'Recuerdo bien el Café Roma', le dije, 'por lo menos duró hasta mi primer año de Universidad.'
'Puede ser', contestó, sin querer detenerse ya más. Pensé que más valía que no lo interrumpiera otra vez, había empezado a contar algo que le costaba contar, era mejor que no volviera a pensárselo, o a dudar, como había hecho con mi madre en su día, aquel día en que él lo oyó, y se lo decidió guardar. 'Nada más entrar, lo llamaron de una mesa, unos conocidos o amigos suyos, y nos invitaron a acompañarlos. No sé si me conocían a mí, quiero decir si mi nombre les decía algo cuando les fui presentado, pero yo sí sabía quiénes eran dos de ellos, los otros dos no. Uno era el escritor en cuestión, aún flamante falangista, y el otro un monárquico de los de la infinita paciencia y la ninguna prisa, esto es, tan franquista en aquel momento como el que más. Ambos con sus respectivos carguitos, ya. El escritor, en realidad, sólo empezaba a sonar entonces como tal: había publicado un libro de poesía anticuada o quizá ya dos, muy jaleados por razones obvias, más tarde dejó el verso y se dedicó a la novela, que fue con lo que hizo carrera; escribió algo de teatro pedestre y un ensayo pedestre también. Estos dos parecían haberse reencontrado al cabo de mucho tiempo con los otros, y todavía entonces la gente andaba contándose lo que había sido de ella durante la Guerra, lo que había sufrido o lo que había hecho sufrir. Y este fue el caso. Se intercambiaban experiencias, historias, alguna proeza, alguna penalidad, alguna barbaridad. Gómez-Antigüedad participaba un poco, yo no. Y, en medio de todo ello, el escritor mencionó un nombre para mí bien conocido y bastante apreciado, el de un antiguo compañero de la Universidad. No había sido amiguísimo, era de un curso inferior al mío, pero había tenido buen trato con él, ocasional, y además era un hombre que caía bien: Emilio Mares, andaluz, muy simpático, ingenioso, era presumido con gracia y frívolo con deliberación, se las daba de anarquista pero sin ninguna solemnidad, incluso en sus peroratas había siempre algo de guasa, y además iba como un pincel, de punta en blanco, el tipo de anarquista clásico de novela desde luego no lo daba; un hombre muy grato, permanentemente de buen humor. El inicio de la Guerra lo había pillado en su tierra, para el 18 de julio muchos estudiantes que no eran de Madrid ya se habían ido a sus lugares de origen a pasar el verano con sus familias, él era de un pueblo de Málaga o de Granada, no estoy seguro, en el que su padre era alcalde creo que socialista: de Grazalema, o de Casares, o Manilva, por ahí. Nos habían llegado noticias, en plena Guerra, de que lo habían matado en Málaga los nacionales, supusimos que en la ciudad, que había caído en febrero del 37 con la intervención decisiva de los Camisas Negras italianos, más de diez mil. Imaginamos que habría sido fusilado sin más. Allí la represión fue particularmente feroz, la venganza, porque la ciudad se había resistido durante siete meses y la gente había hecho mucho el bestia, paseos en abundancia, pillaje indiscriminado, quema de iglesias, ajustes personales, como al principio aquí. Luego se contó que los nacionales, una vez tomada la ciudad, el Duque de Sevilla al frente, corrigieran y aumentaron, y que en el plazo de la primera semana pasaron por las armas a unos cuatro mil. Quizá no fueran tantos, pero es lo mismo: se hartaron de dar café, ya sabes que ese era el eufemismo de Franco y los suyos para ordenar las ejecuciones, "Dadles café", decían, y los detenidos al paredón. En Málaga los llevaban a la playa, a muchos. Tan salvaje fue la cosa que los italianos protestaron, se sintieron salpicados por la sangría suelta, hasta el punto de que el embajador, Cantalupo, habló con Franco y se personó allí para frenar la situación. En algún sitio leí que se quedó atónito al ver la furia desatada, y cómo hasta las señoronas ricas, bien católicas ellas, se dedicaban a profanar las tumbas de republicanos, en fin.' Mi padre se detuvo y se pasó la mano por la frente o casi se la estrujó, con cuatro dedos, como si quisiera arrancarse algo de allí, quizá imágenes, quizá relatos. Tenía ochenta y tantos años. Pero fue una pausa muy breve y en seguida volvió: 'No recuerdo exactamente cómo se llegó a aquel episodio, allí en el antiguo Roma, en la conversación. Pero sí tengo grabado lo que se refirió a Mares. Creo que uno de ellos comentó en tono ofendido que muchos republicanos, al rendirse o ser detenidos, "encima se ponían muy dignos", algo así dijo. Y más o menos entonces, espoleado por la mención de esa osadía, el escritor se animó a contar la lección que le habían dado a uno. Contó que una vez, en Ronda (Ronda había caído mucho antes que Málaga, en septiembre u octubre del 36), llevaron a tres presos a las afueras para fusilarlos con la primera luz, y, como era costumbre, les ordenaron cavar (era costumbre en ambos bandos, y me temo que en los de cualquier guerra también). Uno de ellos, "un lechuguino que se llamaba Emilio Mares", esas fueron sus palabras, "hijo de un alcalde rojo de por allí", se negó, y les dijo a sus verdugos: "A mí me podréis matar y me vais a matar. Pero a mí no me toreáis". No estaba dispuesto a hacerles parte del trabajo, vamos. La salida me casó con el personaje que yo conocía, aunque claro, ese día sin su buen humor: un desplante postrero, no debía de quererse ver con una pala en la mano en el momento final, sacando tierra, sudando y manchándose. "Fijaos si se nos puso chulo el tío", prosiguió el escritor; "como si pudiera imponer condiciones. Ya se veía que, por muy rojo que fuera, era un niño de papá, iba de veinticinco alfileres, el señorito. Y encima instó a sus dos compañeros a negarse también. No le hicieron caso, por suerte para ellos. Estaban demasiado asustados y cavaron. Él debió de creer que en todo caso les dispararíamos luego sin más a los tres, delante de la fosa abierta. Uno de nuestra partida, que era de la provincia y le tenía ya echado el ojo desde tiempo atrás, le dio un culatazo en la cara que lo tiró al suelo, y le volvió a ordenar que cavase. Y el tío siguió negándose, y repitió que a él lo matábamos, y a golpes si nos venía en gana, pero que torearlo, no. «Como que me llamo Emilio Mares, a mí no me toreáis», insistió. Se plantó en ese plan, con el nombre por delante y todo, no sé quién se creía. Pues mirad. Nada más os digo que en mala hora se le ocurrió emplear esa expresión, porque, ¿sabéis lo que hicimos?" Y el escritor esperó un poco, como para crear expectativa y buscar un mayor efecto, como si en verdad necesitara oírnos decir "No, ¿qué?", aunque tampoco aguardó lo bastante, porque la pregunta era sólo retórica, teatral. Entonces bajó el índice con energía sin llegar a tocar la mesa, como si puntualizara o subrayara, como si presumiera de la respuesta, y a la vez que hacía ese gesto se la dio y nos la dio: "Lo toreamos", dijo con jactancia. Satisfecho de la lección. Me acuerdo de que se hizo un silencio inmediato, de estupor, de incomprensión. Yo creo que ninguno acabamos de entenderlo bien, o no en el primerísimo instante, porque hasta aquel momento la palabra "torear", claro está, había aparecido tan sólo en su sentido figurado de "burlarse"; y porque era inconcebible también. Con desconcierto y algo ya de aprensión, fue Antigüedad quien le preguntó: "¿Qué quieres decir, que lo toreasteis?". "Eso. Que le tomamos la palabra y lo toreamos, literalmente. Lo lidiamos", contestó el escritor. "La idea fue del malagueño que le tenía ya ganas de antes. «Conque no, ¿eh?», le dijo. «Tú te vas a enterar.» Y cogió la camioneta, se volvió para la ciudad y en menos de media hora estaba de regreso en el campo con todos los trastos. Allí mismo lo banderilleamos, lo picamos un poquito desde el techo de la camioneta haciéndole pasadas lentas, y luego fue su paisano el que se encargó del estoque. Un tipo atravesado, muy cabrón, y se vio que tenía algo de práctica, le entró muy bien a matar, la primera hasta el fondo, cruzada en el corazón. Yo le puse sólo un par de banderillas cortas, en lo alto de la espalda. Vaya si se enteró, el tal Emilio Mares. A los otros dos los tuvimos de público y los obligamos a gritar oles. No los fusilamos hasta rematar la faena, en premio por haber cavado. Así pudieron ver de lo que se habían librado. El malagueño se empeñó en cobrarse una oreja. Un poco pasado de rosca, pero tampoco se lo íbamos a impedir los demás." Eso fue lo que contó durante el aperitivo el famoso y celebrado escritor', añadió mi padre, y su voz sonó abatida nada más acabar la rememoración; 'aunque cuando de verdad fue famoso ya sí que no lo volvió a contar. Tuvo exequias solemnes cuando murió. Creo que hasta un ministro muy democrático ayudó a llevar el ataúd'.
Ahora sí se quedó callado más rato, con la mirada anciana de recordar, como si en verdad hubiera vuelto al desaparecido Café Roma de la calle Serrano, o allí a Ronda donde no había estado, quiero decir no en septiembre del 36, cuando debieron de torear y descabellar a su amigo. Fue el 16 de ese mes, lo comprobé más tarde, cuando cayó esa ciudad 'heroica y fantástica' con su enorme precipicio o tajo, cayó a manos del General Varela de los sempiternos guantes blancos —o quizá era Coronel entonces: dormía con sus medallas puestas, se contaba—, un hombre mucho más sanguinario que el jefe de los Camisas Negras, el italiano Coronel Roatta que avanzó sobre Málaga y se apodó 'Mancini', como mi músico protector, siguiendo la pauta de perder o renunciar al nombre de tantos que pasaron por aquella Guerra; pero no menos, en todo caso, que quien se adueñó y mandó en Málaga una vez tomada, Duque de Sevilla su inoportuno título: ay estos españoles que despedazan siempre, silenciosos unos y locuaces otros; ay 'estos hombres, de ira llenos', tantos son y tantas veces.
Allí en Ronda se había demorado el poeta Rilke un par de meses de veinticuatro años antes, a finales del 12, a comienzos del 13, cuando ni siquiera Wheeler había llegado aún al mundo, en las antípodas y como Peter Rylands. Y hay de él, del poeta, una estatua muy negra de cuerpo entero en el jardín de un hotel desde cuya balconada en alto se ven muy anchos campos amenos, tal vez fue en uno de ellos donde tuvo lugar aquella breve corrida de un hombre uno: aunque improbable, no sería imposible, porque al alba no habría nadie asomado a contemplar los campos, o estaría ocupado el recinto por las victoriosas tropas que no objetarían a la faena, si la divisó algún centinela: tal vez había entre ellas requetés carlistas a los que Varela había adiestrado de pueblo en pueblo en Navarra, con disfraz de cura y sobrenombre chusco, 'Tío Pepe'; y sin duda legionarios y moros, grotesca como 'cruzada' aquella —su término predilecto— de voluntarios católicos fanáticos y mercenarios musulmanes aniquilando juntos, y arrasando el país laico. Ese hotel es el Reina Victoria si no me confundo, que 'el diablo ha sugerido construir aquí a los ingleses', así dijo Rilke, y también se visita la habitación en que se alojó, una especie de museíto o panteón minúsculo, decorado con un retrato y unos pocos muebles, algunos libros viejos, unas notas manuscritas suyas en la lengua alemana de que se valía, quizá un busto (hace años que la vi, no estoy seguro). Puede que allí empezara a concebir estos versos, o mejor será decir estos fragmentos, que son de los que yo me acuerdo: 'Ciertamente es extraño no poder habitar más la tierra, dejar para siempre de practicar unas costumbres apenas aprendidas; no ser más lo que se era, y tener que desprenderse aun del propio nombre. Extraño no seguir deseando los deseos. Extraño ver todo aquello que nos concernía como flotando suelto en el espacio. Y penosa la tarea de estar muerto...'. Quién sabe si Emilio Marés no pensó eso, aun sin las palabras.
'Y qué pasó, qué hiciste, cómo reaccionaste', le pregunté a mi padre, no sólo para sacarlo de su silencio, y de su largo viaje. Me intrigaba saber qué pudo hacer o decir, si es que algo. Por menos de nada lo habrían detenido y devuelto a la cárcel en aquellos años, y fácilmente con suerte mucho peor, lo excepcional fue la que tuvo, y en el 39, nada menos, cuando casi no la había para ningún vencido.
Con cierto esfuerzo regresó de lo lejos. Un suspiro. La mano en la frente, con la alianza que nunca se había quitado. Un carraspeo. Luego enfocó la vista. Me miró y me contestó. Lentamente al principio, como con repentina cautela, acaso la misma que hubo de llevar entonces, en el Café Roma.
'Bueno', dijo. 'Desde que oí el nombre de Marés me temí lo peor, y me puse aún más en guardia. Ya no me gustaba lo más mínimo el derrotero por el que iba la charla. Pero no hice nada mientras fue contando. Ni se me pasó por la cabeza interrumpirlo. Sentía náuseas y cólera según escuchaba, las dos cosas mezcladas, más que con alternancia. Habría querido no estar allí, no enterarme de lo que le habían hecho entre varios a aquel compañero de Facultad que yo estimaba. Lo sabía muerto sin más, eso ya era suficiente, lo bastante malo, pero no era tan amigo como para no irme olvidando y luego acordando y luego olvidando. Y en cambio me di cuenta de que no podía quedarme a medias de aquel relato de espanto, una vez comenzado. Debí de ponerme muy pálido o muy colorado, no lo sé, sentí frío y acaloramiento, también mezclados. Fuera el color que fuese, eso no le llamaría la atención a nadie, no me hacía sospechoso, no me delataba, porque los demás presentes estaban demudados, blancos, pese a ser los cuatro del bando franquista y haber asistido, sin duda, cada uno a sus bestialidades, o incluso haberlas cometido.' Se detuvo un segundo, miró a su alrededor —estábamos en el salón de su casa, a finales del siglo XX o era ya el XXI, a última hora de la mañana: se iba resituando—, y prosiguió más suelto: 'Yo creo que el escritor calculó mal. Se puso a contar casi ufano, con alarde, pero a medida que fue avanzando, y aunque tardó poco en soltarla, debió de notar que su historia no caía bien del todo, que era excesiva, que nos sobrepasaba a todos. Si en el fragor y el encono de la Guerra podía haberle hecho gracia a alguno (es un decir), ahora ya no. Estaba de más relatar tal episodio en torno a una mesa, una mañana de Madrid soleada, delante de unas aceitunas y unas cañas. El silencio que se había hecho cuando dijo "Lo toreamos" y bajó el dedo como una banderilla o una pica o la espada, se quedó ya instalado hasta el final del cuento, y permaneció a su conclusión, inalterable. Y como llegó a resultar violento, y el escritor era allí el de más influencias probablemente, uno de los que yo no conocía antes ni de nombre, el más obsequioso, lo rompió con un chiste de pésimo gusto que no fue capaz de guardarse, o quizá es que, hombre corto, no se le ocurrió nada mejor para llenar el vacío y jalear la anécdota: "¿Y cómo es que no se adjudicó las dos y el rabo? Ya puestos....", le preguntó, refiriéndose al malagueño y a la oreja que se había cobrado. Y el escritor volvió a calcular mal, o el ambiente helado que había dejado su historia lo hizo sentirse, no sé, incómodo, en falso, y eso lleva casi siempre a empeorar las situaciones con cualquier movimiento para arreglarlas, lo mejor es quedarse quieto y callado. Sonrió como si se le hubiera abierto el cielo. Quizá se aferró, quizá pensó todavía que el efecto de su historieta había sido el que él esperaba, sólo que un poco retardado por lo impresionante de la lección, o lo consideraba una hazaña. No era muy inteligente, sólo hábil. Y vanidoso hasta la suela de los zapatos, como suelen serlo cuantos se saben valorados por encima de su talento, por motivos espúreos o por sus empellones y su insistencia. No toleran no quedar bien, o por encima como el aceite, y en ellos es todo tan frágil y falso que los descompone cualquier tibieza, o el más mínimo reparo. Así que respondió, a mitad de camino entre el melindre y la chanza: "Bueno, tampoco quería cargar las tintas. Pero no os diré que al final no lo cortara todo. De cuidado, aquel camarada. Y menudo se puso, saludando con su boina roja en plan montera, y exhibiendo los tres trofeos". Yo no sé si esto último era verdad o si, azuzado por la pregunta del otro, lo improvisó para adornarse; a lo mejor creyó que se había quedado corto y que a eso se debía la frialdad de su público. Pero me daba lo mismo; o casi era peor si se lo había inventado sobre la marcha, para halagarnos según su criterio o para más estremecernos. No aguanté. Ya no aguantaba antes. Pero me cruzó una imprecisa imagen de Marés mutilado después de torturado y muerto, del hombre tan grato que yo conocía. Tan graciosamente presumido, convertido en un despojo animal, más que humano. Me levanté y, dirigiéndome a Gómez-Antigüedad solamente, murmuré: "Tengo que marcharme, ya voy tarde. Me paso por la barra, yo pago esta ronda". Y me acerqué a la barra a pedir esa cuenta. Si hacía esa escala antes de largarme era menos llamativo y cortante que si hubiera cogido la puerta directamente. Me venía fatal pagar nada, imagínate, y era un sitio para mí muy caro, ni siquiera estaba seguro de que me fuera a llegar con lo que llevaba encima; e invitar a aquellos cuatro no sabes lo que me repugnaba. Pero lo daba por bien empleado si así podía perderlos de vista inmediatamente, no oír más sus esforzadas risas de escarnio ni la voz de aquel chulo asesino; y salir de allí, claro, sin contratiempos graves. Sólo habría faltado que me hubieran detenido aquel día, con mis antecedentes. No quedé lejos a espaldas de ellos, mientras aguardaba de pie en la barra a que me atendieran el barman o algún camarero, y oí al escritor decirle a Antigüedad: "¿Y a este qué le ha dado, si puede saberse? Deza has dicho, ¿no? De dónde sale. Y qué mosca le ha picado". Mala cosa, que te tomen el nombre, que se fijen en él y lo retengan, lo mismo las autoridades que los criminales, ya no te digo si las autoridades son criminales. Pensé que no iba a lograrlo, que el escritor no me dejaría marchar en paz, que querría aclarar qué me pasaba, y yo ya no me contendría entonces, era seguro. Si me pedía cuentas era capaz de tirármele al cuello sin mediar más palabra, en el instante. Mal habría él salido, pero yo mucho peor. No me habría librado de una buena paliza en un calabozo aquella noche, y a saber luego si no me habrían instruido otro proceso, por lo que se les hubiera antojado. Por suerte la respuesta de Antigüedad fue rápida, y esa es otra que le agradecí hasta su muerte: "Le habrá dado lo que me ha dado a mí, joder, me has puesto malo", le dijo. No era hombre de tacos, pero según con quién, conviene saber recurrir a ellos. Una cuestión de autoridad, a veces. Y con esa autoridad lo riñó, casi lo abroncó: "¿Tú te crees que esa barbaridad puede contarse así como así? ¿Tú te crees que tiene gracia? A ver si mides, hombre, a ver si mides. Ya va siendo hora de que todos dejemos de hacernos mala sangre con todo". Aunque el escritor estuviera mejor situado en el régimen, Antigüedad era de una familia pudiente y de derechas de toda la vida, había acabado la Guerra con el rango de capitán y estaba fuera de toda sospecha; y además sería dueño de una editorial un día y ya cortaba bastante el bacalao en ella, y eso un escritor que empieza lo tendrá siempre en cuenta, porque no sabe si podrá necesitarlo. Así que encajó la regañina, pese a su soberbia. "Bueno, no te pongas así, Pepito, no es para tanto. Todos tenemos historias un poco bestias. Pero a lo mejor es verdad que esta ya no es para tiempo de paz, te lo reconozco", le dijo. Y Antigüedad amainó en seguida. Le dio una palmada paternalista en el hombro y le contestó: "Nada, hombre. Hala, nos vemos otro día con calma. A más ver, señores". Se despidió de los otros así, en grupo, sin estrecharles la mano, y se vino a mi lado, justo cuando ya me llegaba el camarero que nos había servido. "Trae eso acá, Deza, la invitación era mía", y le arrebató la nota antes de que pudiera entregármela. Yo ya estaba contando el dinero en la mano con gran angustia, me temía que no iba a alcanzarme. Salimos juntos, él todavía se volvió desde la puerta y dijo adiós con el brazo a aquellos cuatro. Luego, ya en la calle, se disculpó conmigo, aunque él no hubiera tenido culpa alguna. "Vaya, no sabes cómo lo lamento, Deza, no tenía la menor idea", me dijo. "Tú tenías trato con Marés, ¿verdad? Yo lo conocía sólo de vista." Fue de los pocos que hizo por atemperar las cosas, entre los vencedores, de los pocos que no siguió a rajatabla las consignas de Franco, de vejación constante y tenaz castigo de los derrotados. Y no sabes lo que me ha alegrado haber podido corresponderle en vida con algún favor no desdeñable: en los años ochenta conseguí evitar que fuera a la cárcel, por un asunto de contabilidades y sociedades, un trasvase ilícito de fondos, bueno, no viene al caso. Y habría preferido que no se hubiera metido en apuros, desde luego, pero para mí fue una bendición estar en disposición de echarle un cable, y de tirar fuerte de él hasta sacarlo. Cuando en tiempos
muy
malos alguien te ayuda, y sin tener por qué, o apenas... (vosotros ni los habéis conocido, tiempos
muy
malos)..., eso nunca se olvida. Si uno es una persona decente, claro, y no se toma esa ayuda como una especie de rebajamiento propio, o como un agravio con testigo.'