'Bien, los pondré sobre aviso a ambos, de que vas a reñirlos y se la cargarán contigo. Pero dime, ¿eso es posible, lo de la gota de sangre, lo de la mancha?'
Ella me conocía bien, seguramente era a quien mejor conocía, comprendió que ya tocaba responder a la estrafalaria consulta o bien dejarla caer, perderse, eso era fácil, nuestra confianza no era la de antaño y no me debía nada, ni siquiera respuestas de cortesía. Al menos yo no la sentía a ella en deuda, y en esto es el sentimiento lo que importa y manda (sentirse acreedor, deudor), mucho más que los hechos y los dineros, o que los favores y daños.
'Sí, podría ocurrir. Pero sería escasa cantidad, supongo, una gota pequeña; habría de ser muy incipiente la cosa, para pillar a la mujer desprevenida.'
'¿De un par de pulgadas, o una y media, algo así? La mancha. ¿Podría ser?'
Eso le provocó de nuevo un poco de risa. Aunque ya no era como la de antes, como la común; era un resto, con menos brío.
'¿Pulgadas?', dijo divertida. '¿Cómo pulgadas? Te recuerdo que aquí no tenemos de eso, ni lo entendemos, eh, no exageres la anglificación. Y ademas qué, ¿cogiste la cinta métrica? ¿O fue a ojo? Todo esto qué es, ¿te has hecho detective, has entrado en Scotland Yard? Pero qué te ha dado.' Ahora su voz denotó extrañeza. En España nadie se acuerda de que el nombre es New Scotland Yard, desde hace tiempo.
'Perdona, quería decir centímetros, cuatro o cinco. De diámetro. Uno se acostumbra aquí, a estas medidas inglesas.'
'Ya ya. Pues no lo sé, Jaime. Yo no suelo ir con cinta métrica, y además, a mí nunca me ha pasado algo así. Sigo siendo precavida y sigo llevando ropa interior inferior, como la has llamado. Eso no te lo había oído antes, por cierto: muy logrado.' Y aún le salió un amago de risa sincera. Fue sólo un amago, como si la expresión le hubiera hecho gracia de veras, pero le diera ya pereza celebrármela.
'¿Y podría la mujer no darse cuenta?'
'Sí, podría. Aunque no tardaría mucho en dársela, si es alguien normal y no está ida, claro. O borracha, o algo. Pero inicialmente sí podría no darse cuenta, supongo. Dime de qué va todo esto, anda, si no es de anuncios de compresas ni de una novela. Empiezas a darme grima.'
'Y entonces dejaría sin limpiar la mancha, ¿no?', pregunté. 'Si ella no la ve, ahí se queda.' Y aquí afirmé.
La risa se había deshecho, sustraído, acabado. Yo había hecho una pregunta de más, tal vez dos pero sobre todo una, lo había sabido antes de hacerla, esa última. Pero cuesta mucho no intentar cerciorarse de la posibilidad de algo, y más cuesta cuanto más remota.
'No sé, tú sabrás de quién me hablas. Muy descuidada. Pero ahora en serio, ¿a qué viene esto, qué ha pasado?' No hubo enfado en su tono, ni creo que tampoco celos, no soy tan ingenuo. Pero sí leve aspereza, quizá se había cansado del juego al que no jugaba.
'Espera, que todavía he de hacerte otra consulta, a lo mejor estás más enterada que yo de estas cosas, que no tengo ni idea. ¿Tú has oído hablar de un producto de belleza, un injerto artificial o no sé, dicen que es una inyección, eso cuesta creerlo, lo llaman
bottox?’
Quería averiguarlo aunque fuera algo anecdótico, pero es que así además evité contestarle, al final ella había preguntado un poco en serio ('Ahora en serio', había dicho, y lo parecía) y yo no iba a contarle, no sólo porque fuera largo y cosa mía, sino porque el relato le resultaría decepcionante y sobre todo ya no estaría intrigada, tras conocerlo. La había notado algo intrigada. No tanto como preocupada, eso habría sido aún mejor, para volver yo a su mente de vez en cuando, durante unos días. Sí, se le habían despertado la curiosidad y la impaciencia, yo no la había llamado con esa intención pero me había encontrado con ello. Y sí, de pronto había querido participar de mis cosas, como en los viejos tiempos. Había sido breve, sólo un minuto (ah, siempre hay más por venir, siempre queda, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño, y un poco más, para el baile —la lanza, la fiebre, mi dolor y la palabra, el sueño, y todavía un poco más, para el último baile—), había deseado compartir mis pesquisas o mis andanzas sin ni siquiera saber cuáles eran, como antiguamente. Pobre de mí o del que era entonces, lo sentí como un triunfo aunque fuera tan breve. O más bien como una gloria, un regalo, un alarde, un
vanto.
Lo que era seguro es que ella volvería a mi mente durante unos días, tras aquella charla, y no de vez en cuando sino todo el rato. Pero yo no podía regresar a casa ni pensar en ello, luego serían pocos esos días, por necesidad y por suerte. Durarían hasta que se extraviara otra vez lo que se me volvió a hacer presente, que Luisa aún no iba a decirme: 'Ven, ven, estaba tan equivocada antes. Ocupa de nuevo este lugar a mi lado, aquí tienes tu almohada que ya está sin huella, no había sabido verte. Ven. Ven conmigo. Aquí no hay nadie, regresa, ya se fue mi fantasma, puedes ocupar su sitio y ahuyentar su carne. Se ha convertido en nada y su tiempo no avanza. Lo que fue ya no ha sido. Así que entonces, supongo, quédate aquí para siempre'. Sí, también pasaría esa noche, y ella aún no lo habría dicho.
Fue a De la Garza a quien le oí la palabra
bottox
mientras esperábamos a Tupra en el amplio cuarto de baño de los discapacitados, al que éste me ordenó volver con el agregado, llevármelo allí y aguardar su venida, en cuanto él hubiera restituido la señora al marido, llevarme a Rafita a aquel espacio vacío y allí retenerlo o entretenerlo hasta que Tupra se nos uniera, prefería ser él quien se encargase ahora, estaba claro, debió de juzgarme atontado y lento y nada práctico en las emergencias, quizá también con escaso arrojo. Yo no había empleado, creo, más de cinco minutos en entrar y salir de los tres lavabos uno tras otro, pero sin duda le parecieron más de la cuenta a quien tenía por norma ser intransigente con las contrariedades.
Una vez fuera del de las damas me acerqué a la pista de baile más frenética y concurrida y entonces vi venir a Tupra o a Reresby en mi dirección desde su mesa, abriéndose paso con agilidad entre los noctámbulos —sabía ser escurridizo y así no pringarse con sus perfumados sudores—, habría dejado solo a Manoia y no le habría gustado tener que hacerlo y que interrumpir por tanto sus persuasiones o sus propuestas, llevaba la mirada alerta, tanto como yo la mía, al avistarnos simultáneamente percibí en la suya un chispazo de reconvención e incomprensión mezcladas ('Cómo es que no te los traes ya contigo, aún no has dado con ellos, te he pedido que aligeraras', me dijo con sus pupilas casi tan pálidas como sus iris a veces, o fue con sus pestañas tan lustrosas y densas que se tornaban lo predominante cuando le daba menos luz que sombra); pero no había tiempo para espaciarse en eso, de modo que al instante aunamos ojos para ser cuatro buscando, y fueron los suyos los primeros en divisarlos, me los señaló con un dedo irritado, a Flavia y a De la Garza, como quien alza el cañón de un arma.
Estaban en medio de la pista rápida bailando muy locamente, pidiendo sendos exorcistas y espantando a alguna gente que sin duda los veía como elementos extraños (a ella por edad, a él por peligro), aquel baile no admitía el agarrado clásico ni tampoco el aproximado, así que De la Garza no estaba sometido al tormento de los conos enhiestos o picahielos horizontales que ya habíamos probado ambos, sino que de hecho era él —y eso fue lo que nos provocó gran alarma y nos impelió a intervenir sin más dilación ni contemplaciones— quien ahora azotaba a la señora Manoia, casi literalmente o sin casi, y lo más sorprendente era que ella no parecía dolerse de los zurriagazos involuntarios —eso creí, no sé si Tupra— que aquel capullo mayúsculo le propinaba en su danza, hacía falta ser un capullo de nivel máximo para ponerse a bailar de aquella forma salvaje, a poca distancia, dando vueltas a lo Travolta, ofreciéndole a su pareja tanta nuca como cara, sin haber previsto que la redecilla vacía, sin coleta ni melena llenándola ni peso alguno para contenerla o frenarla, con tanto movimiento veloz y brusco podía convertirse en un látigo, una correa, una tralla descontrolada; de haberle puesto en la punta algún adorno metálico, habría sido directamente como las boleadoras de un gaucho o el knut de un cruel cosaco, por suerte no la había rematado con herretes ni bolitas ni cascabeles ni púas ni nada, eso habría hecho picadillo a Flavia; aun así me estremecí, porque semejante ocurrencia habría cabido de sobra en su despoblado cerebro, y habría sido muy propia de un chorras de su calibre: disfrazado de rapero negro y de torero napoleónico, de pintor majo Meléndez en su autorretrato del Louvre y de adivinadora zíngara con su aro preceptivo tintineando y bailándole (todo a la vez, un ser confuso). 'Es que le daría de tortas y no acabaría', ese fue mi pensamiento único, breve y simple, de aquel instante. Cada vez que giraba, su redecilla maldita fustigaba lo que de Flavia quedara a su altura y a su alcance, por fortuna las más de las veces el flagelo le pasaba a ella por encima del pelo o quizá eran postizos varios, al ser De la Garza más alto; pero aún nos dio tiempo a ver cómo en un par de ocasiones, al agacharse el agregado un poco en sus febriles remolineos, la redecilla le cruzaba el rostro a la señora Manoia, de oreja a oreja. Sólo la visión ya escocía, por eso era tan incomprensible que ella no pareciera enterarse, por muchas capas de maquillaje que le pudieran amortiguar los trallazos: me recordó fugazmente a esos boxeadores con enorme capacidad de encaje, esos que ni pestañean al recibir la primera tunda —una verdadera lluvia de golpes—, aunque todo suele ser cuestión de que les castiguen —y por fin les abran— un pómulo o una ceja.
No esperamos a que terminase la fiera pieza de música. Invadimos la pista en seguida y, agarrándolos por los hombros con firmeza y tiento (Tupra se fue por Flavia y yo me fui por el capullo, no hizo falta que lo habláramos), los paramos a los dos en seco. Vimos sus caras de gran desconcierto, y también vimos —al estar ya encima de ellos— que la señora Manoia llevaba en la mejilla una marca, una erosión de la soga, un arañazo del látigo, no le había brotado sangre pero resultaba apreciable, como si fuese una raspadura, me recordó a la huella que les queda largo tiempo en el cuello a los ahorcados de los
westerns
(a los ahorcados frustrados; y bueno, tampoco tanto, lo de ella se iría pronto), no iba a gustarle eso a Manoia cuando lo descubriera, vi en una mueca de Tupra que él estaba pensando lo mismo y oí el chasquido de su lengua, ella ni se había dado cuenta, sería por la exaltación de la danza, no acababa de explicármelo.
—La acompaño al lavabo, a ver si eso tiene remedio o puede disimularse —me dijo señalando la marca. Y a ella, inmediatamente—: Te has hecho un poco de daño en la cara, Flavia. —Y se pasó el dedo por su propia mejilla—. Vamos al cuarto de baño, yo te espero fuera. Lávate ese rasguño, anda, y quizá puedas maquillártelo, ¿sí? Se va a preocupar Arturo, si no. Te quiere ya allí, que vuelvas. ¿Duele? —Ella se llevó la mano a la cara y negó con la cabeza, estaba como pensativa o era sólo aturdida. Y a continuación Tupra se dirigió a mí de nuevo para darme esta orden, hablaba rápido pero con calma—: A él llévatelo al de los tullidos y esperadme allí los dos, no tardaré mucho. A ver si adecentamos esa herida un poco, no parece que haya corte, y se la devuelvo al marido un momento. Retén a este mamón mientras tanto, serán cinco minutos, no más, pon siete. Rétenlo allí hasta que yo llegue. A este tarado hay que neutralizarlo, hay que anularlo.
Lo llamó primero
'cunt'
y luego
'morón',
la primera palabra la conocía por entonces sólo en su sentido de 'cono', el sexo femenino nombrado a lo bruto o sólo con el pensamiento, la otra acepción la inferí aquella noche y la confirmé más tarde en el diccionario, uno de
slang
desde luego. No era muy distinto de lo que lo llamaba yo mentalmente, 'capullo', y es probable que
'cunt'
tenga un valor parecido a eso y que 'mamón' sea más inexacto, no sé si más agresivo. Pero no es lo mismo lo que piensa uno y hasta lo que dice, que lo que oye proferir a otros; el insulto que uno piensa y aun lanza, sabe en qué medida va en serio y que ésta no suele ser grande, conoce la función de desahogo que cumple, y las más de las veces no se preocupa ni le da importancia porque es consciente de que tiene poca; controla uno a voluntad la vehemencia, que en términos generales puede ser bastante artificial si es que no falsa: una exageración retórica, una representación ante uno mismo o ante los demás, una especie de bravata. En cambio el insulto vertido ajeno resulta siempre inquietante, tanto si nos va dirigido como si se dedica a terceros, porque es difícil calibrar con qué verdadero fondo se corresponde —fondo de la persona que injuria—, con qué cólera o qué inquina, con cuánta posibilidad real de violencia. Por eso no me hizo gracia oírle a Tupra esos vocablos, y también, es seguro, porque en él me eran inauditos y no nos gusta descubrir en otros incluso lo que nosotros tenemos o son nuestras potencialidades más feas, lo que en nosotros parece aceptable (qué remedio), queremos creer que hay hombres y mujeres mejores, querríamos que los hubiera sin tacha y que además fueran amigos, o al menos tenerlos cerca y nunca enfrente, nunca en contra. Claro que tampoco es frecuente que de mi boca salga 'capullo', sin ir a buscar más ejemplos, y sin embargo lo había pensado esa noche un montón de veces, al igual que durante la cena de Wheeler y después, con él a solas. Pero no lo había dicho, creía, no en su presencia, pues tampoco es lo mismo pensar algo y guardárselo, pensarlo con fuerza y callarlo, que soltarlo ante testigos o soltárselo al destinatario, aunque sólo sea porque uno permite entonces que se le atribuyan las pronunciadas palabras, y que sean ya para siempre tenidas como propias de uno o verosímiles en sus labios ('Yo te he oído, lo dijiste, aquel día recurriste a esos términos'). Y eso ya es dar muchos datos, destapar demasiadas cartas.
Vi la orden tan irrealizable que se lo pregunté a Tupra a las claras:
—¿Cómo que me lo lleve allí? ¿Con qué pretexto? ¿Y para qué, qué quieres?
—Dile que vas a mamársela. —Se había impacientado Reresby, pero fue un segundo: mi mirada de extrafieza tuvo que ser tan intensa (trasluciría el mosqueo, indisimulable, inmediato) que debió de parecerle de intolerancia, o incluso de soñada amenaza. Así que añadió al instante, ahogando su anterior frase grosera (quizá era sólo Reresby el malhablado, no Tupra ni Ure ni Dundas, y acaso cada noche era quien era, a todos los efectos y consecuencias)—: Dile que si quiere una raya, superior, de primera. Seguro que me espera allí con la nariz hecha agua. Seguro que no objeta nada.