Tu rostro mañana 2-Baile y sueño (23 page)

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Authors: Javier Marías

Tags: #Intriga, Relato

BOOK: Tu rostro mañana 2-Baile y sueño
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Agucé el oído porque me pareció que la música llegaba ahora más clara, habrían subido el volumen, y al mirar de nuevo mirando —ya no absorto—, vi que habían dado por fin comienzo los tres a su discutido baile. Era elegante, no brincaban ni correteaban sino que avanzaban a pasos cortos y no sé si decir sinuosos y en efecto sincronizados, los mismos al mismo tiempo, el movimiento era de pies y caderas, y de la cabeza que afirmaba el ritmo, los brazos acompañando sólo leve y escasamente, un poco doblados y un poco extendidos a la altura de los costados, como si cada par de sus manos sostuviera un periódico abierto. Iban desplazándose por la tarima, y con celeridad, el trío, pero la impresión que daban con sus pasos ceñidos era de mantener su posición cada uno, como si sus respectivas porciones o adjudicados tramos de suelo se movieran con ellos, y cada uno pisara siempre las mismas tablas; me dije —o es que lo oía ya más, en la distancia— que tenían que estar bailando a algún son de Henry Mancini, podía ser el célebre
Peter Gunn,
nadie se acuerda ya de que ese tema nació para una serie de televisión antigua de detectives, no sé si se vio nunca en España, creo que era aún de los cincuenta (es decir, casi prehistórica) y desde luego en blanco y negro, pero en todo caso su música no ha envejecido y ha pasado a convertirse en un clásico del baile moderno elegante, si se tiene noción del elegante modo de interpretarlo, y aquellos tres sí la tenían. O podía ser, si no, el arranque de la banda sonora de
Sed de mal,
o
Touch of Evil
en inglés, una película de Orson Welles de esos mismos años en la que hacía de mexicano nada menos que Charlton Heston, era asombroso que se lo creyera uno por mucho bigote que luciera del primer plano al último, y se lo creía. Pero esa música es menos famosa, así que me decidí por
Gunn.
Hay piezas fundamentales que viajan conmigo si soy previsor (no lo fui al irme de Madrid, salí con poco) o que no tardo en volver a comprarme si me quedo en un país cierto tiempo, y entre ellas son fijas tres o cuatro de Mancini porque alegran cualquier día tétrico casi infaliblemente, de modo que busqué y saqué el disco, programé en repetición el primer corte como debían de haber hecho los tres de enfrente (dura apenas dos minutos y ellos lo bailaban largo), y lo puse a sonar en mi casa, al igual que otras melodías otras veces cuando creía adivinar lo que mi bailarín danzaba, en parte por mi diversión, en parte por evitarle el ridículo asegurado de agitarse y moverse y dar saltos absurdos ante un espectador que no oye lo que los provoca, no oye nada, aunque a él sin duda le diera lo mismo o ignorara que
lo
tenía. Pero uno debe mostrar aún más respeto del convencional, hacia quien no puede solicitarlo.

'Esa preocupación de Luisa tal vez signifique', pensé, 'que no ha salido mucho últimamente ni ha recibido visitas estimulantes; que no está entretenida, y eso a su vez —puede ser—, que no me ha sustituido aún del todo, de lo contrario contaría con alguna distracción o pequeña ilusión más o menos cotidiana, aunque sólo consistiese en un rato de conversación telefónica con alguien concreto al término de la jornada, si verse no les fuera fácil por cualquier motivo, qué sé yo, la mujer o los niños de él, los niños nuestros. Ya me doy cuenta de que esta es una deducción sin base, infundada. Pero tal vez sí signifique, eso al menos, que aún nadie ha entrado en su vida hasta el punto de introducirse también en la casa, quiero decir no a diario o no con la suficiente frecuencia como para que ella ya lo espere, o para que no se sorprenda si él se presenta sin más aviso que llamar desde abajo y decir "Luisa, soy yo, estoy aquí, ábreme", como si "yo" fuera su inequívoco nombre, y para que además ella se alegre si él decide aparecer así, al llegar la noche o al caer la tarde. No, no debe de haber entrado todavía el hombre adulador, sibilino, aplicado y aun esforzado al principio, el que quiere ayudar con la cena y bajar la basura y acostar a los niños para tornarse —cómo decir— doméstico, y así irse instalando y quedarse, limitándose a ocupar un hueco y procurando no alterar nada de lo que allí ha encontrado dispuesto. Ni el irresponsable y festivo, el inquieto al que en cambio aterra pasar y abandonar el rellano, adentrarse y conocer a mis hijos y aun verlos atravesar fugazmente en pijama desde el quicio de la puerta en el que se apoya mientras espera a que Luisa acabe con sus instrucciones a la canguro y salga de una vez para la farra, el que más bien aspira a sacarla de allí poco a poco, noche a noche a desgajarla o por la costumbre a arrancarla, para que así pueda seguirlo a él sin ataduras y en todo, y a todas partes. Ni ha entrado tampoco el apasionado falso, el oculto tirano débil que irá más bien a separarla de todo lo externo con sus dramatizaciones y sus malas artes, a encerrarla y a confinarla a él, sólo a él como final horizonte, el que juega a la baja para poseer y dominar luego a la alta, el que se justifica siempre en su sentimiento tan fuerte o en su sufrimiento intenso y en eso es como casi todo el mundo, creen tantas personas que sentir muy vivamente y no digamos padecer, y atormentarse, las hace ya buenas y merecedoras y les otorga derechos, y que han de ser compensadas por ello incesante e indefinidamente, hasta por quienes no inspiraron su sentimiento ni causaron su sufrimiento ni tuvieron que ver en uno ni en otro, para esas personas la tierra entera les está siempre en deuda, y nunca se paran a pensar que el sentimiento se elige o que en él se consiente, eso como mínimo, y que casi nunca viene impuesto, o el destino no se mezcla; que uno es tan responsable de él como lo es de sus enamoramientos, en contra de la general creencia que declara y repite la vieja falacia a través de los siglos incansablemente: "Es más fuerte que yo, no está en mi mano evitarlo"; y que exclamar "Es que yo te quiero tanto" como explicación de los actos, como coartada o disculpa, debería ser contestado sin falta con la frase que pocos se atreven a soltar aunque sea la justa cuando el querer no es correspondido y quizá también cuando lo es, "Y a mí qué me cuentas, eso es sólo asunto tuyo". Y que además a veces —sí, eso es cierto— hasta la desdicha se inventa. No, nadie está obligado a ocuparse del amor que otro le tiene ni aún menos de su abatimiento o despecho, y sin embargo reclamamos atención, comprensión, piedad y aun impunidad por algo que sólo incumbe al que lo experimenta, "Hay que entenderlo", decimos, "lo está pasando muy mal y por eso maltrata a todos"; o también "Le han hecho daño, está en guerra con la vida porque está destrozado, y en verdad él no podía vivir sin ella", como si no querer a alguien o dejar de hacerlo fuera algo contra ese alguien, contra el que sí quiere o continúa haciéndolo, una maquinación o una represalia, una decisión para perjudicarlo, cuando justamente jamás es eso. Así que yo no puedo quejarme, y aún menos debo: cuando Luisa me quiso a su lado me beneficié de una gracia que se me renovaba a diario, lo mismo que yo le renovaba a ella otra de valor parecido; y si una mañana no me fue más confirmada, no era cuestión de echarlo en cara ni de verlo como hostilidad voluntaria ni como malquerencia, nada de eso estaba en el ánimo, era espíritu de rendición más bien, y una gran pesadumbre. Ni tampoco de apelar a esas despreciables figuras contemporáneas con las que las entrometidas leyes amparan a los millones de aprovechados que hoy recorren y pueblan todos los senderos y campos: los derechos adquiridos, el tiempo empleado, los acariciados proyectos, la fuerza de la instalación o costumbre, el nivel de vida alcanzado, el futuro con que contábamos y el amor invertido, todo se hace mensurable. Y desde luego los hijos habidos y los contratos firmados. O los no firmados, sino sólo verbales. O los ni siquiera verbales, sino sólo implícitos, los abusivos contratos implícitos que según nuestro pusilánime mundo prepara y redacta a nuestras espaldas el mero paso del tiempo y además los rubrica por su cuenta y arbitrio, como si el tiempo pudiera ser nunca acumulativo y no empezara a contar desde cero con cada amanecer, y aun a cada instante...'

De repente me sentí ligero, quizá por primera vez desde que dos noches antes me había levantado de la mesa de Manoia y Tupra en la discoteca para cumplir la encomienda de éste y emprender la búsqueda de De la Garza y Flavia, me había puesto en pie y había apartado mi silla con una sensación instantánea de peso sobrevenido, de malestar y ominosidad, la punzada del alfiler en el pecho y el presagio de una malandanza, todo ello emanando de Tupra mucho más que de mí mismo, como si él me hubiera transferido con su sola orden la respiración contenida o falso ahogo de quien se apresta a asestar un golpe, o hubiera arrojado plomo sobre mi alma despierta y la hubiera sumido así en el sueño, desde entonces no me había abandonado esa gravedad presentida y después sentida, esa carga, o incluso se me había ido incrementando hora tras hora, hasta el punto de preguntarme sin pausa, durante aquellas cuarenta y ocho transcurridas tan lentamente (o ni llegaban a tantas), si debía renunciar y marcharme, descabalgarme, salirme de aquel trabajo en el fondo tan atractivo y cómodo en el edificio sin nombre y para el grupo sin nombre que más de sesenta años antes habían creado Sir Stewart Menzies o Ve-Ve Vivian o Cowgill o Hollis, o aun el célebre traidor Kim Philby o hasta el mismísimo y leal Winston Churchill, poco debía de quedar ya de ellos y del metal o la intención o el temple con que lo concibieron (no, es la engañosa palabra
'mettle' la
que en el intruso inglés ronda mi mente); o tal vez sí pervivieran ese metal y ese temple sin haberse degradado, y sencillamente ocurriera que el grupo ya fuera en su fundación tan drástico e inclemente como desde anteayer parecía o yo intuía que era desde hacía sólo dos noches: acaso era que también todos ellos, el grupo original completo, incluidos en él Peter Wheeler y su hermano menor Toby Rylands, llevaban sus probabilidades en el interior de sus venas y era sólo cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que las condujeran por fin a su cumplimiento. Tal vez esas circunstancias y tentaciones, tal vez ese indeseado tiempo, habían llegado ahora, hacía poco y cuando la mayoría vivía ya sólo en sus discípulos y herederos (Tupra lo era de Rylands), en los recientes años huecos de la disgregación y la abulia, o la compaginación y el desconcierto, que habían traído a los particulares particulares, años de orfandad y recreo, como los había llamado la joven Pérez Nuix al relatármelos y describírmelos la noche de lluvia eterna en que me visitó con su perro, tras haberme seguido oculta durante demasiado rato. Llegaban cuando yo estaba por medio, eso era todo. O perseveraban. Un puro azar, culpa de nadie; mía no, eso seguro, en modo alguno. Quizá cuanto había ocurrido, cuanto yo había visto y oído, en la discoteca, en casa de Tupra más tarde, en la realidad y en pantalla, no era aún motivo para sustraerse, ni para largarse.

Comprendí que me sentía ligero gracias a la música en parte, ese
Peter Gunn
que para todo sirve y nunca falla, y al instante me percaté de que era también —o más aún— gracias al baile en que me había deslizado sin proponérmelo, sin duda en imitación instintiva, maquinal, casi inconsciente, de los tres individuos despreocupados del otro extremo de la plaza: los pies se mueven solos a veces, o como dice mi lengua con exactitud metafórica, cobran vida, se le van a uno, sin que uno se dé apenas cuenta. Me había puesto a bailar, era increíble, yo mismo, a solas en casa como si ya no fuera yo sino mi vecino ágil y atlético de huesudas facciones y esmerado bigote, un caso claro de contagio visual y auditivo, de mímesis, favorecido además por mis musarañas. Me descubrí (es un decir) avanzando por mi salón, más exiguo que el de enfrente y con muebles, a pasos cortos y rápidos y no sé si sinuosos, con movimiento loco de pies y caderas y de mi cabeza que afirmaba el ritmo, mis brazos acompañando sólo leve y escasamente, un poco doblados y un poco extendidos a la altura de los costados, y entre mis manos un periódico abierto que por supuesto no leía, lo había cogido como elemento de equilibrio en mi baile, eso supuse. Y entonces me entró vergüenza, porque al volver a mirar de veras a los bailarines originales, al mirar mirando y ya no absorto en mis pensamientos, hube de deducir que ellos habrían oído a su vez mi música en alguna mínima pausa de la suya —abierta mi ventana como dos de sus ventanales—, y me habrían localizado sin dificultad, al rastrear su procedencia; y, claro está, les divertía verme (el alguacil alguacilado, el cazador cazado, el espía espiado, el danzarín danzado); porque ahora no sólo bailábamos absurda y descompensadamente los cuatro según su coreografía, sino que había habido otro contagio, y este era de mí hacia ellos: les debía de haber parecido ingeniosa o imaginativa mi idea, así que los tres sostenían entre sus manos sendos periódicos desplegados, era como si bailaran con sus páginas, cada uno un agarrado.

Me paré en seguida, noté que el rostro se me acaloraba, no lo verían por suerte, gracias a la distancia, de momento no utilizaban prismáticos como yo sí hacía de vez en cuando, al espiar su salón danzante. Ellos se pararon también en el acto, se asomarón a sus ventanales y me hicieron señas, me saludaron agitando los brazos, de hecho me hicieron gestos inconfundibles de que me trasladara y me uniera, de que fuera a su piso y no bailara ya a solas, sino allí en un jovial cuarteto. Eso me dio aún más vergüenza: solté mi guillotina de golpe, retrocedí, apagué la luz, bajé el volumen de mi música. Me hice invisible, inaudible. De ahora en adelante ya no podría observarlos con la misma tranquilidad, o más bien observarlo a él, que las más de las veces estaba solo, eso era un inconveniente. Pero también me hizo sonreír aquello, y le vi una ventaja: pensé que si algún día o noche me eran tan desolados que ni siquiera las piezas de Mancini infalibles y otras que me producen el mismo efecto lograban levantarme el ánimo, tenía abierta la posibilidad de intentar buscar compañía y baile al otro lado de la Square o plaza, en aquella casa desenfadada y alegre cuyo ocupante se resistía además a mis deducciones y conjeturas, inhibía mis facultades interpretativas o se sustraía a ellas, algo tan infrecuente que le confería leve misterio. Esa perspectiva de una visita hipotética, ese asidero posible o futuro me llevó a sentirme aún más ligero. Cogí mis prismáticos del hipódromo y miré desde atrás, desde dentro, a resguardo de los ojos de ellos, se me antojó que habían cambiado de acompañamiento por cómo se movían ahora (habían vuelto a lo suyo, tras mi eclipse y mi espantada), así que quité la pieza de mi tocadiscos y fui a sustituirla por una de
Sed de mal
llamada
'Backgroundfor Murder',
nada sombría pese a lo que significa el título, 'Fondo para asesinato'. Pero me equivoqué al programarla a oscuras o a la sola luz ahorrativa de las farolas lunares, y en su lugar empezó a sonar otra imprevista y totalmente distinta, ya no era jazz sino una pianola,
'Tana’s Theme'
su nombre, lo vi luego en la contraportada del disco, una música que yo mal recordaba en esa banda sonora y en esa película (la película más olvidada, debía comprarme un reproductor de DVD sin tardanza, apenas veía cine allí en Londres), aunque poco a poco, a través de las notas tan parecidas a las de un organillo, se me fue abriendo paso en la niebla la figura de una Marlene Dietrich con el pelo negro, madura, vestida de echadora de cartas o algo por el estilo, interpretando asimismo un papel —aún más inverosímilmente, pero también uno se lo creía— de mexicana o no sé, quizá de zíngara apátrida en la ciudad fronteriza, la tal Tana del tema.

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