto se ha borrado. 'Al menos ya no está pasando', pensamos, y aun lo suspiramos; y ese 'al menos' implica una injusticia notable: lo ocurrido pierde gravedad y fuerza tan sólo porque
ya
no está ocurriendo, y entonces
casi
nos desentendemos de los heridos y los muertos, que nos oprimían y afectaban tanto
mientras
se producían. Ahora ya son pasado, luego que alguien se ocupe, reconstruya, cure, entierre, adopte, preferiblemente los mismos que los han causado, que así aparecen también como reparadores, en el colmo del absurdo y la patraña. Es un síntoma más de la infantilización del mundo, lo que las madres decían a los niños para calmarlos era eso: 'Ya pasó, ya está, ya pasó', después de una pesadilla o un susto o algún mal trago, de pillarse los dedos o de cualquier daño, casi como si declararan: 'Lo que ya no es, no ha sido', aunque persistiera el dolor y luego se formara una costra picante o los dedos se amorataran e hincharan y a veces quedara una cicatriz para que el adulto la acariciara y se siguiera acordando de aquel daño y aquel día.
Sentir alivio por haber asistido a una paliza a alguien acobardado y desprevenido, medio ebrio, y no haber osado o sabido impedirla; por haber creído que mi compañero iba a cortar de un tajo un cuello, que iba a estrangular con una red y a ahogar con agua de cisterna, no resultaba sensato ni desde luego noble. Y sin embargo así era, Tupra había parado y yo estaba contento, era mucho más decisivo el peso que me había quitado que el que me había puesto, y éste no era escaso, en modo alguno. De la Garza ya no se encontraba en peligro, ese era mi principal pensamiento grotesco, porque el peligro lo había alcanzado ya brutalmente. No hasta la muerte, cierto, pero parecía ridículo conformarse con eso, con verlo aún vivo, y aun alegrarse, cuando lo último que habría previsto al conducirlo a aquel lavabo era que saliera de él tan malherido, con varios huesos quebrados a buen seguro, como mínimo. Si es que salía, porque mientras Reresby se recolocaba y creía domar su pelo oscuro, voluminoso y rizado como no suelen hallarse en su reino (excepto en Gales), con las sienes como caracolillos y probablemente tintadas (cuatro pasadas o retoques del peine, no le quedó muy distinto tras utilizarlo), de nuevo me ordenó traducir y me soltó lo siguiente:
—Jack, tradúcele —volvió a decirme—, no quiero que sufra malentendidos, porque los sufriría él y no nosotros, déjaselo bien claro, díselo, dile ya esto que he dicho. —Y así lo hice, se lo comuniqué a De la Garza en mi lengua, lo de los malentendidos; tenía los ojos entrecerrados y la mirada abultada, pero sin duda era capaz de oírme—. Dile que tú y yo vamos a salir ahora de aquí tranquilamente y que él se quedará ahí tirado media hora más, donde está, sin moverse, cuarenta minutos para mayor margen, tengo todavía asuntos que despachar ahí fuera. Que no se le ocurra salir, ni tan siquiera levantarse. Que no grite ni pida auxilio. Que permanezca ahí durante ese tiempo, le irá bien el frío del suelo y no le irá mal estarse un rato tumbado e inmóvil, hasta que le vuelva el aire. Díselo. —Y así lo hice, incluido lo del frescor del suelo—. Ahí tiene su abrigo —prosiguió Reresby, y señaló el segundo que había traído, el oscuro, el que había dejado colgado sobre una barra baja, y entonces comprendí hasta qué punto lo había previsto todo mi transitorio jefe: no era el mío sino el de Rafita el que se había molestado en retirar del guardarropa antes de venir al lavabo, tendría mano en aquel local chic idiótico o capacidad de engaño, se lo habrían buscado y entregado sin hacerle preguntas y aun con una reverencia—. Con él puesto, nadie se percatará de su estado, del de sus ropas, no llamará la atención. Si le cuesta andar, lo tomarán por mamado. Que se lo finja, si es que no lo está ya a medias. Cuando salga, que salga directo a la calle sin detenerse en la sala por ningún motivo, que se vaya a casa. Que no vuelva por aquí nunca. Anda, tradúcele. —Y volví a hacerlo, fui yo quien dijo 'mamado' en español, Tupra había dicho
'sloshed'
—. Que no se le ocurra acudir a la policía, ni organizar un escándalo en su Embajada, ni elevar una queja a través de ella, del tipo que sea: ya sabe lo que puede pasarle. Que no te llame a ti a pedirte cuentas, que te deje en paz, que te olvide. Que se haga a la idea de que no hay de qué pedirlas, no existen razones para denuncias ni para protestas. Que no lo cuente, que se calle. Ni como aventura. Y que lo recuerde. —'Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Calla, y entonces sálvate', pensé una vez más, y le di las instrucciones a De la Garza. Pero Tupra todavía añadió unas cuantas, iban rápidas, como si recitara una lista o fueran las consecuencias sabidas de un plan cumplido, las secuelas de un tratamiento—: Dile que tendrá dos costillas rotas, tres, a lo sumo cuatro. Aunque le duelan mucho, se le curarán, se le acabarán soldando. Y si se descubre algo más grave, que dé siempre gracias a su buena suerte. Podía haberse quedado sin cabeza, ha estado a punto. Y como no la ha perdido, dile que está aún a tiempo, otro día, cualquiera de estos, sabemos dónde encontrarlo. Que no olvide eso, dile que la espada estará ahí siempre. Si ha de ir a un hospital, que cuente lo que tantos borrachos y tantos deudores, que la puerta del garaje se le abatió encima de golpe. Que se moje el pelo antes de salir, que se lo aclare, aunque ese tono azulado tampoco iba a extrañarle aquí a nadie. Vaya, de hecho se le ve menos excéntrico y menos ridículo que con la malla que llevaba puesta. Dile esto, díselo y vámonos ya. Asegúrate de que lo ha cogido todo. Y toma tu peine, gracias.