No había visto desenvainar a Tupra si es que había allí alguna vaina, de pronto tenía en la mano ya desnudo el acero como por ensalmo, una hoja no muy larga, bestial y afiladísima en todo caso, bastante menos de un metro sin lugar a dudas, un mango no medieval aunque todos lo parezcan en primera instancia excepto los que son de cazoleta o
'a tazza',
quizá era más bien renacentista, me pareció una espada lansquenete entonces y más tarde, al recordarla en mi duermevela o mi insomnio una vez de vuelta en casa, no es que sea experto yo en esas armas, pero en mis días docentes hube de traducir en Oxford, entre tanto pasaje presuntuoso y rancio de nulas aplicaciones prácticas, uno de Sir Richard Francis Burton —para los libreros de viejo nada más 'Captain Burton'—, sobre los diferentes tipos de espada, un pasaje además ilustrado, y se me quedaron ese nombre y la correspondiente imagen así como algunos otros ('a la Papenheim', por ejemplo), aquella de los lansquenetes era conocida asimismo con un sobrenombre alemán,
'Katzbalger
'o algo por el estilo, algo que significaba 'destripagatos', modesto cometido ese y con escaso riesgo, o directamente ventajoso y bajo, al fin y al cabo los lansquenetes eran mercenarios germanos de infantería, de los que mi país no se privó sin embargo en los imperiales tercios, acaso la traducción absurda había sido del español al inglés y no a la inversa,
El cerco de Vienapor Carlos V,
de qué si no me sonaba ese título del infinito Lope de Vega, de qué si no me sabía de memoria yo estos versos (aunque tal vez, no era imposible, de habérselos oído recitar a mi padre, tan aficionado a eso, tanto como Wheeler o más, eran casi coetáneos): 'Voyme, español rayo y fuego y victorioso te dejo. Ya os dejo, campos amenos, de España me voy temblando; que estos hombres, de ira llenos, son como rayos sin truenos que despedazan callando'. Muy patriótico y presumido y muy logrado el pasaje, en boca de un invasor que huye, no era el caso en aquel cerco para desbaratar y poner fin a otro, el de los otomanos a Viena al mando de Solimán el Magnífico, allí debieron de hervir las 'destripagatos' en manos de los lansquenetes a sueldo, más desalmados que furibundos, aparecen en grabados de Durero y Altdorfer, y en ellos se ven asimismo sus armas, esa espada no larga portada en horizontal, unos setenta centímetros cruzados por encima del vientre, o llevan picas a veces, no muy distintas de las de Breda en Velázquez, sólo habría faltado que Tupra hubiera blandido también una de éstas para infundirnos más pavor, desde luego a mí pero sobre todo a su víctima, De la Garza contra quien levantó la espada, Reresby la sostenía con una mano cuando me apartó para pasar y me echó a un lado, pero la empuñó con ambas para alzarla y soltar el tajo. Vi cómo se le subía el chaleco arrastrado por sus dos brazos en alto, tomó todo el impulso posible, se le vio la camisa a rayas finísimas, elegantes, pálidas, sobre el cinturón, por debajo.
'Lo va a matar', pensé, 'le va a cortar la cabeza, el cuello, no, no puede ser, no va a hacerlo, sí, va a decapitarlo aquí mismo, a separarle la cabeza del tronco y yo ya no puedo evitarlo porque la hoja va a bajar y es de dos filos, no cabe que le dé sólo un golpe con el canto, aunque fuera fuerte, para asustarlo, para escarmentarlo, porque no hay tal canto sino doble filo que va a segar en todo caso, De la Garza estará muerto en seguida y ahora habremos de esperar tiempo infinito hasta volver a verlo entero, de una pieza, hasta el día en que por decoro se juntarán las dos partes en que ya va a convertirse, para acudir a Juicio aseado y no como un monstruo de feria, con la cabeza sobre los hombros y no bajo el brazo como si fuera un balón o un globo terráqueo, y allí gritar: "Morí en Inglaterra, en un cuarto de baño público, en un lavabo para minusválidos de la vieja ciudad de Londres. Me mató este hombre con una espada y de mí hizo dos trozos, y este otro estuvo presente, lo vio, no movió un dedo. Fue en otro país y el que me mató estaba en el suyo, pero para mí era un extranjero porque eso era él a mi tierra; en cambio el que asistió y no hizo nada hablaba mi lengua y ambos éramos de esa misma tierra, más al sur, no tan lejana, aunque hubiera mar por medio. Aún ignoro por qué fui asesinado, nada grave había hecho, ni para ellos constituía peligro. Tenía media vida o más por delante, probablemente habría llegado a ministro, o a embajador en Washington por lo menos. No lo vi venir, me quedé sin vida, me quedé sin nada. Fueron como un rayo sin trueno: el uno despedazó, y el otro anduvo callando". Pero quizá De la Garza no pueda hablar de esa manera ni siquiera el último día, en él cada hombre y cada mujer seguirán siendo los que fueron siempre, el bruto no se hará delicado ni el lacónico elocuente, el malo no se hará bueno ni el salvaje civilizado, el cruel compasivo ni leal el traicionero. Así que lo más probable es que Rafita haga la denuncia a su modo pretencioso y zafio, y chille al Juez esta queja: "La palmé en Inglaterra con una violencia de cojones, oye, vino este tío y me rebanó el pescuezo sobre la tapa de un retrete público para lisiados, ¿puedes creértelo? Un hijo de la gran puta y de la Gran Bretaña, un cacho cabrón de cuidado. Fui un pardillo de la hostia, ni me lo olí, vaya mierda, iba bien bebido y bailado y más mareado, ipecacuana no me hacía falta, estaba a lo mío y ni me enteraba, pero juro que yo no le había hecho nada, le dio por ahí en plan psicópata, en plan enigma inexplicable, sacó no sé de dónde una espada y el muy bestia me guillotinó de un tajo, se debió de creer Conan el Bárbaro de pronto, o El Cid, o Gladiator, yo qué sé, el muy grillado, un tío con chalequito, hay que joderse, encima eso, de repente va y tira de estoque y su fantasía me cuesta el cuello, la gran putada de mi vida, menuda gracia, como que la vida se me terminó allí mismo. Y el otro ahí mirando como una estatua con cara de pasmo, un tío de Madrid, no te jode, un paisano, uno del foro, y ni siquiera intentó pararle el brazo, bueno, los dos, porque el muy cabrón agarró la tizona con ambas manos para atizarme con toda su fuerza, toma literatura medieval y universal, y casi mejor así, no te creas, un corte limpio, imagínate que se me hubiera quedado la cosa a medias, colgando, y yo aún medio vivo viéndolo y dándome cuenta de que me mataban por nada. Morí en Londres, allí morí en noche de farra, sin llegar a corrérmela entera, no me dio tiempo a apurarla, me tendieron una trampa. Lo último que hice fue arrodillarme, fue la leche, nada menos. Y luego se me acabó ya todo". Sí, no hay nada que hacer', pensé, 'va a matarlo. Lo más rápido de todo es la voz, ya sólo puedo gritarle.'
—¡Tupra!
Grité su nombre, a más no me daba tiempo, ni siquiera a añadir '¡Qué haces!', o '¡Estás loco!', o '¡Detente!' como en las novelas antiguas y en los tebeos, o cualquiera de esas exclamaciones inútiles ante lo que no es inminente sino que en realidad ha comenzado, ya está en marcha y es flecha volando. De la Garza ladeó la cabeza una fracción de segundo —rodaría como globo terráqueo—, de la misma manera en que lo había hecho poco antes, cuando había estado a punto de pedirme un billete para metérselo por la nariz enrollado, es decir, sin volver del todo la vista, sin enfocar, sin poder ver más que una ráfaga turbia de lo que tenía encima o lo sobrevolaba, pero sin duda sí vio cernirse el acero, de refilón, de reojo, reconociendo la hoja y el filo y sin reconocerse su reconocimiento, sin dar crédito y a la vez dándolo, porque el peligro real de muerte se percibe siempre y en él se cree inmediatamente, aunque al final se quede sólo en susto de muerte. Como cuando se prolonga en el sueño una situación de amenaza con riesgo de aniquilación, o una duradera secuencia de persecución y alcance y más persecución y alcance, y la conciencia dormida sucumbe al pánico y al fatalismo y a la vez comprende que algo no va del todo y que la fatalidad no es tan segura, porque el sueño aún continúa sin cesación ni vacío ni resolverse, y no acaba de caer el golpe que hace ya rato inició su caída:
it delays and lingers and dallies and loiters,
el golpe, el sablazo, el sueño, se entretiene y espera y todo es plomo sobre mi alma, se congela y gana tiempo mientras la conciencia pugna por despertarse y salvarnos, por disipar la mala visión o quebrarla, y ahuyentar o zanjar el impedido llanto que ansia brotar pero no alcanza.
Le vi la expresión de muerto, de quien se da por muerto y se sabe muerto; pero al estar aún vivo la imagen fue de infinito miedo y de forcejeo, esto último sólo mental, quizá un deseo; de pueril e indisimulado espanto, la boca debió de secársele instantáneamente, tanto como la palidez le cubrió el rostro como si le hubieran dado un brochazo raudo de pintura blanca sucia o cenicienta o de color enfermo, o le hubieran arrojado harina o acaso talco, fue algo parecido a las nubes veloces cuando ensombrecen los campos y recorre a los rebaños un escalofrío, o como la mano que extiende la plaga o la que cierra los párpados de los difuntos. El labio superior se le levantó, casi se le dobló, fue un rictus, le dejó al descubierto la encía seca y en ella se le enganchó la parte interior del labio al faltar toda saliva, ya no podría volver a bajarlo, así contraído hasta el fin de los tiempos en una cara atormentada separada del cuerpo, sí bajó la cabeza nada más avistar la ráfaga turbia de metal en alto, encima de él y de mí, allí arriba, un doble filo, dos manos, un mango, la aplastó contra la tapa como si quisiera que cediera ésta y desapareciera, y encogió el cuello instintivamente, hundió la cabeza entre los hombros como con un espasmo, ese gesto debieron de hacerlo sin querer o queriendo todos los guillotinados de doscientos años y los que padecieron el hacha a lo largo de los cien siglos, aun los culpables conformes y los resignados en su inocencia, ese gesto han debido de hacerlo hasta las gallinas y los pavos.
Descendió la espada a gran velocidad, con gran fuerza, bastaría aquel tajo para cortar limpiamente y aun llegar a la tapa y astillarla o rajarla, pero Tupra detuvo en seco la hoja en el aire, a un centímetro o dos de la nuca, la carne, los cartílagos y la sangre, tenía control sobre su impulso, sabía medirlo, quiso frenarlo. 'No lo ha hecho, no ha decapitado', llegué a pensar con alivio y sin tantas palabras, pero no me duró un instante, porque en seguida la alzó de nuevo cumpliendo con lo propio y temible de las armas que no se sueltan ni arrojan y que también son de repetición por tanto, luego pueden abatirse una vez y otra, pueden amagar primero y segar después o atravesar sin remedio, un fallo o un arrepentimiento brusco no equivalen a un respiro, a un momentáneo indulto ni a una efímera tregua, como sí lo serían la lanza lanzada que yerra el blanco o la flecha que se desvía y se pierde camino al cielo o bien cae plana al suelo, se necesitan unos segundos para sacar otra del carcaj y colocarla en el arco y recuperar el pulso para mejor apuntar y volver a tensar la vara curva sin que se resienta el músculo, durante esa mínima pausa uno puede ponerse a cubierto o empezar a correr zigzagueando, en la esperanza de que apenas le queden ya venablos al nervioso arquero que nos ha ojeado, tres, dos, uno, ninguno. Cada movimiento de Tupra seguía siendo o era resuelto, no improvisado, debía de haberlos conocido o calculado todos antes de entrar en aquel lavabo, incluso en el momento de ordenarme en la pista que me llevara allí al agregado y que esperáramos los dos su venida con la prometida raya, había sido cumplidor en eso, la había traído, si es que no era talco el polvillo ahora esparcido, volado por la cabeza esquiva de De la Garza, ilusamente, pues no tenía dónde huir, dónde esconderse. Pero si Reresby conocía sus pasos yo no, y menos aún De la Garza, así que no supe cómo interpretar la media sonrisa —o no llegó, fue sólo un cuarto, o ni siquiera, y nada más que su expresión burlona— que creí ver en sus labios carnosos un poco africanos o más bien hindúes o eran eslavos, cuando detuvo la espada y volvió a levantarla y así volvió a parecer que iba a matarlo, aún más que la primera vez me pareció que iba a hacerlo, porque cuando una oportunidad se ha gastado queda una menos para salvarse, y las posibilidades se han reducido. Eso es todo, y no al contrario.
—
Tupra, don't!
—Esta vez sí me dio tiempo a añadir una sílaba, habrían sido cuatro en mi lengua, '¡No lo hagas!', o habría bastado con decir '¡Tupra, no!', lo vi capaz y lo vi incapaz, ambas cosas, lo cual significaba, pensé mucho más tarde en la cama, que en esta ocasión no iba a hacerlo pero que sí poseía la frialdad para hacerlo —o era la crueldad, o era sólo el metal, o el temple, el carácter, o la indiferencia, o era algo consustancial a 'lo suyo'— y que quizá lo había hecho ya con anterioridad, en su juventud y en el pasado lejano, o en su edad adulta y hacía nada, acaso hacía meses, semanas o días y yo sin saberlo ni imaginármelo; posiblemente en otros países y rindiendo siempre servicio al suyo aunque fuera antes que nada tras el beneficio propio; en sitios remotos en los que un tajo es necesario a veces para sofocar o avivar incendios mayúsculos y taponar o abrir grandes boquetes, para remediar o provocar desaguisados prebélicos y calmar o azuzar insurrectos, engañándolos invariablemente. Y qué era un tajo al lado de esparcir brotes de cólera, y de malaria, y peste, como había hecho Wheeler tiempo atrás o eso decía, o al lado de una sola insidia que prende y contagia, que se convierte en imparable fuego y calcinación de todo o en epidemia y eliminación de cuantos están en medio o tan sólo cerca y aun en las lindes, de cuantos no pueden irse ni refugiarse, no hay dónde huir tantas veces ni dónde esconderse, y ni siquiera hay ala propia para meter debajo la cabeza.
De la Garza había recurrido a ambas, los dos brazos sobre la nuca inútiles como un paraguas bajo la tempestad marina, y había cerrado los ojos, los tenía apretados y le temblaban o palpitaban —quizá le corrían enloquecidas las pupilas bajo los párpados—, debía de haberse dado cuenta de la situación aunque no mirara, la espada había descendido brutalmente pero se había parado antes de alcanzar su cuello y ahora volvía a su posición en alto, acaso para rectificar un milímetro y asegurar la trayectoria, buscarle perpendicularidad a la hoja o apuntar con más tino, la amenaza no sólo permanecía sino que era aún mayor (aunque de haberse cumplido a la primera no habría habido ya más, ni más de nada). De la Garza prefirió no mirar de nuevo hacia ningún lado, ni siquiera sin enfocar, ni con el rabillo del ojo, ya no quiso ver otra ráfaga turbia ni más del mundo, su última imagen era un retrete con la tapa bajada y se parecen todos, su cartera encima y su Visa cortante, se supo aún más muerto y por más muerto aún se dio, había dispuesto de unos segundos de conciencia o vida para asustarse más y comprender que de verdad le ocurría lo que le estaba ocurriendo, que hasta allí había llegado, inesperada e insensatamente, sin causa alguna que él conociera para tamaña exageración, para aquel alto, o era término. Pensé que si le hubieran dado unos instantes más habría sido capaz de dormirse de golpe, allí con la cabeza apoyada, aplastada contra la baquelita aunque como almohada fuera disuasoria y plana, es la única forma de escapar del dolor y descansar de la desesperación a veces, una modalidad de narcolepsia, así lo llaman, pero quién no conoce ese sueño súbito y extemporáneo, impropio, quién no se ha dormido o no ha querido dormirse en medio del miedo o en mitad del llanto, lo mismo que cuando se sienta uno en el sillón del dentista, o camino del quirófano trata de anticiparse a la cuidadosa labor del anestesista, el irresistible sueño como negación última y fuga, soñar lo que pasa lo convertirá en ficticio.