Pero lo que estremeció a ese viajero fue la 'composición perfecta' que en una de aquellas cámaras sepulcrales observó 'con cierta indiscreción': además de la pequeña alfombra, los dos silloncitos y el velador con la fotografía de familia, el crucifijo y unas flores artificiales, descubrió 'un reloj despertador, de aquellos que se veían en las cocinas del tiempo de nuestros padres, redondo, con su campana en casquete esférico y dos pequeñas bolas por patas'. Todos, él y sus acompañantes, aplicaron naturalmente el oído a la puerta para percibir 'un tictac tan descomunal que era respecto al tic-tac normal lo que el grito es a la voz'. Y fueron esa visión y ese compás sonoro los que desencadenaron su reflexión que culminaba en la cita que yo nunca he comprendido bien y por eso recuerdo y me da que pensar. '¿Era', se preguntaba, 'que, como los enterrados vivos de Edgar Poe, trataba de hacer saber al mundo de los vivos el macabro olvido que lo dejó allí? ¿O era que para hacer llegar la medida del tiempo a aquellos sordos que lo rodeaban, necesitaba ese timbre exagerado?' Y a continuación entraba en la materia fundamental, en la verdadera cuestión suscitada por aquel anticuado reloj, en apariencia el más inútil y superfluo despertador: '¿Y qué medía, a la postre? Me pregunto yo', se preguntaba el hombre de mi ciudad; sí, era esa la interrogación principal, 'si sería el tiempo que llevaban muertos; o era —la cuenta hacia abajo, como ahora se lleva— el tiempo que faltaba para el juicio final. Si eran las horas de soledad, ¿contaba las ya pasadas o las que quedaban por pasar? Jamás reloj alguno —y tan humilde— me pareció mejor situado, mayor motivo de meditación. Pensé, con cierta sorpresa, que un culto que ha puesto tal acento sobre ese tiempo precario de la espera, no se ha preocupado —hasta aquel que colocó ese reloj— de conceder al alma el alivio que supone la medida de su congoja; pues si el alma espera la resurrección de la carne, ¿qué mejor que el reloj para proporcionarle el cómputo no tanto del tiempo que todavía ha de esperar, sino del que ha esperado ya?'. Y era aquí donde se insertaban o aparecían las enigmáticas frases: 'Aparte de eso, a mí me parece que es el tiempo la única dimensión...', ya las he dicho, en su literalidad. Les seguía aún algo más, pero no servía para elucidarlas y en realidad eso no importa mucho, tampoco a Shakespeare se lo comprende a menudo o no cabalmente, y sin embargo abre diez senderos o bocacalles por los que adentrarse y llegar muy lejos cada vez que da metáfora oscura o ambigüedad deslumbrante (los abre si uno sigue mirando y pensando más allá de lo necesario, como nos recomendaba mi padre, y se insiste a sí mismo y se dice 'Y qué más', allí donde diría uno que ya no puede haber nada); 'en ese sentido', apostillaba el viajero, 'ese inquietante reloj despertador es el único
deus ex machina
que permite la celebración del misterio, en ese saloncito confortable y atufado, del diálogo entre el vivo y el muerto'. Y no había ya más comentarios, o bueno, sí: como es preceptivo tras estas incursiones en el tiempo fantasma o en el tiempo muerto, el viajero volvía un momento al vivo antes de despedir su texto y recordaba cómo, 'ya saliendo', le había hecho estas dos preguntas a uno de sus acompañantes (alguien con nombre de personaje de Edgar Poe, por cierto, un tal Valdemar, nada menos): '¿Y si suena por las noches? ¿Y si se rebullen los que allí duermen?'.
Cabía ahora hacérselas también respecto a él, mi paisano, muerto veintiséis años más tarde de aquella visita o de aquel escrito, aunque él no estuviera enterrado en el reducido mundo frondoso de Los Placeres, sino en el cementerio limpio de nuestra ciudad natal, según tenía entendido, llamado de La Almudena, donde también está mi madre desde hace veintiséis años distintos, es decir, suyos, de ella. Y cabía también preguntarse sobre todos ellos: ¿y si en vez de permanecer silenciosos hablan entre sí durante la espera, y el fuerte y desconocido vínculo que los nivela y asemeja y une no es el del definitivo callar sino el del contarse indefinidamente, a lo largo de ese inacabable tiempo que el tozudo reloj mide y mide con su descomunal tic-tac, y sin que suene nunca su exagerado timbre? Tiempo de sobra para relatarse unos a otros cuanto cada sueño particular recuerda —más que cada conciencia—, cuanto hicieron y les sucedió y dijeron, una vez y otra hasta saberse de memoria todos la historia de los demás, esto es, cada uno la de todos y todos la de cada uno. Tiempo suficiente para que cada hombre que pisó la tierra desde su origen y cada mujer que cruzó el mundo hagan conocer al resto su cuento entero, de principio a fin, y el fin consiste en lo que los llevó a la tumba o los expulsó de los vivos, para sumarlos a esta otra compañía más nutrida e influyente, más animada y tal vez más dicharachera y bromista, sin duda más ociosa y ligera, con menos ansias y responsabilidades. Tiempo, incluso, para aportar datos e inventar historias sobre seres que jamás han existido y referir hechos que nunca han acontecido, ficciones y fabulaciones y juegos con los que entretener tanta espera, sin caer en las repeticiones. Y así estaríamos otra vez como de costumbre, sin saber qué es cierto, o más bien qué ha sucedido.
Y cabría preguntarse, entonces, cómo hablarían entre sí los muertos de muerte violenta con los muertos que los hubieran matado o con los que hubieran dado la orden de quitarlos de en medio —acaso nunca se habrían visto—, una vez nivelados todos y asemejados, aunque sólo en eso y en realidad eso no es nada, el haber muerto, luego también los difuntos se distinguirían, nunca menos que los vivos. Y cabría preguntarse qué versión contarían, no ya al Juez que aún no aparece y al que no se miente, y que quizá se retrasa tanto porque no lo hay ni lo hubo y ni siquiera va a haberlo, no lo traerá la sugestión colectiva, ni la insistencia (o puede ser que no se atreva a enfrentarse con tan inmensa multitud quejosa, si es que no agraviada o aún peor —burlona—, y así se aplace a sí mismo hasta mañana, siempre mañana, ese mal trago al que se comprometió por soberbia, y lo rehuya infinitamente con invencibles temor o pereza); sino qué versión el uno al otro y los dos al resto, sacrificado y verdugo o instigador y víctima, a sabiendas de que el tiempo de ahora, si así pudiera llamárselo y hace rato que lo vengo haciendo, sería demasiado largo, largo insoportablemente, para que lo que no fue como fue, fuera creído.
Me dio tiempo a contestarle sólo una frase o dos, me dio tiempo a sonreírme y a que me cruzara un hilo de lástima, también a que sus comentarios sobre el hieratismo y agudización de los rasgos que el
bottox
provocaba en algunas caras, de divas o terrenales, me hicieran algo de gracia y me llevaran a pensar que había inesperadas fallas en la sandez global de De la Garza; e incluso a que me apeteciera de pronto oírle un poco más, más cháchara y más disparates y más símiles chuscos, y aun a preguntarme rápidamente si me estaría pasando con él (salvando largas distancias) algo semejante a lo que le pasaba a Tupra conmigo: yo lo divertía, se sentía a gusto en nuestras sesiones de conjetura y examen, en nuestras conversaciones o tan sólo oyéndome ('Qué más', me reclamaba. 'Qué más se te ocurre. Dime lo que piensas y qué más has visto').
Todo eso no duró nada, o es que fue simultáneo y por eso me dio tiempo a todo, o bien lo recuperé y recapitulé más tarde, en la pausa de la duermevela o en la persistencia de mi desasosiego, ya en la cama, una vez acabada aquella noche tan extensa y errónea y desagradable. De la Garza me había ilustrado a su modo sobre aquel producto antes venenoso y posiblemente ahora inocuo, y había soltado algunas impertinencias cómicas sobre sus usuarias o adictas de expresión alucinada, lo último que había dicho era esto: '¿No la ves como grillada de cara?', refiriéndose a quien había llamado 'la ex-mujer del otro que está con la nuestra', yo le había entendido perfectamente, inconveniente o ventaja del compatriotismo, una mujer alta que además tiene cara de alta, eso ya sí es más problema, tener ese tipo de cara, siendo alta o siendo baja. 'Se lo debe meter en los pómulos y en las patas de gallo, a litros, es como si no pudiera ni cerrar los ojos, lo mismo duerme con ellos abiertos. Y como esta Flavia, joder. Según el ángulo parece un duende.' Allí estaba, hecho un carnaval y con los cordones sueltos que encima eran largos, sería fácil que se le mojaran en un cuarto de baño aunque aquel se utilizara poco, siempre húmedos sus suelos. Era milagroso que todavía no hubiera sufrido un siniestro, sobre todo durante su último y como poseído baile, el que le habíamos interrumpido para salvar a la señora Manoia de sus castigos pseudocapilares; y para salvarlo también a él de algo peor, según dijo Tupra más tarde, en su casa.
—Tal vez los duendes duerman con los ojos abiertos, todos ellos. —Sólo se me ocurrió contestarle eso, como preparación de la broma o pulla; la risa me amenazaba, y no quería que él pudiera tomársela como un indulto ni un homenaje (tan engreído el agregado), así que le busqué, le improvisé otro cauce—: Tú deberías saberlo, con tu huevo de conocimientos sobre la literatura fantástica universal, incluida la medieval, Rafael. —Y fingí reírme por mi salida, en realidad me reía por sus observaciones salvajes. Sin embargo introduje otro elemento en seguida, para disipar el posible efecto hiriente de mi sarcasmo (luego fueron más bien cuatro o cinco las frases que me dio tiempo a decirle)—: Ojo, se te han desatado los cordones. —Y señalé hacia sus pies con el índice.
De la Garza miró hacia abajo sin cambiar de postura; ahora que se había repuesto del mareo, o del frenesí o el vértigo, debía de parecerle aproximadamente chic permanecer así, medio apoyado y medio agarrado a una extraña barra metálica cilíndrica, aunque fuese en un espacio prosaico y sin espectadores (a mí no podía considerarme impresionable). Se miró los zapatos de lejos, con un inexplicable gesto de conmiseración, como si no fueran los suyos sino los de otro —los míos—, y a continuación no hizo el inmediato movimiento esperable, de agacharse para atárselos. Tenía capacidad para sorprender, como todos los imbéciles mayúsculos, y por supuesto para irritar de nuevo en un solo segundo, y borrar de golpe mi risa abierta, mi sonrisa interior, mi condescendencia incipiente y mi delgado hilo de lástima.
—Anda, átamelos tú, que todavía estoy un poco borracho para ponerme en cuclillas, a ver si viene de una puta vez tu puto amigo con su puto chalequito y la puta raya que me habéis prometido. Y casi que me hagas doble nudo, venga, por si acaso. Qué te cuesta.
Quizá lo peor fue el estrambote, aquel 'Qué te cuesta'. Su puerilidad me sacó de quicio, su señoritismo. La mera idea de que yo pudiera tirarme al suelo de un cuarto de baño, por limpio que estuviera o lujoso que fuera, y anudarle los cordones a un inmenso capullo, artificialmente malhablado y que me metía en líos sin la menor ganancia (cuatro veces 'puto' o 'puta' son demasiadas en la misma frase, y sonarán falsas siempre)...; sólo que se le ocurriera, y lo sugiriera como algo natural, sin verle pegas ni el cariz insólito, algo factible...; que lo expresara además como antojo o casi como una orden, y ya me habían dado en aquel local chic e idiota unas cuantas, quien me pagaba y podía dármelas, o no podía, o hasta cierto punto...; y encima sin estar él impedido ni tullido ni nada, sólo que en aquel momento le daba bronca agacharse... Hay personas que no tienen límite y sorprenden siempre, por avisado que vaya uno, son personas imposibles. No sé qué le habría respondido o qué habría hecho o le habría hecho, no lo sé porque a tanto no me dio tiempo; aunque tal vez, pasados los segundos de estupefacción iniciales, quién sabe, me habría reído más todavía, por su desfachatez descabellada. Pero no me dio tiempo porque entró Tupra entonces, o Reresby aquella noche. Creo que cuando entró yo había vuelto a pensar, como mucho, el pensamiento único y breve y simple que ya me había llenado la mente al descubrir a la flagelante nuca en medio de la pista rápida: 'Es que le daría de tortas y no acabaría', debí de llegar a pensar eso cuando se abrió la puerta.
Habrían pasado los siete minutos anunciados por Tupra o tal vez diez o quizá doce, eran varias las cosas de las que se habría encargado, recomponer y adecentar a Flavia, conducirla hasta su marido, explicarle algo a él acaso, disculparse de nuevo por volver a ausentarse y dejarlos solos a ambos, a mí me tenía en otra zona ocupado, a lo mejor se quedaba él ahora con el agregado —pero en qué hablarían— y me enviaba a mí a la mesa a atenderlos. Vi en seguida, sin embargo —su figura apareció entera, como si dijéramos a la vez frente y espalda—, que traía su abrigo, no puesto sino echado sobre los hombros como un italiano o un español fantoche o acaso un eslavo pudiente, y que llevaba otro colgando del brazo, eran dos los abrigos, el suyo claro y otro oscuro, se me ocurrió que éste era el mío y así pensé que nos íbamos, que se había encargado también de recogerlos antes de acudir a nuestra improvisada y absurda cita en aquel lavabo de inválidos, para no entretenernos luego en el guardarropa, a la salida (
'Don't linger or delay',
quizá esa era la divisa de Reresby).
—¿Nos vamos? —le pregunté.
No me contestó inmediatamente, no tardó tampoco. Le vi sacar algo de un bolsillo y atrancar la puerta con ello, un papel muy doblado, una cufia de madera, un cartón, no distinguí lo que era en primera instancia, lo hizo en un amén, como si hubiera trabado mil puertas desde la infancia. Nadie podría abrir aquella mientras él no la liberara, vi cómo lo comprobaba empujando y tirando con fuerza, fueron dos movimientos seguidos y rápidos, noté una firmeza y seguridad especiales en cada uno de los que hacía, y hasta economía, en todos ellos.
—No, todavía no se va nadie —dijo entonces.
Parecía distraído, o más bien aún ocupado, su actitud era de trabajo. Dejó el abrigo oscuro tumbado sobre una de las barras metálicas, una baja a la altura de nuestras caderas, y el suyo, en cambio, lo colgó de pie de otra más alta, se lo quitó de encima como si fuera una capa, aunque la prenda carecía de vuelo, me pareció algo pesada y tiesa, como las muy sucias de los mendigos y las almidonadas. Pero ya nadie pone almidón, y a un abrigo menos. El suyo, además, era manifiestamente caro, flamante, de esos que subrayan la respetabilidad de su dueño y quizá en exceso la subrayan, casi como para recelar de ella.
—Ya era hora —se atrevió De la Garza a quejarse. Y añadió con su espantoso acento en la lengua de Tupra, dirigiéndose a él por tanto (era una provocación, era incendiario que se hubiera fijado en el chaleco de éste y lo escarneciera, dado cómo iba él de extremado, quiero decir de afrentoso al ojo)—:
It was high time, you know.
—En su boca resultaban reconocibles sólo las frases hechas, precisamente de tan cocidas y hechas, y era de los que añadían
'you know
' a todo, eso delata mucho a los que de verdad no saben; por lo demás, bien yo estaba enterado, era incapaz de conversar en inglés, aquel mastuerzo, se perdía a la primera subordinada oída si no antes, y a él nadie podía entenderle que no fuera compatriota suyo, serlo era mi desgracia y no sólo en ese aspecto. Era como si ya se hubiera olvidado de por qué estaba allí en realidad, de que lo habíamos separado de Flavia para evitar que le dejara la cara como un santo sudario, de que estaba en deuda con nosotros y nos había ofendido, por así decir, en tanto que acompañantes y guardianes de ella, yo se la había presentado. Es la suerte de los ufanos, jamás se sienten responsables ni padecen mala conciencia porque son del todo inconscientes e irresponsables, los desconcierta y no se explican cualquier castigo o desaire aunque se los hayan buscado con inquebrantable ahínco, ellos nunca están en falta, y a menudo convencen a los demás, como por contagio, de ese convencimiento espontáneo suyo y acaban así librándose. No estaba seguro de que fuera a pasar eso esta vez. Pensé que a Tupra le sentaría mal aquel tono exigente, a De la Garza se le había ofrecido una raya, ni siquiera directamente sino por persona interpuesta (por compatriota y por casi intérprete), y en su feliz mentalidad de fatuo eso era suficiente para permitirse reclamarla siete minutos después, o diez o doce, era como pedir cuentas respecto de un favor o un regalo.